domingo, 21 de abril de 2024

NARRADORES PUNEÑOS: HUGO ROMERO

MARTINITA

(Cuento)

Hugo Romero Manrique

Hasta que un día –siempre hay una primera vez en nuestras vidas- vino a ocurrir un hecho que no estaba escrito en mi libro: Regresé de Lima, la Gran Capital a Juli, el lacustre pueblito añorado, a disfrutar de las vacaciones de verano.

Solo un pequeño nubarrón ensombrecía el horizonte de mi felicidad: el bendito curso de Aritmética que por enésima vez tenía que llevar de cargo en el Ricardo Bentìn, mi cole ¡Qué desgracia!

Bueno, sucedió que, al llegar al pueblo, encentré todo igual que antes: la familia, los amigos, la vida apacible, la quietud aldeana del pueblecito provinciano lleno de sol, cielo diáfano y aire puro, purísimo.

Una sola novedad, sin importancia, hallé esta vez en la casa: Dos muchachas nuevas atendían los quehaceres del hogar. La una poco agraciada y medrosa como una vicuñita llamada Hilaria. La otra… francamente bonita. Bonita, alegre y coquetuela llamada Martina.

Aquel hecho no tendría nada de importante, si no fuera porque, a poco de llegar, noté que ambas me espiaban a hurtadillas, charlaban, se codeaban, reían por lo bajo, secreteaban, tratando de llamar mi atención. Aquello sólo me causaba fastidio, incomodidad. Mas cuando estaban presentes los mayores, las chiquillas andaban mudas y seriecitas, unas santas sin aureola.

Yo trataba de ignorarlas, de evitar su presencia. Por no tenerlas cerca, bajaba a desayunar temprano, junto con los mayores, pese a que, por estar de vacaciones, podía seguir retozando en cama hasta tarde.

Los días apacibles, plácidos de enero, fueron pasando rápidamente, entre ir a pelotear al atrio de la Asunción con el Serafìn, Juanito Huaco, el Lápiz Rodríguez el Pastuco o el Glicerio, mis compinches de siempre; o bien bajar al lago a bañarnos en sus aguas tibias, transparentes. Luego dábamos una vueltecita por Huaquina, para cazar kellunchos, corucutos o rabiblancas.

Por las noches, luego de cenar, volvía a encontrar a mis adúes en una banca de la plaza. Oíamos música de los parlantes del Municipio; bromeábamos, armábamos chacota o charlábamos sobre cualquier tema, como aquello de lo linda que se estaba poniendo la Mauren, o los preciosos que eran los ojos de la gatita Arce.

Al volver a casa alrededor de las diez –salvo los varones que regresaban tarde del club social- todos dormían o descansaban en sus habitaciones. Inevitablemente tenía que pasar frente al cuarto abierto de aquel par de fastidiosas imillas. Al parecer, aguardaban mi regreso ya acostadas, entre risas ahogadas y disfuerzos, tratando de llamar mi atención. Entre confuso y disgustado, me apresuraba a entrar a mi cuarto.

Esta situación se fue repitiendo casi todas las noches. Regresaba de reunirme con mis amigotes y pasaba –tratando de no hacer ruìdo- por el cuarto de las imillas, rumbo a los dormitorios del fondo donde descansaba el resto de la familia.

Hasta que una noche en que pasaba sin hacer el mínimo ruido, oí en voz baja un llamado: -¡Pist! Chuy niñito… ¿Ñuñuña muntati? (Niñito..¿quieres lactar de mis pechos?)

Era la Martina, mostrándome sus pechos desnudos, dos retazos fulgurantes de luna, dos hermosos senos turgentes que ¡ay! Nublaron por completo mi conciencia… y mi visión. Intenté caminar como ciego, como un poseso, pero me dì de bruces contra un alto trípode donde colgaban los abrigos, paraguas y sombreros. Todo se vino al suelo, provocando el incontenible estallido de risas de las traviesas imillas.

