EL SEPELIO MASIVO DE UN SOLITARIO
Escribe: David Hidalgo. UTERO.PE
(Esta crónica fue originalmente publicada en el diario El Comercio)
Hace
13 años, el alcalde de un pueblo en el extremo sur del Perú fue sacrificado en
plena plaza por una turba incontrolable que lo acusaba de corrupción. Las
imágenes enviadas por los corresponsales mostraban una violencia que
estremecía.
De
inmediato viajé a cubrir el caso junto a Dante Piaggio, uno de los
fotógrafos reporteros más capos que conozco. No sabíamos mucho del lugar, ni el
nivel de riesgo que suponía esa cobertura, y no era poco. Al día siguiente
publiqué esta historia que ahora comparto, en especial para la generación de
las redes sociales que acaso no tiene idea del hecho. El título fue “El sepelio
masivo de un solitario” y empezaba así:
Mientras una lastimera multitud conducía el féretro
hacia la iglesia de San Juan, uno no podía dejar de preguntarse cómo este
hombre pudo morir tan solo. La
noche anterior un video de su suplicio lo mostró en un absoluto desamparo,
descalzo, sin camisa, abandonado a la furia de un gentío colérico que se
envileció con él.
Sentado al fin en un portal
de la plaza donde se decidió su muerte, la suya era la imagen del extravío.
Nadie acudió en su ayuda, nadie lo consoló en la desgracia. Ni siquiera los que
se compadecieron de su suerte en ese camino al calvario pudieron aliviar sus
dolores con gestos compasivos: alguien quiso alcanzarle una botella de agua y
estuvo a punto de recibir la misma condena por parte de los verdugos.
Si
a la hora de la muerte cada hombre se somete al momento cumbre de su soledad,
Cirilo Robles, el
Robles informa al pueblo sobre su gestión días antes de su muerte |
alcalde ejecutado por su propio pueblo, debió sentir que su
último día de vida era una muerte dilatada. El
entierro de ayer tuvo la paradoja de atraer a toda la gente que no pudo
salvarlo. “Estamos contigo”, le gritaron en cada una de las estaciones
lánguidas que siguió el ataúd. Pero el cadáver siguió su camino.
Por la mañana, la casa de
Robles fue un escenario de lamentaciones aimaras. La madre del alcalde,
Silveria Callomamani, despotricaba en su idioma contra los asesinos de su hijo.
“Ya
lo mataron, ¿por qué no se lo comen ahora?”, repetía, según la manera que tenía
para decir que había sido un sacrificio salvaje, propio de bestias hambrientas.
SANDOVAL, Teniente Alcalde autor mediato del crimen |
A su lado estaba la mujer que
había peleado por la vida del alcalde hasta el final, Marina Cutipa, la viuda.
Todos
los presentes saben que acudió a una autoridad tras otra pidiendo que salvaran
a su esposo y que no encontró respuesta. Dos
días después de la tragedia ella ya no tiene fuerzas para pedir otra cosa.
Permanece callada en una silla cercana a la puerta, aturdida, hasta que una
conocida de la familia atraviesa la puerta y ella se prende a una última
esperanza perdida:
“¿Por
qué no me lo escondiste en tu casa? ¿Por qué no me lo protegiste?”, reclama sin
rabia. La respuesta es un gemido.
Marcha fúnebre
En el transcurso del día el
cadáver hará un recorrido griego antes de llegar a su nicho. La primera
estación es el auditorio de la Universidad del Altiplano, donde Cirilo Robles
estudió Sociología antes de convertirse en catedrático. Es aquí donde empieza a
sospecharse las proporciones que alcanzará su recuerdo.
Un
desbordado colega compara su martirio con el de Cristo. Otro compañero de trabajo lee en la tragedia una
muestra de “una crisis de país, de Estado, de sociedad, cultura, política. Pero
tú estuviste al centro y nos has marcado el camino”. En las plateas guarda
silencio la primera multitud que acompañará la soledad del ataúd. Alumnos,
colegas, familiares, autoridades universitarias y curiosos. Una escolta
unánime, pero tardía.
