FIESTA: ¿PORTAZO O ESCLUSA?
UNA
MIRADA A LA FABULOSA FIESTA DE LA CANDELARIA DE PUNO DESDE EL MODELO
CONVERSACIONAL DE LA ZAMPOÑA
Escribe: Augusto Sánchez Torres en JULI ETERNO N°
38, págs. 24 a 31
La disputa en una reunión festiva (especialmente en el marco
andino) se inscribe por una parte en el sentido unívoco de la afirmación
identitaria cultural, con la posición por otra de que ésta debe inscribirse en
el marco inevitable de la apertura a otras culturas y a los tiempos nuevos y
por ende en la polivalencia de sentidos, es antigua y no escasa en argumentos
en el campo de las humanidades. Uno de esos debates se hace presente casi
anualmente en la famosa fiesta de La Candelaria de Puno, acontecimiento festivo
religioso-cultural que logró ser reconocido por la Unesco como patrimonio
inmaterial de la humanidad (Unesco: 27 de noviembre de 2014). El dedicarle
estas líneas a la fabulosa fiesta puneña, nos sirve también para dar una mirada
general a la fiesta celebrativa andina.
Algunas preguntas que nos planteamos son las siguientes:
¿Tiene la festividad de la Candelaria uno o más sentidos? ¿Es la Candelaria
solo una fiesta religiosa, o a la vez es un carnaval, una muestra cultural identitaria,
una festividad religiosa aymara-quechua?; ¿un negocio, una esfera pública para
el status (político, social, económico)? Son cuestiones que requieren un amplio
espacio para tratar de responderlas. Aquí ofrecemos un pequeño aporte inicial.
Y para ello usaré el modelo complementario y recíproco de la zampoña.
Preludio
Este trabajo se enmarca en el encuentro de dos horizontes.
El primero está configurado en nuestra realidad multicultural y dentro de ella
la región aymara y la música de las zampoñas; éste, diríamos, es el lugar desde
donde escribo y que en mayor parte es mi destinatario también. El otro
horizonte es el mundo de la Academia y de la música comúnmente llamada
“clásica”, cuyas voces resuenan mayormente en registro occidental, con el cual
entablo conversación. Y que – a pesar que muchos puedan negarlo –algunas de esas
voces se me hacen muy familiar. Digo esto porque cuando leo a Gadamer (filósofo
alemán), o a Taylor y Kymlicka (filósofos canadienses) y a los filósofos
interculturales (la mayoría de cuño occidental), me parece escucharlos en clave
de zampoña, porque tematizan el diálogo tal cual la estructura de la zampoña.
Este instrumento sui géneris en su estructura se hace posible por su
conversación inacabable entre ira y arka. No conozco que haya algún otro
instrumento musical que requiera de dos ejecutantes. Su estructura es dual y
está dividida en dos hileras de cañas donde cada una tiene las notas musicales
que la otra no tiene, por lo que se requiere de ambas para entonar una melodía.
Intuyo que en el zampoñista (del altiplano peruano o de otro lugar) subyace una
predisposición (natural) para la alteridad, pues, es necesario escuchar al otro
sin el cual no habría música. Es un ejercicio de complementación, reciprocidad
y equidad.
Sostengo que la fiesta, como ambiente celebrativo y como centro de la acción comunitaria, también se desarrolla en el sentido conversacional y complementario de la zampoña: tiene un topos primigenio pero para su vivencia recurre a la alteridad, escucha las voces de ‘otros’ y junto a ellos se desarrolla en el tiempo en una constante complementación recíproca, en lo que Gadamer llama “fusión de horizontes”.
