lunes, 8 de febrero de 2016

PARA LA HISTORIA DE PUNO

TÚPAC AMARU EN EL ALTIPLANO
(SEGUNDA PARTE)
Nicanor Domínguez
Tomado de Cabildo Abierto Nº 81-82. 09/12/2015 pp. 26,27
Publicado originalmente en inglés, en 2014, el más reciente libro del historiador norteamericano Charles Walker ha suscitado gran interés en nuestro país, entre sus colegas y demás académicos, así como entre el público lector. Tanto así, que ya cuenta con una segunda edición en castellano, de formato “popular”.
La “Gran Rebelión” se inició en las provincias altas del Cuzco, en noviembre de 1780, dirigida por José Gabriel Túpac Amaru y Micaela Bastidas Puyucahua. Seis meses después, ambos líderes -y la mayoría de sus seguidores más cercanos- habían sido capturados y fueron cruelmente ejecutados en el Cuzco.  Desde el estrecho punto de vista de una “historia del Perú” más bien tradicional -o heroica y patriotera-, el tema termina allí, pues, muerto el héroe principal, la narración se acaba. Sin embargo, Walker continúa su narración e incorpora, con mucha coherencia, los sucesos ocurridos en todo el Sur Andino (aunque hoy la mayor parte de ese espacio corresponda a territorios de la República Plurinacional de Bolivia y no a la República Peruana).
La “segunda fase” de la “Gran Rebelión”, transcurrida principalmente en el Altiplano del Titicaca, duró por lo menos diez meses, de abril de 1781 a enero de 1782, y estuvo liderada por el primo de José Gabriel, Diego Cristóbal Túpac Amaru (quien estableció su centro de poder en Azángaro).  Esta “segunda fase” tuvo como antecedente la visita del propio José Gabriel al Altiplano: A finales de noviembre e inicios de diciembre de 1780, Túpac Amaru viajó a las provincias de Lampa y Azángaro, donde recibió un masivo apoyo. La villa de Puno empezó a sentir ya desde entonces el asedio que, medio año después, llevaría a las autoridades coloniales a abandonarla, el 27 de mayo de 1781. El ejército español solo podría volver al año siguiente, tras el “armisticio” acordado con Diego Cristóbal y la captura y ejecución de uno de los últimos líderes rebeldes, Pedro Vilca Apaza.
Para los sucesos ocurridos en la actual región Puno, Walker utiliza los trabajos del fallecido jurista e historiador Augusto Ramos Zambrano [1929-2012], “Puno en la rebelión de Túpac Amaru” (Puno, 1982) y “Tupamarus, vilcapazas, cataris, ingariconas” (Arequipa, 2009).  Para el caso de La Paz, donde surge el liderazgo del “indio tributario”, Julián Apaza “Túpac Katari” se remite al libro del historiador norteamericano Sinclair Thomson, “Cuando sólo reinasen los indios: La política aymara en la Era de la Insurgencia” (La Paz, 2006).  Y para los conflictos en Chayanta (hoy el norte del departamento de Potosí), protagonizados por el “cacique” Tomás Catari, sigue el trabajo del historiador argentino Sergio Serulnikov, “Conflictos sociales e insurrección en el mundo colonial andino: El norte de Potosí en el siglo XVIII (Buenos Aires, 2006). Quizás porque estos trabajos previos presentan los sucesos de la “Gran Rebelión” en cada una de estas regiones del sur andino, el libro de Walker trata con menos detalle los acontecimientos de la “segunda fase” altiplánica.
La “segunda fase” de la “Gran Rebelión” es recordada por la encarnizada violencia que se generalizó en el Altiplano. En palabras de Walker: “Una tendencia destaca en la rebelión: La agresión en ambos bandos se incrementa y se hace más terrible conforme el levantamiento se aparta de su base, en el Cuzco, y transcurren los meses.  En las semanas iniciales (de noviembre de 1780), después de la ejecución de (el corregidor) Arriaga, Túpac Amaru se aseguró de que los rebeldes solo atacaran a autoridades españolas. Él protegió a ricos criollos u otros a quienes los combatientes indígenas podrían haber entendido como el enemigo. (Sin embargo), A través del tiempo y el espacio, esto cambió. Ambos bandos comenzaron a masacrar a sus oponentes, y la neutralidad se volvió imposible. Para mediados de 1781, ninguno tomaba prisioneros, pues mataban a los que capturaban. De hecho, las atrocidades comienzan a reflejar a los unos en los otros. (...) Cada lado crecientemente mira a los otros como bárbaros, como malos cristianos, lo que justifica una mayor violencia” (pp. 30-31).
Hay que destacar que Walker no solo señala la violencia extrema de la población indígena sublevada (una de las “medias verdades” que suelen hallarse en las versiones históricas más tradicionales sobre la “Gran Rebelión”), sino la de los ejércitos coloniales, apoyados por ejércitos auxiliares de “caciques realistas”, que optaron por la represión indiscriminada. Y esta aproximación al tema es importante, ya que algunas de las “explicaciones” que se han propuesto para tratar de entender lo que ocurrió en el altiplano entre 1781 y 1782 han apelado a la “violencia intrínseca” de la población indígena local. Dado que la mayoría de la población del altiplano en esa época hablaba el aimara, se ha propuesto una conexión entre identidad etnolingüística y algo así como una “violencia hereditaria” (tema que cuestionamos en la revista “Cabildo Abierto”, en una serie de artículos aparecidos en los números 30-35, febrero-agosto, 2008).
Algo parecido -aunque no explícitamente racista, como estos otros pseudo-análisis que hemos criticado-, ha sido la tendencia de varios investigadores a identificar la “primera fase” de la “Gran Rebelión” con su escenario geográfico de desarrollo (las provincias del Cuzco) y con la identidad étnico-lingüística de la población indígena local (de habla quechua), y contrastarla con la “segunda fase”, ocurrida en el altiplano de mayoría aimara. Así, se ha propuesto hablar de una fase “quechua-cuzqueña”, liderada por José Gabriel Túpac Amaru, y otra “aimara-altiplánica”, comandada por Julián Apaza “Túpac Catari”. Estas propuestas explicativas intentan recuperar las distintas identidades locales de los sublevados indígenas, pero, dado el limitado conocimiento sobre la vida social de los “pueblos de indios” en la época, se corre el riesgo de homogeneizar realidades étnicas y sociales más complejas (que no entendemos a cabalidad, no solo por falta de estudios, sino de fuentes documentales, pues la misma violencia se dirigió muchas veces a los archivos de las instituciones coloniales, incendiados o dispersados en esos conflictos).


