MI PRIMER AMOR
(Relato en
primera persona)
Augusto Dreyer Costa
D |
urante las
larguísimas vacaciones de colegio de mi época, que empezaban en navidad y se
extendían casi interminablemente hasta fines de marzo, en el mes de febrero mi
madre decretaba la mudanza de toda la familia de nuestra casa en Puno a El
Manto, la finca que ella tenía a 5 km de la ciudad, para pasar allí unas cuatro
semanas disfrutando de la naturaleza y obligandonos a tomar leche al pié de la vaca para fortalecer
nuestra salud, algo que mi hermana y yo detestábamos.
La mudanza
incluía a Rosa la cocinera y Jesús nuestro joven mayordomo, ambos cargados de
ollas y utensilios de cocina, ropa de cama, manteles y todo lo necesario para
pasar en la finca unas largas vacaciones campestres. Temporadas que para mi
eran las más lindas y apasionantes vacaciones que podía uno podía desear.
También iba con el grupo el perrito Fifi, la mascota de la familia.
Nuestra
familia no era grande, mi madre, mi hermana y yo, el benjamín de la familia. Mi
padre no participaba de esas vacaciones familiares. El optaba por desafíos más
fuertes y prefería sus largos viajes de “estudio” como él los llamaba,
dibujando, pintando y fotografiando. Durante esos viajes mi padre recorría por
meses los lugares más recónditos no solamente del Perú sino también de otros
países andinos como Bolivia, Ecuador y Colombia buscando temas y lugares para
plasmarlos en sus cuadros y fotos.
Rosa,
nuestra cocinera, era una huérfana que desde pequeña trabajó para mi mamá, de
habla quechua y nacida en Huancané, no sabía leer ni escribir. Era gorda y bajita,
algo renegona y de pocas palabras. Muy buena cocinera sobre todo de platos
puneños como la sajta de gallina y el
chairo. También preparaba platos
“alemanes” inventados por mi padre. Jesus, al que llamabamos Chucho, empezó a
trabajar con mi mamá de joven. Era mestizo y había estudiado unos pocos años en
la infame ”Sección Indígena” del Colegio Nacional San Carlos, así que leía y
escribía en castellano y además hablaba fluidamente quechua y aymara. Era
inteligente y astuto, aprendía y hacía todo con rapidez y destreza, desde
reparar los primus hasta domar potros
en El Manto. Completamente leal a su patrona no quería al gringo alemán que había robado el corazón a su ama y no le gustaba
recibir órdenes de él. Con el paso de los años esa actitud de Jesús hacia mi
padre se convirtió en un soterrado rencor.
Rosa vestía
con pollera y chompa de lana y usaba el típico sombrero hongo puneño. Para caminar tanto en casa como en la calle usaba
cómodas y calientes pantuflas de gruesa lana. “Chucho” iba siempre bien vestido
con los ternos que
le compraba mi madre para jóven mayordomo de la casa. Para salir a la calle se
ponía su carasaco, es decir un saco
de cuero de color marrón que orgullosamente lucía en sus salidas. Mi madre
hablaba con ellos en quechua, idioma que hablaba con fluidez y les tenía mucho
cariño. Rosa y Jesús de tanto vivir y trabajar juntos acabaron durmiendo en la
misma cama, compartiendo sus vidas en una habitación que había en el patio
trasero de nuestra casa. Probablemente se casaron, pero nadie supo a ciencia
cierta si pasaron por la iglesia para tal fin hacerlo. Mis padres tampoco eran
grandes creyentes y salvo en las primeras comuniones de mi hermana y la mía,
nunca los vi entrar a una iglesia.