Purismo versus
pluralismo
Tal como señale a la entrada de este trabajo indagaré sobre
el conflicto de apreciación que surge por el propósito de otorgarle una
identidad a la fiesta de la Candelaria de Puno. Por un lado, se muestra un
grupo que[1]
llamaré puneñistas puristas, o culturalistas etnocéntricos puneños. Estos se
caracterizan porque anteponen un sentido de primacía de lo local, de lo puneño
(en la danza, en la música, en la identidad, etc.) como punto de partida y
validez de la fiesta. Junto a este grupo aparece la iglesia ‘oficial’ puneña
que actúa en el afán de darle un solo sentido a la fiesta: el religioso católico,
el de la veneración a la Virgen María. Ambos, lo uno en lo cultural y lo otro
en lo religioso, pretenden presentar la fiesta como una univocidad de sentido:
la fiesta es puneña y católica. Estos principistas o puristas actúan bajo el
paradigma del PORTAZO: maximizar el valor de lo propio y subvalorar el
aporte de lo no-puneño y de lo nuevo; cuando no, negarlo o eliminarlo. En sus
manifestaciones desmesuradas suelen argumentar que las danzas que no son de
corte puneño no deberían de ejecutarse, que las bandas de música extranjera
deberían de excluirse (generalmente referidas a las bolivianas), que la ropa de
los danzarines solo debería ser producto del artesano local, por anotar algunas
expresiones.
En el otro extremo hay un frente de aprovechamiento
económico y político, e inclusive social, que saca ventaja de la fiesta para
sus casillas particulares. Interviene en la fiesta porque obtiene beneficios
materiales, pero no se identifica con ella. Lo denominaré el del sin sentido.
Por ahora no me ocuparé de este grupo, sino del anterior y del que presentaré a
continuación.
En efecto, al otro lado de los puristas, hay uno más amplio
que vive la fiesta en una pluralidad de sentidos, pluralidad que reconoce
distintas formas de relación con la fiesta de la Candelaria, y que a pesar de
su multiplicidad no se muestra desparramada sino reunida en torno a un topos
común: el lugar y el tiempo memorable celebrativo, es decir, Puno, la Virgen de
la Candelaria y los primeros días de febrero. Estos, a quienes llamaré los
pluralistas, actúan bajo el paradigma de la ESCLUSA: las expresiones
espirituales, culturales actúan como bisagras, permiten desde su experiencia
original dialogar con otras tradiciones y se abren a nuevas expresiones. A mi
parecer es esta última la que vitaliza la festividad toda. Me inscribo en ella.
Tengo la impresión que desde hace mucho tiempo la fiesta de la Candelaria carece de una única unidad de sentido; tiene una polivalencia de sentidos. El asunto que se haya arropado primeramente en la tradición cristiana-católica no le quita que haya mostrado otros sentidos, o que sea el medio de expresión de otras sensibilidades culturales y sociales. Me refiero primero a que además de lo típicamente católico la fiesta ha venido develando su sentido más auténtico, el del mundo aymara-quechua y su religare con la pachamama (una muestra es el faustuoso concurso de danzas autóctonas). Aquí la Virgen de la Candelaria ha tomado otra denominación muy familiar: es la mamita de la Candelaria. Y dado que su celebración es en febrero, es la imagen que bendice los nuevos frutos de la tierra y espanta las heladas; es la guardiana de las familias y de las comunidades; es la madre celestial; es la imagen sincrética de la pachamama con la madre de Dios.
Otro sentido es el que tiene que ver con que la fiesta de la
Candelaria es vivida en el marco de lo festivo-carnavalesco. Habría que anotar
aquí que, aunque se desborda en su esencia carnavalesca no se aleja de lo que
le congrega: el topos común y el tiempo memorable.
¿Está mal que esta fiesta haya devenido en varios sentidos?
Obviamente que no. La fiesta si bien tiene un momento originario que le da una
identidad primaria fuerte, no podría seguir existiendo sin alimentarse de lo
‘de afuera’ y de lo nuevo. Aquí me parece crucial relievar el modelo dialógico
y bipolar de la zampoña: aquí no hay ‘vida’ sin el otro y sin el diálogo; lo
otro es mi complemento. La fiesta también significa un espacio de diálogo de la
pluralidad de sentidos buscando un lugar sincrético. Restringir, reducir y
subsumir los diferentes sentidos a uno solo (por decir, al religioso católico cristiano;
o dar validez sólo a lo “puneño”) no hace sino entorpecer ese carácter
dialógico de complemento; y al contrario puede empujar hacia algún modo de
dominio violento. Pero tampoco debe extrañarnos que para unos el valor unívoco
originario tiene más sentido, y eso no está mal. Lo negativo radicaría en
enseñorear y canonizar a lo unívoco solamente en perjuicio de la vitalidad
existencial múltiple.