No sé cómo logré llegar hasta mi lecho, aún deslumbrado por la turbadora visión de aquella noche. No sé cómo pude acostarme, tratando de aquietar los locos latidos de mi corazón. Toda esa noche tuve… no sé si llamarlas pesadillas; porque mis sueños –ora dulces, ora agitados- estuvieron poblados de senos maravillosos, de caderas cimbreantes que giraban y giraban voluptuosamente frente mis ojos. Hasta que al fin, las primeras luces del amanecer me libraron de aquella alucinante, agridulcísima tortura…

Desperté muy tarde, fui a lavarme y bajé a desayunar cuando el sol ya estaba alto. Todo me hizo pensar que lo de anoche solo había sido producto de mi febril imaginación, o tan solo un agitado sueño y nada más. Porque la pícara Martina iba y venía de aquí para allá, cumpliendo sus tareas muy oronda, compuesta y seriecita ¡Como quién no mató una mosca!

Con la mirada baja, me hacía el distraído, somnoliento y de mala gana, cuchareaba el desayuno. Me atreví a mirarla de reojo. Recién empecé a reparar de veras en su simpática carita: ¡Cuernos! Pero que linda era. Y bien que se daba maña para a ratos mirar con ojitos inocentes –cuando estaban presentes los mayores- y con ojazos perturbadores, cada vez que estábamos a solas.

Observándola más detenidamente descubrí en sus mejillas la tenue huella de imperceptibles picaduras de viruela que en vez de afearla le añadían más bien un cierto no sé qué de encanto a su lindo rostro. Y luego al caminar… con qué gracia se contorneaba al andar. Parecía que en vez de caminar, la chiquilla ondulaba en el aire. Y el revuelo de sus polleras… la lisura cimbreante de sus caderas…¡Diosito! ¡Pero qué imilla más provocadora y linda era esa Martina…!

Los días pasaban y yo andaba rehuyendo los devaneos, las furtivas miradas de la mozuela. Si bien sus traviesas miradas no me causaban ya incomodidad, ahora... ahora andaba sintiendo una rara inquietud en el corazón. Presentía que algún suceso inevitable estaba por producirse de un momento a otro.

Jamás sospeché que aquello sucedería precisamente una tranquila noche en que, habiendo venido a casa doña Gumercinda, la curandera del pueblo para atender no sé qué asunto de urticaria, sabañones, susto o mal de ojo.

La doña se había quedado chismoseando más de la cuenta y se le había hecho tarde. Yo había vuelto de la calle, y al tiro me comisionaron para acompañarla hasta su casa.

Tú y la Martina lleven una linterna y vayan a dejar a la mama Gumercinda hasta su casa. ¡ Y no se demoren, ah!

Acaté la orden y me eché a andar detrás de la vieja y la muchacha por la plaza, la calle Lima y la cuesta de la empinada calle del Arco. Iríamos hasta el canto del pueblo, cerca de Che'ejollani, donde tenía su casa la curandera.

Mientras trepábamos la tortuosa cuesta, la Martina y yo íbamos mudos, sin cruzar palabra.

Una luna amarilla y regordeta como un queso de Paria, asomó de pronto sobre la loma de Cruz–pata, cuando llegábamos ya al portón de la casa de doña Gumer, la anciana nos dio las gracias y desapareció tras de un portón de calamina… Estando ahora solos, no sabía yo que actitud asumir, cuando sorpresivamente la sonriente cholita tomó la iniciativa.

- ¿Sabes qué? Volvamos corriendo a la casa. El que llegue último es un idiota- dijo y sin esperar respuesta, echó a correr calle abajo la imilla bandida.

Reponiéndome de la sorpresa, opté también por correr calle abajo, para enseñarle que a mí no me desafía, ni mucho menos me gana una mujer. A la luz de la luna, corrí con alas en los pies, cuidándome de no tropezar ni resbalar en el irregular suelo empedrado, con el riesgo de romperme sino el alma, cuando menos la crisma.

Como no lograba darle alcance, no me importó que la gente comentara que me vieron apretando la carrera y trotando como un venado detrás de una vicuñita. ¡Ja! Le demostraría que una mujer no desafía, ni menos puede ganarle a un machazo como yo.

Atrás quedó la tortuosa calle de El Arco, luego la transitada calle Lima. Pasamos corriendo jadeantes, la esquina de la tienda de doña Angelita y entramos de rondón como un ventarrón, en la gran plaza. Al aproximarnos a la esquina del Concejo y la calle del correo, casi pisaba yo los talones de la chiquilla.