Jesús y Rosa estaban razonablemente bien pagados por su trabajo. Gastaban poco y con sus ahorros compraron un terrenito en la calle Pedro Vilcapaza, no muy lejos de Arco Deustua. Con el tiempo construyeron una casa pequeña pero confortable, un poco al estilo de la nuestra, vivienda a la que se mudaron cuando dejaron de trabajar para nosotros a principios de los 60,
Ese periodo de mi niñez hasta los 9 años fue probablemente el más feliz de mi vida. El Manto era un lugar precioso, de buen clima y con una fantástica vista de la bahía de Puno y parte del lago Titicaca. En febrero, los campos estaban cubiertos de verde, los sembríos de papa y otros productos del altiplano crecían aceleradamente con la lluvia, los ganados estaban gordos, la gente contenta. El enorme caserío de casi una hectárea era prácticamente un parque de diversiones para mí y mi hermana dos años mayor que yo. Los enormes colles, las construcciones y antiguas maquinarias de la época colonial para el procesamiento de plata y el arroyito que atravesaba el caserío, nos servían para nuestros interminables juegos y travesuras. Habían tres pozas de amalgamación hechas de cal y piedra, en dos de las cuales retozaban ranas, sapos y renacuajos. La más grande nos servía como una piscina de aguas heladas, necesitandose de mucho coraje para nadar en ella.
La casa de
la hacienda que nos albergaba era una larga construcción orientada hacia el
norte, por lo que todas las habitaciones eran soleadas con vistas al enorme
caserío. Era rústica pero práctica. Construida en adobe, con pisos de madera y
techo de antigua calamina gruesa patinada por los años, no era ni bonita ni
tenía lujos en su interior, pero servía
perfectamente para albergarnos durante nuestras vacaciones. En el Manto no
había electricidad pero abundaba el agua fresca de manantiales. Nos alumbrábamos
con lámparas a kerosene y velas La comida se hacía en un fogón y con bosta de
llama, en las noches, y para dormir, nos cubríamos con gruesas mantas de lana
de oveja.
En El Manto
vivían y trabajaban cuatro familias de lo que en esa época se llamaban “colonos”,
las cuales no ganaban sueldo pero tenían derecho a tener un poco de ganado y
cultivar algunas parcelas de terrenos que les permitía sobrellevar su pobreza.
Eran familias grandes y cada una tenía varios hijos de diversas edades. Cuando
llegábamos a pasar nuestras vacaciones, los niños de nuestra edad, con
curiosidad y timidez entraban al caserío para saludarnos y restablecer
amistades. A la mayoría ya los conocíamos,
algunos eran nuestros amigos de vacaciones y nos alegrábamos todos de vernos de nuevamente. El contraste
era muy grande, ellos vestían ropas viejas y muchos caminaban sin zapatos, se
notaba que no comían suficiente y que la vida era dura para ellos, tenían que
pastear los animales y hacer infinidad de labores para ayudar a sus padres. La
mayoría no iban a la escuela, hablaban entre ellos en quechua o aymara y nos
hablaban en un limitado castellano. Sin embargo la niñez lo compensaba todo y
jugábamos juntos como si no existieran diferencias alguna entre nosotros.
Entre ellos
se encontraba Natalia, una linda chiquilla quechua algo menor que yo, alegre,
de rostro risueño, cabello revuelto de color azabache e intensos ojos negros.
Vestía con una blusa desgastada, almilla
o chaqueta corta ajustada al cuerpo de rústica bayeta, pollerita de lana raída
por el uso y ojotas de llanta de
carro en sus pequeños pies. Natalia era hija de Esteban Chambilla, a quien todo
el mundo llamaba cariñosamente Estico quien era conocido por su jovialidad,
entusiasmo y su dedicación en el cuidado del ganado vacuno. Natalia, su hija,
heredó el carácter de su padre y era dulce como la miel de abejas silvestres y
alegre, grácil y delicada como un colibrí en vuelo. Era mi amiguita preferida y
siempre la buscaba para jugar y estar junto a ella.