Debo de precisar que cuando hablo de multiplicidad de
sentidos no necesariamente estamos hablando de nuevos sentidos en estricto (no
creo que haya nuevos sentidos en sí), sino de sentidos que van apareciendo
desde la luz del mito fundante (fiesta religiosa católica), pero que recogen
los nuevos tiempos y los aportes de lo foráneo. Estos sentidos fusionados no
necesariamente desconocen su mito fundante, sino que viven transfigurados por
la alteridad y la contemporaneidad que les toca vivir. Es como si un pie
estuviese en el mito fundante pero el otro en las nuevas experiencias
vivenciales. Así, es un encuentro siempre entre el pasado y el presente, o
entre lo propio y lo extraño; es siempre una zampoña dialógica que tiene al
arca y al ira en una conversación sin fin. Por lo que no se pierde el carácter
originario, identitario, sino que esta se muestra en cada tiempo con los rasgos
inclusivos o de la época o de lo extraño.
No está por demás revisar un poco lo referente a la
tradición. Los “puristas” pretenden reivindicar una tradición conservadora. En
verdad, la ciencia social ya nos ha dicho que no hay tradiciones ni culturas
cerradas, todas van abriéndose a nuevos encuentros con otras tradiciones. No
suena bien por eso que algunos ‘puneñistas’, inclusive de raigambre
intelectual, hayan emprendido una batalla verbal con sus pares de Bolivia
respecto de la originalidad y de la correspondencia de algunas danzas, aun
cuando ambos gozamos de una sola vena cultural. Ya sabemos que las expresiones
artísticas, culturales, espirituales, rituales, festivas no son patrimonio sólo
del que los crea sino también del que los vive, o mejor, de la comunidad que le
da vida y vigencia; entonces, el patrimonio viene del lado del que baila, del
que ejecuta (música), del que ritualiza, del que practica.
La fiesta, por ello, no es un portón que pone parámetros,
sino una esclusa que está abierta a nuevas experiencias de sentido; y que en su
vitalidad, además de tener una pertenencia comunitaria originaria, se ve
impulsada a ser inclusiva y exógena. Es inclusiva porque recepciona los aportes
de propios y extraños en cada momento festivo (cada año), y es exógena porque
se abre a otros horizontes, a otras tradiciones; o se vale también de otras
tradiciones. Una fiesta como la Candelaria es típico ejemplo de encuentro de
horizontes, encuentro de tradiciones, de diálogo de horizontes. En la práctica
se cumple este encuentro, esta interculturalidad. No hay que olvidar que el
pueblo danzante y festejante maneja simbológicamente estos encuentros; a veces
no requiere ni verbalizarlos, ni escribirlos, ni conceptualizarlos. Pues, lo
simbológico no siempre se dice, sólo se vive. Por ello, prohibir la
participación de bandas bolivianas, o criticar a los festejantes ‘afuerinos’
suena mal. El arte en general y la música en particular no se pueden canonizar,
ni regionalizar ni cerrar. La fiesta es fiesta porque en ella participan
muchos. Lo festivo si bien tiene una centralidad por el origen, por su
desarrollo posee apertura. La fiesta es origen e incremento. No hay cultura
pura, ni fiesta pura. Una fiesta se vitaliza por el reconocimiento del otro, y
esos otros, en verdad son la vivencia de lo que se pretende propio. En otras
palabras, lo propio tiene una fuerte relación dialéctica con la alteridad, con
lo extraño y lo nuevo.
A pesar de los puristas o de las voces ‘oficiales’ de la
fiesta de la Candelaria, el pueblo que percibe la fiesta como su alma o como
símbolo, seguirá aceptando a los de adentro y a los de afuera, seguirá sacando
lo sagrado de su origen, pero lo irá enriqueciendo con el horizonte de lo nuevo
y de lo extraño.