Al doblar y correr calle abajo, me pareció que ella aflojaba deliberadamente la velocidad. Lo cierto es que, al llegar a escasos metros del portón de la casa, para evitar mi derrota, logré coger una punta de matón. Y al hundirnos en la negrura del zaguán, la imilla dio un sorpresivo giro y cayó de espaldas, rendida, detrás del viejo portón y yo cogido de su mantón, arrastrado por la inercia caí sobre ella sin quererlo (¿ o queriéndolo?) nunca lo pude entender.

Caí sobre ella, desfalleciente, completamente extenuado.

Y así quedamos un buen rato: reponiéndonos, sudorosos, jadeantes, “amontonados” el uno sobre la otra con el corazón a punto de salírsenos por la boca. Luego, poquito a poco nos fuimos recuperando de la loca, extenuante carrera.

¿Qué nos pasó después? Es algo difícil de explicar. ¿Sería el ancestral llamado del instinto, de la sangre, de la…carne? (Aquella avasalladora tentación a la que el tata Palomino hacía alusión con el ceño fruncido y duro acento en el catecismo sabatino: “Inmundo, imperdonable acto de lascivia”, “Gravísimo pecado mortal” ¡Quién todavía!, el lascivo tata cura de la parroquia)

Sería, digo, ese arrollador impulso el que nos poseyó a la dulce Martina y a mí, aquel inolvidable jueves de tentación, de deslumbramiento, embrujo… Con qué irreflexiva avidez se buscaron nuestros labios en la oscuridad, en el beso más trémulo, más intenso, más… dulce, que jamás compartí antes ni después. Era la magia eterna del primer beso, que le dicen…

Y el duro suelo de lajas de piedra del viejo zaguán se convirtió en el mullido lecho donde Martinita y yo celebramos entre asustados y anhelantes, nuestro ritual de carnal iniciación. Oleadas de ardiente sangre inundaron nuestros cuerpos. Bajo el barullo estorboso de nuestras ropas buscamos con ansias la tibieza, la tersura vibrátil de nuestra piel estremecida… Y los bisoños debutantes copulamos semidesnudos tras el ancho portón, con la sabiduría de viejos amantes; inflamados de deseo, impulsados por irrefrenable placer desesperado, que aún agonizante, anhelaba perpetuarse, eternizarse, luego de consumirse hasta el morir, para poquito a poco ir resucitando, inmensamente dichosos, después de haber hollado con pies profanos, una celeste porción del paraíso.

¿Podrán creerme? Aquel dichoso encuentro tuvo el mágico efecto de: Curar mi timidez. ¡Que insospechado, placentero modo de perder la pusilanimidad! Qué manera más bella y agridulce de extraviar – sin pena y ¡con gloria!- la menguada virginidad…

Y mientras yo perdí la timidez, la dulce Martinita de ayer perdió no solo la coqueta alegría: enredado entre besos y caricias extravió esa noche el corazón…

Al despertar al otro día al levantarme y abrir la ventana, descubrí que todo cuanto me rodeaba: los objetos más insignificantes del patio y del jardín, los arbustos y cercos de la huerta, el cercano lago, el cielo diáfano, todo, todo tenía nuevos contornos de luz, de fulgor. Si bien en el espejo mi rostro era el mismo de ayer, los mismos ojos, la misma expresión de azoramiento, ¡caramba! Supe que en adelante ya no sería el mismo, que algo de mi incipiente existencia había cambiado de golpe y porrazo para siempre.

Cuando bajé a desayunar, traté disimuladamente de buscar con los ojos a mi Martinita pero no la hallé por ningún lado. No estaba atendiendo sus acostumbrados quehaceres. Como quien no quiere la cosa, pregunté a la Hilaria por su prima. Con sonrisa misteriosa, me lanzó a la cara la noticia: ¿Que no sabes? ¡Se ha ido a su estancia para siempre y no volverá nunca más! Muy apesadumbrado, lamenté en el alma su partida... Pero ¡ay, condenada Hilaria! Me había mentido, mas eso lo sabría luego de todo un día de abatimiento: Habían enviado a Martina de comisión fuera del pueblo, para comprar flores que adornarían la iglesia el domingo. Sorpresivamente hizo su aparición al atardecer, con su florido cargamento ¡más linda que nunca! Mi corazón dio un vuelco de alegría. Desde un rincón, observando mi reacción nos espiaba con sonrisa burlona la cruel Hilaria. La odié a muerte por haber mentido, por haberme hecho sufrir. Pero mi felicidad pudo más y borró al instante toda sobra de rencor.

