EL MIEDO EN EL PERÚ
Silvio Rendón
En EL SALMON 18MAR25
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el Perú post-fujimorista, la ciudadanía salía a protestar y el Estado
retrocedía. Así funciona una democracia: la protesta expresa un malestar, un
desequilibrio, y su resolución pasa por la negociación de acuerdos. En febrero
de 2002, el Arequipazo detuvo las privatizaciones. En junio de
2009, el Baguazo logró la derogación de la “Ley de la Selva”.
En
noviembre de 2012, el Congazo frenó el proyecto Conga. En abril de
2015, las manifestaciones contra el proyecto Tía María lograron su suspensión.
En diciembre de 2014, la movilización juvenil tumbó la “Ley Pulpín”. Y en
noviembre de 2020, las protestas forzaron la renuncia de Manuel Merino.
Sin
embargo, entre diciembre de 2022 y febrero de 2023, miles de peruanos salieron
a las calles contra la instalación del régimen de Dina Boluarte, pero esta vez
el Estado no retrocedió. Las fuerzas policiales y militares mataron a decenas
de manifestantes en distintos lugares y momentos sin que el régimen diera un
paso atrás. Prefirieron pagar el “costo social” de cometer masacres con tal de
enviar un mensaje de obstinación. Sabían a lo que se enfrentaban. Lo había
advertido un almirante convertido en congresista: “La vacancia de Castillo
va a tener su cuota de sangre. Va a haber sangre, heridos y muertos”. Y no
solo eso: en plena represión, cuando los muertos se acumulaban, voceros de la
derecha pedían aún más “mano dura”. Consideraban que Boluarte era demasiado
blanda, a pesar del reguero de cadáveres que dejaba a su paso.
Las
democracias tienen líneas que no se cruzan. Matar manifestantes es propio de
dictaduras. Por imperfecto que sea, el pacto social garantiza el derecho a la
vida. La policía no dispara indiscriminadamente a transeúntes. Y si algunos
manifestantes cometen actos vandálicos, la respuesta no puede ser la ejecución
extrajudicial. Hay protocolos policiales para el control de disturbios, sobre
los cuales abundan los ejemplos en el mundo. Pero en el Perú se asesinó a plena
luz del día con el objetivo de infundir miedo. El mensaje era claro: la gente
no tiene derechos fundamentales, ni siquiera el derecho a la vida, como en
tiempos del Perú feudal, cuando los alzados eran torturados en cepos: fuiste
esclavo, desciendes de esclavos y esclavo vuelves a ser.
El
régimen impuso su dominio por el miedo. Una vez más, vencieron a todos, pero no
convencieron a nadie. El instinto primario de supervivencia doblegó la
protesta. Las movilizaciones prosperan cuando hay esperanza de victoria, pero
el temor a la muerte y la futilidad de la lucha terminan por sofocar la
resistencia. Los sacrificios de muchos fueron heroicos y su memoria inspirará
futuras manifestaciones, pero hoy la protesta ya no es manifiesta, sino
latente. La erosión del régimen vendrá más por sus propias contradicciones
internas que por un levantamiento popular inmediato.
El
miedo como mecanismo de opresión
Según
la lectura de Kojève sobre Hegel[1], el ser humano no solo se relaciona con el mundo
objetivo, sino también con otros seres humanos, lo que genera una lucha por el
reconocimiento. En esta lucha, uno se impone como amo y el otro acepta la
esclavitud por miedo a morir. Es una simplificación del proceso histórico, pero
útil para entender la opresión de los pueblos originarios en el Perú, que
antecede a otras formas de dominación, como la explotación capitalista en la
lectura de Marx. La historia del Perú es, en esencia, la historia de su liberación
de esta opresión originaria, sostenida por el terror de las “recias muertes a
los naturales”, en palabras del cronista Cieza de León.
La
opresión y represión han sido sistemáticas. Desde el descuartizamiento de Túpac
Amaru y la exhibición pública de sus restos hasta las masacres recientes, la
brutalidad estatal ha buscado imponer un miedo duradero en la población. La
vocación de libertad ha sido sofocada una y otra vez mediante la tortura y el
asesinato, para escarmiento de quienes osaran rebelarse.
El
estado normal de una sociedad oprimida es la latencia de su rebeldía. La
injusticia genera, tarde o temprano, resistencia. Las realidades sublevantes
generan ideas y acciones de sublevación. Quienes ostentan el poder y pintan a
esta sociedad como perfecta solo pueden percibir a sus críticos como anómicos,
desadaptados, incluso como no humanos. De ahí el terruqueo: la
deshumanización por excelencia, la licencia para matar. Lo opuesto al terruqueo,
y su único antídoto, es la humanización: el reconocimiento de todos como parte
de una misma comunidad nacional. Esa es la paz que el Perú aún no ha alcanzado.
La actual política represiva es una continuación de la guerra interna por otros
medios. Falta conquistar la paz y la dignidad.
Resistencia y esperanza
Cuando
la rebeldía es reprimida, se canaliza por otras vías, especialmente la cultura.
Ante la impunidad de la violencia estatal, la resistencia se manifiesta en la
música, el arte y la tradición oral. En las comparsas de carnaval, las coplas
desafían al poder con su ingenio mordaz. Retablos, tejidos, caricaturas,
periódicos murales y teatro se convierten en escenarios de una creatividad
insurgente que el régimen no puede sofocar.
El
Perú atraviesa una etapa dictatorial de facto. Y como en todas las dictaduras,
la resistencia adopta nuevas formas. La lucha continúa en las calles, en el
arte y en la memoria colectiva. Porque ningún régimen puede sostenerse
indefinidamente sobre la sangre de su pueblo. Pero esta batalla no se gana sólo
con fuerzas sociales o políticas, definidas desde la coyuntura, sino
fundamentalmente con fuerzas históricas, definidas desde la opresión
originaria.
Volviendo
a Kojève, el esclavo acepta la dominación por miedo a morir; renuncia a su
libertad, pero a cambio sobrevive. Sin embargo, esa misma supervivencia es una
forma de resistencia. Con el tiempo, la dialéctica se invierte: en realidad, es
el opresor quien depende del trabajo del oprimido, y es este trabajo el que
transforma al oprimido, dotándolo de habilidades, conciencia y autonomía.
Mientras
el opresor se vuelve un dependiente pasivo, el oprimido adquiere la capacidad
de subvertir la relación de dominación. Así ocurrió con los esclavos
cristianizados, cuya convicción minó y finalmente derrotó al Imperio Romano. En
algún momento, el miedo deja de ser suficiente, y el esclavo — es decir, la
ciudadanía — se organiza, se empodera y desafía la estructura de dominación. En
las manifestaciones en el Perú, esta dinámica se vuelve explícita.
Como
en ningún otro país, la consigna que resuena con fuerza es: “¡Aquí, allá! ¡El
miedo se acabó!”. En esas palabras se condensa una historia de dominación
sustentada en el miedo, que, al llegar a su límite, estalla en un acto de
liberación. <.>
__________________________
[1] Alexandre
Kojève fue un filósofo francés de origen ruso. Reinterpretó la Fenomenología
del Espíritu de Hegel en sus conferencias en la École Pratique des
Hautes Études en París (1933-1939), en particular, la dialéctica del amo y el
esclavo. Su lectura influyó profundamente en intelectuales como Sartre, Lacan y
Foucault.
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