sábado, 12 de octubre de 2024

EL INICIO DE LA INVASIÓN

12 DE OCTUBRE:

DÍA DE TODAS LAS SANGRES

Por Jorge Rendón Vásquez

D

esde el primer resplandor del alba, aquel 12 de octubre de 1492, el marinero Rodrigo de Triana, encaramado en la cola del mástil mayor de la carabela Pinta, oteaba, ansioso, la oscura e interminable superficie del océano Atlántico, sobre la que sólo distinguía las siluetas en sombras de las carabelas Santa María y Niña. El día anterior la tripulación había visto varias aves desplazándose raudas hacia algún destino desconocido, y eso quería decir que la tierra estaba cerca. Pero, ¿dónde?

Juan Rodríguez Bermejo, más conocido como Rodrigo de Triana
Las tres carabelas habían partido el 3 de agosto de ese año del puerto de Palos de la Frontera, al sur de España, al mando de Cristóbal Colón, un navegante poseído por la idea fija de llegar a las Indias, y desde allí, siguiendo el mismo rumbo, retornar al puerto de partida, puesto que para él la tierra era redonda. Cincuenta y nueve días después del zarpe, un grupo de exaltados tripulantes, desesperados porque no veían tierra, se pusieron de acuerdo para tirar por la borda a Cristóbal Colón y retornar a España si luego de diez días no se avistaba alguna costa. Nunca antes, ningún navío había surcado tantos días un mar tan extenso. Y, aunque la cuenta regresiva comenzó a correr, Cristóbal Colón, sin inmutarse, no cejó en su empeño de continuar hacia el oeste, pensando, quizás, que ya después ajustaría cuentas con los conspiradores, colgándolos del palo mayor.

De pronto, Rodrigo de Triana creyó ver una línea oscura confundida con el horizonte. Se restregó los ojos. Cuando la línea se hizo más nítida, no le cupo ya ninguna duda y gritó: ¡Tieeerraaa, tieeerraaa! Rodrigo de Triana, un judío a quien, como otros Colón había embarcado para salvarlo de la persecución, nunca llegó a saber que su grito resonaría en la historia con más fuerza que el cañonazo que Colón hizo disparar.

Las carabelas habían arribado a una pequeña isla, situada al norte de Cuba y al sudeste de Miami, que Colón llamó San Salvador, por haberle salvado la vida.

Luego, el Almirante Mayor, título que los reyes católicos le habían conferido en contraprestación por los territorios que descubriese para ellos, inspeccionó otras islas del Caribe y realizó dos viajes más, en los que tocó la costa del nuevo continente. En su tercer viaje, el gobernador de las Indias, nombrado en su reemplazo, Francisco de Bobadilla, obedeciendo a los reyes católicos, lo apresó y, cargado de cadenas, lo devolvió a España.

Pese a ser Cristóbal Colón el descubridor de un inmenso continente, éste no recibió, sin embargo, su nombre, ni la corona española, principal beneficiaria de su hazaña, se preocupó nunca de rendirle este homenaje y, al contrario, le fue normal vejarlo y tratar de destruirlo. La fruta tierna, sana e impoluta de la gratitud tenía para los reyes el sabor del veneno, y el monje Torquemada les había dicho que crecía en el huerto del demonio. El único valor tangible que ellos apreciaban hasta el delirio era el oro de esas tierras.


Fue el cartógrafo italiano Américo Vespucio, avecindado en Sevilla, quien advirtió que Colón le había entregado al mundo un nuevo continente, al que designó con el título de su obra publicada en 1504, Mundus Novos, de la que se hicieron innumerables ediciones y traducciones en Europa. Al año siguiente, insistió en esta afirmación en su libro Carta, y, en 1507, el cartógrafo alemán Martin Waldseemüller denominó al nuevo continente América en honor a Américo Vespucio a quien atribuyó, erróneamente, su descubrimiento. Y así quedaron las cosas, para siempre.