Fue transcurriendo febrero, con sus días de cielo diáfano, de sol ardiente, de fresca brisa lacustre... También de inesperados aguaceros copiosos, torrenciales.

Y el carnaval llegó, con su cortejo de alegres mascaritas, corso de flores, juego con agua por las calles y en la fuente de la plaza, bailes en el Club Social y el Municipio, alegres pandillas y nostalgiosos aires musicales al son de guitarras, charangos, mandolinas, al compás de tarkas, bombos y pinquillos.

Muchas tardes, al terminar ella sus tareas, nos escapábamos a la huerta a conversar y pasarla juntos. Oye, ¿por qué esa carita triste? Le pregunté una tarde... Cómo quieres púe que esté, si pronto te has de ir… Y dos lagrimas perlaron sus mejillas de durazno. Tontita, no te apenes. He de volver a buscarte el próximo verano, le dije a modo de consuelo. Pero ¡ay!... bien sabía yo que eso no podía ser; que no dependía de mí volver desde tan lejos, sobre todo ahora que mi madre retornaba a la capital.

Juli

Luego, pronto me vi entregado a la ingrata tarea de hacer maletas, de liar bártulos para volver a Lima, retornar al colegio; de verme con mi archienemiga la Aritmética, ¡ay, esa eterna signatura de cargo! Esta vez retornaba a la capital en compañía de mi madre –cosa grata sin duda- pero muy apesadumbrado por otra parte, por tener que alejarme de la dulce Martinita.

Y aquella mañana de nuestra partida, de nuestro viaje impostergable, mientras mamá y yo nos despedíamos de la familia, un hecho inusitado y sumamente triste marcó mi alejamiento del querido pueblo.

¡ Ay mamita linda! ¡Por qué pues te vas a ir! Mucho te voy a extrañar… Ay, era la inconsolable Martinita abrazando a mi madre, rogándole que no se fuera…. No llores hija, pronto volveré – trató de consolarla mi madre. Pero luego, volviéndose a un costado y bajando la voz, como hablando a solas: ¡Gua! Pero que le pasa ahora a esta chola... Cada vez que le pido un vaso de agua para mis pastillas, se demora o no vuelve con el encargo... Y ahora mírenla… hecha una Magdalena!

En el instante cruel de las despedidas, la Martinita y yo no podíamos manifestar abiertamente ante los ojos de la gente, el dolor de nuestra separación, sin llamar a escándalo. Solo mi destrozado corazón y yo, sabíamos que aquellas copiosas lágrimas supuestamente ofrendadas a mi madre, eran derramadas única y exclusivamente por mí, ¡ay! solo por mí…

El ómnibus de carga y pasajeros del Fiero Chuquimia echòse a andar. ¡Bendito sea mi gorro de piel! Con el pude cubrirme rostro para llorar, copiosamente, ardientes lágrimas de inmensa tristeza, durante interminable trecho del camino; de aquel camino que me conducía lejos, muy lejos, alejándome de la tierna Martinita y condenándome a la separación, la soledad… ¡mas no al olvido! <>

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*Hugo Romero Manrique, nacio en Juli. Reside en Lima. narrador de vasta producción, ha publicado en las revistas Alborada, Haraui, La Tortuga Ecuestre, La Manzana Mordida, Proceso, Trocha. Trinchera, etc. ¡Ganó el premio CAFAE de cuento de! Ministerio de Educación en 1988; ha obtenido dos premios internacionales: I Concurso Andino Mujer: Imágenes y Testimonio, organizado por las fundaciones Aldes, HABITierra, Sendas (Ecuador), Movimiento Manuela Ramos (Perú), con su trabajo “Nicolasa Maquera para servirle ", y en el Concurso de Cuentos La Hucha de Oro, organizado por PUNCAS de Madrid, con su cuento "El leoncito de cristal",

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