Mi madre
aceptaba de buen agrado nuestras relaciones de amistad con los hijos de los
colonos, aunque había un par de ellos que estaban vetados de jugar con nosotros
y de entrar en el caserío por la reputación que tenían entre la gente de la
zona. Entre ellos había un chico cuyo nombre no recuerdo, que andaba con una cacha (tirapiedras) de madera en la
mano, matando con ella sapos, pájaros y cuanto animal pequeño se ponía al
alcance de su rústica arma. También se decía que torturaba a las crías de
pájaros y a las lagartijas que caían en sus manos, aunque probablemente eran
tan solo un rumor malintencionado.
Las 110
hectáreas de El Manto ofrecían infinidad de posibilidades de diversión y
entretenimiento para un niño curioso, movido y travieso como yo. El ahijadero, de buenas y tupidas pasturas
destinadas al ganado vacuno era el lugar ideal para perseguir mariposas y charchasuas (libélulas) y esconderse de
todos. Junto con mis temporales amiguitos trepábamos los roquedales en búsqueda
de las las pequeñas e inofensivas culebras y las rápidas y escurridizas jararankos (lagartijas) con las que
jugábamos un rato y cuyas colas se quedaban en nuestras manos en su afán de
escapar. Mis amiguitos campesinos me enseñaron a comer los jugosos y riquísimos
sancayos, frutos de los pequeños
cactus que crecían en las zonas secas. Me gustaba jugar con las crías de las
ovejas, también con los terneros pequeños, razón por la que algunas veces
volvía con garrapatas en el cuerpo, bichos que mi madre se encargaba de retirar
con pinzas. Con mi hermana trepábamos los longevos y enormes colles y
colgábamos rústicos columpios en sus fuertes ramas.
En las
noches, después de cenar jugábamos con nuestra madre a las damas y sobre todo
al para nosotros apasionante Ludo, que para sorpresa y alegría nuestra ella
generalmente “perdía”. Leíamos a la luz de la lámparas cuentos y libros para
niños, mi madre tocaba en el gramófono los tangos que tanto le gustaban y a
veces se ponía a bailarlos sola. Nosotros, Rosa y Jesús éramos su escaso
público, mientras que en las ventanas de la sala se podían ver las tenues
siluetas de algunos de los colonos acompañados de sus hijos que atraídos por la
música curioseaban lo que sucedía en casa de la patrona. Nos acostábamos
temprano y dormíamos como piedras en el silencio de la noche, interrumpidos
ocasionalmente por los lejanos ladridos de los perros y los cantos de los gallos
al amanecer. Algunas veces nos despertábamos sobresaltados por el estruendo de
los truenos, los destellos de los rayos y el rugir de una tormenta que pasaba
encima de la comarca.
En El Manto
existían varios socavones de la época de Malika (la noble aymara hija del cacique de
Laykakota y la princesa Inca Cusi Coyllur) y de su esposo el aventurero
andaluz José Salcedo. Se dice que en 1657, para evitar que el indeciso José Salcedo dejara
Puno en pos de fortuna en otros lados, Malika le reveló el secreto para
desaguar las minas de
Laykakota (laguna embrujada en aymara) ubicadas
debajo de una laguna interior que existía entre los cerros Cancharani y Cerro
Negro. Con la explotación de esas riquísimas minas de plata y la fundación del
Asiento Minero San Luis de Alba de Laicacota, José Salcedo y su
hermano se convirtieron
en los hombres más ricos y poderosos del Virreinato del Perú de esa época.
Tales riquezas generaron envidia y, sobre todo, gran recelo en Lima, por lo que
en 1668 el virrey Pedro Antonio Fernández de Castro, Conde
de Lemos, ordena la ejecución de los hermanos Salcedo, además del embargo de sus
bienes y la destrucción de la ciudad de San Luis de Alba. Más de tres mil
hogares fueron incendiados, el terreno de la ciudad fue asolado echándole sal,
más de cien personas fueron ejecutadas y más de dos mil fugaron del lugar. Las
tradiciones cuentan que Malika mandó anegar de nuevo las minas en venganza del
trágico final de su esposo. Se dice también que Malika logró huir a un lugar
secreto en el Cusco para librarse de la ira de los malvados españoles.
