EL OCASO DE
ALBERTO FUJIMORI
Por Jorge
Rendón Vásquez
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¿Cómo explicar el caso de Alberto Fujimori?
En el 2,000, tras diez años de gobierno, volvió a postular
para un nuevo período y ganó con las justas, pero, ante la resistencia de sus
opositores, desencadenada por un primer vladivideo, se fue del Perú el 13 de
noviembre al Sultanato de Brunei y de allí al Japón, donde lo esperaban sus
valijas henchidas con los dólares extraidos del Ministerio de Economía y
Finanzas. Desde el Japón envió su renuncia a la Presidencia de la República por
un simple fax.
En el Congreso de la República, donde no tenía la mayoría
absoluta, comenzaron las deserciones en su grupo y la presidenta Martha
Hildebrant fue destituida por tratar de bloquear una investigación sobre las
cuentas de Montesinos. Con un nuevo presidente, el Congreso vacó a Fujimori por
conducta inmoral.
Así debía de haber terminado la vida política de Alberto
Fujimori, instalado en Tokio en una apasible vivienda, como nacional de este
país e inmune a toda posibilidad de extradición.
Pero no fue así.
La primera, cierta censura de la sociedad japonesa a su
conducta como gobernante del Perú, pero no por su gestión como presidente, sino
por la acusación que pesaba sobre él y que no se ignoraba en el Japón de haber
sustraido varios millones de dólares del Estado peruano. Los japoneses en
general, disciplinados y honestos, no toleran conductas como esa y lo miraban
mal, aunque se inclinaran hasta colocarse en ángulo recto cuando lo saludaban.
La segunda, el apetito del poder que no se le iba, como a
otros que no quieren irse o, si ya no lo tienen, quieren volver, como sea (Leguía,
Odría, Prado, García, Evo Morales, Maduro, por citar solo a algunos de la
vecindad). La Constitución de México, que data de 1917, con gran visión, acabó
con esta manía al prohibir la reelección del presidente de la República.
En 2005, Fujimori vacilaba aún en decidir su retorno al
Perú, por el proceso judicial que se le seguía en Lima. Es posible que hayan
intervenido entonces dos circunstancias: 1) sus patrocinadores del poder de
dinero le habrían asegurado de que él podría sobreponerse a la Justicia por el
apoyo popular que, según ellos, no había perdido, acompañado de cierta
aquiescencia de las Fuerzas Armadas; y 2) sus consejeros jurídicos, persuadidos
de que había mucha plata para honorarios, le habrían dicho que él ganaría el
proceso judicial y que si ingresaba al Perú por Chile, las autoridades de este
país no harían nada para no malquistarse con el Perú.
Fujimori pensó, tal vez, que como antes todo le había salido bien esta vez sería igual. Gracias a su perspicacia, disciplina oriental y a un poco de suerte había llegado a ser decano de una facultad y rector de la Universidad Agraria, y luego presidente de la Asamblea de Rectores, y después Presidente de la República; su volteretazo hacia el liberalismo empujado por Hernando de Soto le había salido perfecto y luego su asociación con Montesinos le había brindado el apoyo de las Fuerzas Armadas para su golpe de abril de 1992, las elecciones para la Asamblea Constituyente, y sus dos elecciones subsiguientes, e incluso su fuga al Japón podía decirse que estuvo impecable.
Esa racha debía continuar se dijo, y este fue su minuto
fatal. No pensó como japonés, sino como peruano. Y lo pagó caro el resto de su
vida.
Alquiló un avión que lo llevó desde Tokio a Santiago de
Chile adonde llegó el 6 de noviembre de 2005. En el aeropuerto lo esperaban
algunos de sus allegados quienes lo trasladaron al hotel Marriott.
La noticia corrió como un rayo.
Desde Lima, Alejandro Toledo, quien era presidente de la
República, le pidió al canciller de Chile que expulsen a Fujimori al Perú, pero
el canciller le respondió que ese era un asunto de la Justicia.
Y, entonces, el aparato judicial peruano dio curso al
trámite que debía llevar a la extradición de Fujimori, quien se había instalado
en una casa del barrio Las Condes. El proceso terminó con la sentencia de la
Corte Suprema de Chile del 21 de setiembre de 2007 por la cual autorizó la
extradición de Fujimori. Luego, un avión lo condujo a la base aérea de Las
Palmas de Lima de donde pasó a una prisión de lujo.
Se sabe lo que vino después y el contenido de la sentencia
del 7 de abril de 2009 de la Sala Penal Especial de la Corte Suprema que condenó
a Alberto Fujimori a 25 años de prisión por autoría mediata de los crímenes
imputados.
Y, en esto, Fujimori también se equivocó.
El Poder Judicial que lo condenaba no era, como quizás esperaba, el mismo que él y su imprescindible asesor Montesinos habían manipulado cuando ejercían el gobierno.
Ante lo irremediable, los capitostes políticos y del dinero,
a quienes él había servido, entendieron que ya no les era útil y que, más bien,
el apoyo de la masa de pobladores que le habían dado su voto no debía ser
desaprovechado y debía pasar a alguien de su dinastía.
Y así fue, en las elecciones de 2011, inauguraron a su hija,
una solución oportuna para ellos, puesto que no tenían otra ficha para jugarla
en el envite con la misma confianza que les había deparado su padre en la
década del noventa del siglo pasado.
Vale recordar aquí que en la Edad de Oro de la literatura
española se decía que nunca segundas partes fueron buenas. <>
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