BATALLA DE JUNIN.
SE CUMPLEN 200 AÑOS.
120 USARES
DEL PERU, CONVIRTIERON LA DERROTA EN VICTORIA, EN EL CAMPO DE BATALLA, DESOBEDECIENDO
ORDENES.
BOLÍVAR, HUYÒ
ABANDONANDO A SUS HOMBRES.
Fragmento de su libro “La épica victoria de Junín. Las huellas de nuestros sueños”.
D |
esobediencia
audaz de José Andrés Razuri. Patriotismo y valentía de Isidoro Suarez. Desprecio
de Bolívar por tropas peruanas y abandono del campo de batalla; ordena
retirada. Tres horas después, se entera de la victoria patriota
…
Siendo las
4 de la tarde de hoy, 6 de agosto del año 1824, la batalla ya está
irremediablemente perdida para el ejército patriota, integrado principalmente
por fuerzas colombianas, peruanas, argentinas, venezolanas y chilenas. Otra vez
la victoria es para el arma de la caballería española, hace centurias,
imbatible.
Pero aún se
escucha el choque de sables, el galope y el piafar de los caballos, los gritos
y quejidos de los heridos en el aire translúcido de la tarde. Es horrendo el
acezar de los que caen atravesados por las lanzas, el bronco retumbar de los
cuerpos antes ágiles que se desploman sobre la tierra. El agudo quejido de
quienes son atravesados por las espadas, y otra vez el relincho de los caballos
al escape. O de los que se doblegan descoyuntados, o abiertos por algún tajo,
hecho al quitar el cuerpo el combatiente al cual iba dirigido el sablazo.
Los
escuadrones independentistas en estos momentos siguen siendo diezmados por las
armas punzocortantes realistas, aunque algunos ya se baten en retirada. El agrupamiento
que comanda directamente el general Miller va amenguando desordenado, pese a la
bravura con que siguen luchando.
En estas
circunstancias es que el comandante Isidoro Suárez, de apenas 23 años y jefe de
los dos escuadrones que no han sido tomados en cuenta para ingresar a batalla,
pide a su ayudante de campo, el teniente José Andrés Rázuri, que solicite
órdenes concretas al General José de La Mar, acerca de las acciones que
deberían tomar.
Ya Bolívar
ha emprendido veloz carrera montado en “Palomo” su alazán blanco, huyendo desde
el altozano desde donde ha contemplado la batalla, a unirse con la infantería
que avanza a dos leguas de distancia al mando del General Sucre.
José Andrés
Rázuri se acerca apresurado al General La Mar y aun galopando le consulta:
– El
coronel Isidoro Suárez pide órdenes e instrucciones para los dos escuadrones a
su mando.
– ¡Que
huyan! –Dice a gritos La Mar– ¡Que emprendan la fuga! ¡Sálvense! ¡Escapen como
puedan!
Rázuri
espolea su caballo de regreso, bordeando el escenario de la batalla.
Le conmueve
el titubeo de nuestras banderas, que aún flamean inhiestas. Y presiente el
holocausto de los sueños más acariciados de una patria libre.
– ¿Qué
dice? –Insiste Suárez con ansiedad al verle llegar.
Las
palabras parecen habérsele atascado en su boca.
Ya terminan
de pasar los jinetes españoles persiguiendo a los grupos dispersos de patriotas
americanos.
– ¡Cuál es
la orden! –Amenaza Suárez haciendo cabriolear su caballo.
Rázuri, al
divisar otra vez cómo se escarnece a los nuestros, consciente que arriesga la
vida, cambia en su mente y después en su boca la orden. Y las palabras sin
vacilar brotan inatajables:
– Dice:
¡Ataquen como puedan! ¡Esa es la orden!
Rázuri
después de haber respondido otra vez ha vuelto los ojos al campo de batalla en
el momento en que se acuchilla a varios jinetes patriotas
Al decirlo
ha sido consciente, como ironía, que el cambio apenas distan dos sílabas, que
ni siquiera modifica totalmente una palabra completa. Pero que de repente de
ello depende la libertad de América e ineluctablemente ahora también su
destino.
Es
inminente que por ello será fusilado, sin atenuantes ni apelaciones al alterar
una orden en pleno campo de batalla, cualquiera sea el resultado que se
obtenga. El Código Militar en tal sentido es estricto.
Pero todo
sacrificio por el sueño de una patria libre vale la pena. Al final, la orden de
¡Escapen!, en el sonido, está tan cerca de: ¡Ataquen! ¡Apenas parece cambiada!
Para Isidoro Suárez la orden, tal y como ha sido anunciada, es lo que él esperaba. Y se regocija por ello. ¡Ahora es el momento de cargar!, piensa.
Por eso,
sin demora levanta su espada, investido de un fuego sagrado, tres veces la
blande en el aire, que relumbra ante sus más de cien hombres montados sobre
mulas y caballos que hieren con sus belfos espumosos el aire de la tarde.
Antes de
hincar los talones en los ijares de su corcel, se oye primero decir:
–
¡Soldados! ¡Desenvainen…! ¡Espadas!
Y luego
prorrumpe en un grito:
– ¡Húsares
del Perú! ¡Al ataque!
Cien voces
resuenan como si temblara la tierra en un grito límpido y unánime:
– ¡Al
ataque!
Pican
espuelas y arremeten con tal furor que hacen trastrabillar a todo un ejército
ya victorioso, a quien atacan por la retaguardia, y quienes ya sentían haber
ganado la batalla.