La zampoña y la
pluralidad de sentidos
La perspectiva analizada líneas arriba también lo podemos
asociar a la práctica de la zampoña. Parto aquí desde mi experiencia como
ejecutor y director de grupo de zampoñistas del Centro Cultural Melodías Ilave,
grupo muy reconocido por las innovaciones al interior de la orquestación
musical zampoñistica. Igual que en la fiesta de la Candelaria, en la ejecución
de la zampoña también se presenta ese debate entre puristas y aperturistas.
En este punto hay la necesidad de reforzar el punto sobre la
tradición. Debo de diferenciar entre “tradicionalismo” y “tradición evolutiva”.
Considero “tradicionalista” a los conservadores de la ejecución de la zampoña.
Para ellos no se debe modificar en nada la manera “originaria” de la zampoña.
Este autoctonismo conservador no tiene asidero conceptual, porque tendríamos
que saber quiénes son los portadores de la “cosa en sí”. Y sabemos que las
manifestaciones culturales no tienen una fijación en el tiempo; cambian. Y como
diría el filósofo Gadamer, la historia tiene efectos, es decir todo crece
recogiendo las afectaciones de los tiempos que van transcurriendo.
Al otro lado está la “tradición evolutiva”, entendida como
la continua experimentación de las manifestaciones culturales en el tiempo de
acuerdo a las influencias de los momentos que nos toca vivir, pero sin olvidar
el mito fundante, aquello que encontramos y dieron los primeros sentidos a
nuestra “existencia musical”. “Tradición evolutiva” es “historia efectual”, es
la fusión de distintos horizontes: del pasado con el presente, de los pasados
con los presentes. Esta diferenciación marca entonces el asidero conceptual
desde donde partimos. Hacemos tradición entendida como tradición evolutiva, no
tradicionalismo; nos ubicamos en la interculturalidad y la fusión de
horizontes; no perdemos lo que somos, pero no nos quedamos como estatuas frías
ni repetimos el pasado; somos hijos de los tiempos, tenemos claro el presente
que vive dialogando con el pasado e intuyendo el futuro. Nos aperturamos a las
expresiones de otras culturas, dialogamos con ellas. De occidente rescatamos su
técnica orquestal, la hacemos nuestra prudencialmente en lo que se puede (no en
todo), así producimos un producto interculturalizado, no cerrado.
Colofón
Podría resumir lo arriba señalado con que la vivencia
festiva o cualquier identidad cultural funciona no cerrándose en lo suyo sino
algo como un salir quedándose, un ir sin irse, una ida regresando, una apertura
desde tu dato originario. En buena cuenta, es una experiencia de entrada y salida
infinita, un ofrecer algo a otro y recibir de este otro algo para tu ‘lugar’,
para ti mismo. Es como en una conversación que nunca termina y siempre queda
algo por decir, pues siempre hay algo nuevo por aprender.
El modelo de la zampoña como metáfora para encauzar este
pequeño análisis sobre la fiesta de la Candelaria, puede servir para analizar
otras fiestas y también para hablar de la esfera pública intercultural (o las
esferas públicas interculturales). Una esfera pública intercultural debería de
permitir el diálogo de la pluralidad de las culturas diferentes, que tienen
sensibilidades y racionalidades diferenciadas. Otra cosa es una esfera pública
monocorde, unívoca y colonizada por una sola cultura (con los medios de
comunicación y con el poder político de cómplices). Esta esfera unívoca es como
una zampoña quebrada y sólo produce la trama rancia y desabrida de la mala
música de la unilateralidad. Este repertorio unilateral nos es muy conocido y
tiene muchos rostros: déspota, excluyente, ciego a la diferencia, etc. etc. La
esfera pública intercultural es lo contrario: inclusiva y dialógica como la
zampoña.
Inevitable apostar, entonces, por la esclusa y no por el
portazo.
_______________________
[1]1
Frase atribuida al filósofo alemán Hans-Georg Gadamer quien sostienen que toda
comprensión humana se ajusta al modelo conversacional. “Somos diálogo”, somos
siempre “fusión de horizontes” sostendrá. Cf. Gadamer, H. (1998). Oír, ver,
leer. En Arte y verdad de la palabra. Barcelona: Paidós.
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