A los 8 años me enamoré de la linda
Natalia y pasaba los días ensimismado, pensando en la dulce niña, contemplando
la posibilidad de casarme con ella en el futuro. Sentimientos y sueños que
jamás dí conocer a mi amada Natalia, tampoco a nadie de mi familia por temor a
sus reacciones, menos a mis amigos en Puno ya que me hubiera vuelto el
hazmerreír de ellos.
Con el
fallecimiento de mi madre a los 48 años, la vida familiar se trastocó
completamente. Con su trágica partida la pena y la tristeza nos invadieron, con
su ausencia la alegría se esfumó de nosotros, la aflicción se instaló en
nuestras vidas. Con su inesperada partida las vacaciones en El Manto se
acabaron definitivamente. A partir de allí nuestro padre nos llevaba de
vacaciones a Arequipa, Mollendo y Lima, seguramente con el ánimo de hacernos
olvidar la pena en lugares en donde no estaban presentes los recuerdos de
nuestra querida madre. Esos viajes nunca me terminaron de gustar, el calor y
gente tan distinta a la serrana no eran de mi agrado, el comportamiento y
hablar de los limeños me parecía presuntuoso y afectado. La nostalgia por las
vacaciones de antaño era demasiado grande como para disfrutar en esos nuevos
lugares ajenos a mi querido Puno y el precioso Titicaca.
"Malika" Grabado del artista puneño Franciso Montoya Riquelme, 1944 |
En uno de los turnos que Natalia cumplía
en nuestra casa, quise hacer una broma a mi padre y hermana arañando con mis
dedos la barra de mantequilla servida para el desayuno. Rosa y Jesús de
inmediato culparon a Natalia y mi padre sin pensarlo dos veces la despidió.
Natalia dejó la casa entre lágrimas de indignación por la injusticia y nunca
más puso sus pies en ella. Yo me dejé llevar por mi cobardía y no confesé mi
estúpida trastada ni hice nada por detener el injusto despido, algo que
recuerdo con enorme vergüenza mientras
escribo de lo sucedido hace 60 años atrás.
Algunos
años después Natalia se casó con el trabajador y muy hábil albañil quechua de
la zona de El Manto de nombre José Dimas. Al poco tiempo la nueva pareja me
compró un terreno en la antigua finca en el cual construyeron poco a poco su
hogar. En 1982, con José Dimas y dos peones escogidos por él, acometí la
restauración de la antigua casona de mi madre que quedaba a un lado de la
catedral de Puno conocida como “Casa del Corregidor de Orellana” que heredé de
ella. Durante los trabajos Natalia, de cerca de 35 años, venía trayendo
recados, a veces comida, para su esposo y conversábamos un poco.
Años
después, en el año 1994, cuando yo vivía en el extranjero hice un viaje al Perú
y, por supuesto, volví a Puno en donde los visité por sorpresa en su casa en lo
que fuera un irreconocible y urbanizado El Manto. Natalia se había transformado
en una bella mujer, alegre y risueña como siempre, pero con una intensa mirada
que revelaba una personalidad segura y decidida. Seguía vistiéndose como
antaño, con pollera, blusa y almilla
de lana, complementados con un fino sombrero puneño y sandalias de cuero, todas
prendas de buena factura. Natalia y José tenían juntos algunos hijos, no me
acuerdo bien de cuantos, pero recuerdo que se les veía despiertos, saludables y
muy bien educados. Nos alegramos mucho por el reencuentro, nos tomamos unas
cervezas y hablamos de los viejos tiempos. Al despedirme de ellos, Natalia, en
voz baja para que nadie escuchara me dijo: “señor Augusto, yo no fui quien
arañó la mantequilla”.
Copenhague,
diciembre del 2024