El ímpetu es
tal que no dejan jinete sobre caballo enemigo. Uno a uno va cayendo.
Ahora todo
es un bosque tupido y trabado de lanzas y sables.
El rasguito
de las espadas se oye como bordones graves, o a ratos agudos lamentos de
guitarras.
O los
gritos de quienes son cercenados o acuchillados con la espada, o atravesados
por la lanza, se confunde con los clarines sonámbulos.
El rasguito
a alas de moscas de los cuchillos entona con los tambores lejanos.
El vuelo
cortante de las espadas, cuando surcan el aire, es el mismo sonido a cuerdas de
mandolinas que se rasgan, se rompen y se callan para siempre.
Y en apenas
veinte minutos están revirtiendo la contienda.
Necochea
estaba herido y hecho prisionero y acaba de ser rescatado. Miller huía y ha
vuelto. Y en estos momentos contraataca, encerrando a la caballería enemiga
entre dos frentes.
Bolívar
emprendió la fuga, se dice que para apurar a la infantería, y ver si con ella
algo aún se puede salvar.
Pero, en
estos momentos, más bien se persiguen a las escuadras realistas. Y Canterac
deja el campo de batalla sin creer lo que sus ojos están viendo.
345 cuerpos
de jinetes del ejército realista han quedado regados en el campo de batalla.
400 caballos ensillados con todos sus aparejos pasan a manos del ejército
patriota. 17 jefes y oficiales del Ejército del Rey yacen muertos en la pampa.
80 prisioneros, entre jefes y soldados, restañan sus heridas.
No ha
habido un solo disparo, ninguna explosión que produjera humo, ninguna
detonación ha denigrado ni contaminado esta ara del sacrificio. Una ley
sacrosanta ha querido que este sea un rito y una gesta heroica.
No lo ha
mancillado el humo de ninguna detonación ni la pólvora de ninguna cobardía.
Todo ha sido zumbido de espadas. Todo fuerza del músculo y del coraje.
Ya ha
cesado el combate. Ya se detuvo la persecución.
La trabazón
ha sido feroz, tanto que la mitad de muertos patriotas en esta contienda ha
sido de los Húsares del Perú, que han quedado regados en el campo.
Algunos
cuerpos aún yacen colgados del estribo de los caballos que relinchan y se
sacuden impacientes.
Los jinetes
del ejército realista del general Canterac sobrevivientes finalmente han
emprendido la fuga más humillante durante largos siglos en que no habían sido
abatidos.
La masa de
bronce de la caballería del Regimiento Húsares del Perú, que se ha investido de
gloria esta tarde, en su gran mayoría provienen de Trujillo, Chiclayo,
Lambayeque y de la cuenca del Mantaro.
Los Húsares
del Perú es un ejército de montoneros mestizos, la mayoría cetrinos, que han
combatido en guerra de guerrillas al ejército colonial, que los teme como a
nadie.
Para que no
quepa dudas, todos visten de poncho, a ratos increíblemente colgado del hombro.
Y todos tienen un lazo envuelto que cuelga de la silla de sus caballos.
En su
mayoría usan un sombrero gacho de lana de vicuña en la cabeza.
Como armas
tienen espadas, cuchillos, lanzas o picas que manejan con increíble destreza.
Ellos ya se
han enfrentado en cientos de escaramuzas al ejército español.
Ellos
mismos se han organizado y no reciben pago alguno de nadie.
700
peruanos se han incorporado en Rancas al ejército libertador el día 3 de
agosto, es decir hace tres días. Y ellos son los que han dado la victoria.
Cuando los
primeros mensajeros han llegado hasta el refugio de Bolívar y le han dado la
noticia de la victoria este no podía creerla.
–
¡Imposible! –Ha sido la palabra más frecuente que ha salido de su boca.
Sin
embargo, el General La Mar, jefe de la división peruana ha mandado llamar al
teniente José Andrés Rázuri, natural de San Pedro de Lloc, población muy cerca
de Trujillo, sobre quien pende orden de fusilamiento, y a quien interroga.
Tras
amonestarle severamente con gesto adusto por su intolerable indisciplina, le
dice de manera tajante:
– Supongo
que usted conoce el Código Militar.
– Sí, mi
general
–
¿Entonces, que significa cambiar una instrucción en el campo de batalla?
– Pena de
muerte inminente e inapelable.
– ¿Es usted
totalmente consciente de ello?
– Sí, mi
General.
– Quiero
decirle primero que soy consciente, y todo el ejército patriota lo sabe, que a
usted se debe la victoria de esta tarde, pero ya sabe que en este tipo de
decisiones los resultados no cuentan, cualesquiera que hayan sido.
– Sí, mi
General.
–
¿Entonces? Dígame una razón.
– Si me
permite, le diré dos: La primera: Decidí arriesgar mi vida porque continúa el
complot en contra del Ejército del Perú, que se nos dejó fuera de la batalla en
nuestro propio suelo. Aludía a
que esos dos escuadrones Bolívar los había desestimado completamente. Ni los
tomó en cuenta. Los dejó en la retaguardia por olvido o por desprecio.
– Esta
aseveración agrava su situación. ¿Y la segunda?
– Vi la
huella de nuestros sueños entre la yerba y la escarcha en la pampa de Junín. Y
consideré que nuestro ejército debía seguir esas huellas.
La Mar se
queda largo rato mirándolo:
Y
levantándose de su asiento lo abrazó efusivamente. <>
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