Los captores de Robles e su casa, escriben en la pared con la sangre de éste |
"Cirilo Adios". (Antes de llevarlo a la Plaza) |
Pronto el féretro bailotea
sobre un séquito creciente. Salen de todos lados y se unen a la marcha. Hay
gente que se escapa de los colegios, de las bodegas, de las casas y los depósitos mayoristas. Hay rostros respetuosos en las ventanas y las azoteas, en
las esquinas, en los autos que pasan cerca.
“¿Quién lo mató?”, pregunta un hombre.
“¡Sandoval!”, responde la masa.
“¿Quién lo vengará?”.
“¡El pueblo!”.
Queda claro que las soledades
no siempre son transmisibles. Pocas horas después, el teniente alcalde, Alberto
Sandoval, sería propuesto por una mayoría ilaveña para ocupar el sillón del
difunto.
El cuerpo de Cirilo Robles es
paseado por toda la ciudad. Sus
deudos aceptan un breve homenaje del municipio, pero lo hacen pasar de largo el
Palacio de Justicia. Tampoco pasa por el hospital, donde reposa el
que hasta pocas horas atrás era el segundo cadáver de esta tragedia.
Los sobrevivientes
Desde
la sala donde se recupera, el regidor Juan Mamani lamenta no estar al lado de
su alcalde. Apenas puede caminar,
las rajaduras en su cabeza y los moretones que oscurecen sus brazos y piernas
lo tienen postrado, pero hasta cierto punto es un alivio: horas antes corrió la noticia de que su
cuerpo carbonizado estaba tirado en algún paraje cerca de Ilave. Una
versión incluso afirmaba que lo habían inmolado vivo.
“Mis manos me salvaron
-dice- Mamani. Si no me hubieran destrozado la cabeza”.
Tras casi siete horas de
suplicio fue entregado a las autoridades de la zona media, que lo conocían y
respetaron su vida. Sus hermanas y hermanos tuvieron que suplicar a ese consejo
que para que fuese liberado y ahora está aquí, recordando el último momento en
que vio a Robles, agónico, antes de ser separados. Afuera, el verdadero cadáver
recibe los homenajes póstumos.
El escenario del asesinato |
Una sala más allá, el regidor
Arnaldo Chambilla se recupera de peores golpes.
“Pensé que nos iban a
matar, pero les lloré que no, por mis tres hijos”, afirma.
Sus captores, de la zona alta
de Ilave, querían llevarlo a la
comunidad de López, pero el alcalde de ese lugar se opuso y pidió que curaran
sus heridas. Horas después era entregado con un acta de por medio
en que constaba que seguía con vida. Nunca vio al alcalde. Y tampoco puede
despedir su cuerpo.
Nicho sin paz
El ataúd entra al cementerio
de Puno casi flotando en una corriente de rabia. Los acompañantes culpan a la
gente de Ilave de asesinar a Robles. Un orador trata de separar asesinos de
pobladores y es abucheado. Otro habla de una conspiración mafiosa y recibe
aplausos.
“Mi
esposo no era un ladrón. Era el alcalde. Quien se siente en su sillón es el
asesino”, grita la viuda a la gente y provoca un bramido unánime.
Entre
las lápidas casi se percibe esa sombra que separa una muerte común de un
asesinato. Minutos después, el cajón
es depositado en su nicho. La banda de músicos lo despide con una morenada.
Cuando todo parece terminado,
alguien reconoce a un poblador de Ilave y lo delata. Otra mujer lo acusa de ser
asistente del sospechoso teniente alcalde.
Marina Vda. de Robles |
“¡Agárrenlo!”, se oye
decir a varias voces.
El hombre es víctima de la
desesperación. Lo agarran al borde de una lápida. Lo patean, lo puñetean. Un
joven coge una piedra para lapidarlo. Las mujeres gritan:
“Tranquilidad, nosotros no
somos asesinos”.
Pronto se sabe que Nicanor
Alanoca es solo un auxiliar en un colegio de Puno y no tuvo que ver con el
asesinato de Robles. La calma parece volver, pero quién sabe.
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