Luego del primer viaje de Colón, se inició la conquista del Nuevo Mundo por empresarios españoles con el compromiso de entregar el quinto de las riquezas y cualquier otro beneficio material que obtuvieran a sus majestades los reyes, faena en la que fueron tan eficientes como mortíferos. Cada episodio de la conquista fue un safari y un saqueo que dejaba como subproductos el reparto de las tierras cultivadas, la explotación de las minas y la esclavitud de las poblaciones nativas.

La matanza de seres humanos por los conquistadores fue tan espantosa que el monje sevillano Bartolomé de las Casas, horrorizado, pese a haber recibido él mismo un repartimiento en Santo Domingo y otro en Cuba, consagró en adelante su vida a denunciarla. Reunió sus testimonios en su obra Brevísima relación de la destruición de las Indias, terminada en 1542. Pero le salió al frente, irritado, otro clérigo, llamado Ginés de Sepúlveda, con quien sostuvo en 1550 un célebre debate en lo que se denominó la Junta de Valladolid. Sepúlveda justificaba la matanza alegando que los pobladores indios de América carecían de alma y eran, por lo tanto, seres inferiores que debían ser esclavizados. Bartolomé de las Casas lo refutó aduciendo que esos habitantes tenían conciencia y eran seres humanos iguales a los españoles. Para los burócratas y la sociedad española de entonces no hubo en este debate vencedor ni vencido. Pero, el Consejo de Indias, la superior autoridad para los asuntos de las colonias, dictó algunas disposiciones protectoras de los indios, mas no por compasión, sino para evitar su aniquilamiento total y preservarlos como fuerza de trabajo bajo servidumbre. Estas leyes nunca se cumplieron en América. El mismo Bartolomé de las Casas y otros clérigos que lo apoyaban proponían como alternativa al maltrato de los indios, la importación masiva de esclavos, cazados por miles en el África.

En 1935, el 12 de octubre fue designado como Día de la Hispanidad por el Ayuntamiento de Madrid [1]. Se amplió esta denominación a toda España por un decreto del 9 de enero de 1958 expedido por el caudillo Francisco Franco —responsable definitivo de la matanza de más de un millón de republicanos desde su triunfo en 1939—, y se consagró además a esa fecha como la fiesta nacional de España.

Curiosa contradicción: los días nacionales en los países de América Latina son homenajes a su independencia de España y Portugal.

El 12 de octubre evoca la audaz y trascendental gesta de Cristóbal Colón, aunque muchos cubramos con un manto de generosa comprensión la finalidad de enriquecerse y dotarse de poder que bullía en su mente al hacerse a la mar hacia lo desconocido el 3 de agosto de 1492.

A los habitantes de los países latinoamericanos, el 12 de octubre nos recuerda también el momento en que América fue incorporada a la civilización occidental, con la brutalidad de toda conquista por las armas. No nos va ni nos viene como remembranza de una hispanidad soberbia, codiciosa, santurrona y sedienta de sangre, y de su herencia en América, en la orilla opuesta de la otra hispanidad popular, sencilla, progresista y amistosa, que se quedó en España o vino después a trabajar.[2]

En la Argentina, en esta fecha, las colectividades de origen extranjero, que son muchas, se reúnen en las plazas, instalan quioscos para la venta de comidas, se alegran con sus danzas y canciones y, como argentinos, se estrechan la mano fraternalmente. Desde 2010, es para ellos el Día de la Diversidad Cultural.

Extendiendo la expresión de José María Arguedas, América es, desde aquel lejano día, el continente de todas las sangres y del mestizaje racial y cultural.

(10/10/2011)

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[[1]] Fue en mucho por la influencia de Ramiro de Maetzu, quien en su libro Defensa de la Hispanidad (1934) proponía el cambio de la denominación del 12 de octubre como Día de la Raza por la de Día de la Hispanidad.

[2 ] En una entrevista al escritor español Javier Cercas (Soldado de Salamina, su novela más conocida), nacido en Trujillo de Extremadura, una periodista peruana le preguntó: “Tú eres de Trujillo, tierra del conquistador de Perú. ¿Sabes que tenemos una ciudad con ese nombre?” Y él respondió: “Claro, aunque no he estado nunca allí. De hecho, para mi vergüenza, nunca he estado en el Perú.

 



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