¿Cómo explica el autor todo esto?  Walker nos dice: “La espiral de violencia se salió de control a causa de tres factores superpuestos: Liderazgo, cronología y geografía” (p. 31).  Es decir, no se enfatizan ni contrastan supuestas características étnicas diferenciales, entre hablantes de quechua y de aimara, como variantes explicativas “permanentes”. Se propone, en cambio, una explicación procesual y acumulativa para entender los niveles de violencia a los que se llegó luego de varios meses y años de guerra continuada.
Walker compara las acciones y los intentos de alianzas políticas de los dirigentes: “Mientras Túpac Amaru y Micaela Bastidas protegieron a mestizos y criollos, algunos rebeldes en la segunda fase atacaron a personas por simplemente vestir ropa europea o hablar español. Esto también demostró ser cierto en el caso de los comandantes realistas -fueron menos numerosos y menos capaces (en la segunda fase) de controlar la furia de sus seguidores(o estuvieron menos dispuestos a hacerlo)-” (p. 31).
En la “segunda fase”, este proceso violentista se agravó, aunque fue justificado por ambos bandos en términos muy similares: “Cada lado abandonó las restricciones que había mantenido de asesinar ‘civiles’, victimizar mujeres o saquear tiendas y fincas. La violencia engendra violencia, y, como cada lado incrementó la agresión, el otro actuó en correspondencia.  La transformación no solo fue táctica o un subproducto de la búsqueda de venganza. Cada lado concibió y señaló al otro como hereje, como cristianos caídos que merecían la muerte. Esta transformación ideológica justificaba una mayor violencia, lo que, a su vez, refuerza la interpretación del oponente como un pagano o un bárbaro” (p. 31). Como se ve, seres humanos negando la humanidad de sus prójimos y deshumanizándose al mismo tiempo, mediante la violencia que infligen.
Así, líderes y seguidores radicalizados por el desarrollo de la sublevación, menos dispuestos a buscar alianzas fuera del mundo indígena, se enfrentaron en una “guerra a muerte” contra un ejército colonial endurecido por sus propios actos de represión extrema. Esta progresión de eventos, esta “espiral de violencia”, tuvo como escenario trágico el altiplano del Titicaca (zona que, según Walker, habría sido geográficamente más aislada que los valles interandinos cuzqueños, y habría permitido la impunidad con que se ejerció la violencia).  Explicación bastante convincente, a nuestro entender.


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