viernes, 13 de septiembre de 2024

HILDEBRANDT OPINA SOBRE ARBERTO FUJIMORI

 EL VERDADERO FUJIMORI

César Hildebrandt

En HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 700, 13SEP24

A

ndré Bretón pidió ser conducido al cementerio en un coche de mudanzas.

Eso es lo que el fujimorismo, interpretando lite­ralmente la frase bretoniana, hará el sábado cuando un Alberto Fujimori mutado llegue a Huachipa.

Porque resulta que el hombre que se burló de la democra­cia es ahora su gran emblema. Y el presidente que instauró la corrupción como sistema es hoy el santo varón de las buenas intenciones. Y el mandatario que condecoró a los Colina y so­bornó con 15 millones de dólares a su secuaz es, transformado, el beato del neoliberalismo a la peruana.

RPP, la radio que recibió miles de dólares sacados de un ma­letín deportivo para sostener la propaganda de Keiko Fujimori, pone la voz fúnebre para contamos cómo es el velatorio, cuántas lágrimas se derraman, cómo es que Dina Boluarte y sus minis­tros acuden a consolar a la jefa de Fuerza Popular, su socia, y a Kenji, que tuvo que traicionar a su hermana para lograr el primer indulto de su adorado padre.

El gobierno decreta tres días de duelo nacional mientras algunos recuerdan que Dina Boluarte se refirió a Fujimori, en la campaña del 2021, como aquel “personaje oriental” que nos llenó de vergüenza con sus actos.

No es una tragedia griega. Es la tragicomedia que podría haber firmado Manuel Ascencio Segu­ra. Es un mamarracho escrito desde la necrofilia, esa convicción de que la muerte decreta el olvido y embellece la vida que se fue.

Fujimori pudo ser un gran presidente. Si hubiese respetado la convivencia con el Congreso, la eco­nomía se habría arreglado y el terrorismo habría sido igualmente derrotado.

El cierre del Congreso y la formación tumoral de una dictadura de afanes totalitarios fueron la creación del carácter de Fujimorí, de ningún modo “la urgencia nacional” que describieron sus escribidores.

El Congreso le había dado facultades extraordinarias en ma­teria económica y la renovada inteligencia policial, creada en marzo de 1990, ya estaba tras los pasos de Guzmán.

El autogolpe del 5 de abril fue el ejercicio de una voluntad autocrática que permitió la más grande concentración de po­der del siglo XX peruano y, como consecuencia inevitable, la corrupción generalizada.

Fujimori había tenido un dudoso comportamiento en la rec­toría de la Universidad Agraria y era un evasor de impuestos más o menos notorio. Francisco Loayza narró que la pista tributaria fue la que condujo a Vladimiro Montesinos, el traidor agente de la CIA que el Ejército había expulsado con pleno deshonor. Fujimori le pidió a Montesinos, en plena campa­ña de 1990, que le arreglara el asunto de la evasión de impuestos. Y Montesinos cumplió: borró los trazos de las 34 ventas de inmuebles que habían sido hechas sin pagar nada al fisco -contó Loayza- a quien Montesinos traicionó alejándolo del entorno de Fujimori.

Ese primer encuentro fundó la amistad socie­taria que luego, en el gobierno, se convertiría en sociedad cerrada y sin escrúpulos.

Montesinos no corrompió al régimen. Fue el régimen el que reclutó a Montesinos como gestor de una mafia dispuesta a todos los desmanes.

Y así se hizo.

Fujimori abatió la inflación y arrinconó al terrorismo, pero el costo fue la masacre de la democracia y la pudrición del país.

En su largo camino hacia el control pleno, Fujimori conven­ció a muchos de que el Perú no estaba apto para la búsqueda, siempre elusiva, de consensos y que la receta era ser Leguía y Odría, Benavides y Sánchez Cerro, todos al mismo tiempo.

La Fuerza Armada lo siguió. Y se sumergió en el mar de lodo de las compras sobrevaloradas y el presupuesto paralelo que manejó el Servicio de Inteligencia Nacional.

Fujimori no necesitó bombardear Palacio de Go­bierno para instaurar el régimen que la derecha reclamaba hace tiempo. Le bastó con demoler las instituciones que podían ser incómodas y comprar a la prensa que amenazaba con ser Ubre.

Su norma fue el pragmatismo de mala leche y su gesto recurrente fue el de la traición. Creado electoralmente por Alan García y un sector camaleónico del marxismo criollo, Fujimori representó al centro-izquierda en las elecciones de 1990. García fue su consejero electoral y diarios como “Página Libre”, del que García era el principal accionista, lo presentaron como el hombre que impediría que “la derecha vargasllosiana” sometiera al pueblo a las penurias de un ajuste brutal.

Todos sabemos qué pasó y cómo es que la izquierda boba que creyó en él hubo de retractarse y cómo fue que, a la hora del golpe, Alan García, su creador original, tuvo que huir por azoteas y cisternas.

Pero cuando ocurrió el intento de contragolpe -noviembre de 1992- el macho casi cacerista que había cerrado el Congreso y disfrazado a los jueces con un capirote, huyó hacia la embajada japonesa guiado a través de una radio por Montesinos. Fue siempre, personalmente, un hombre sin ningún sentido del honor.

La prensa, en general, le tuvo miedo. Lo prueba el hecho de que “El Comercio” sólo se atrevió a enfadarlo a fines de 1999, después de haberse tragado decenas de sapos con esteroides. Y la televisión, con pocas excepciones, expuso sus orificios y ganó mucho dinero. La radio, en general, danzó al ritmo de la chequera presupuestal.

Fujimori fue el tigre de papel que reunía todos los méritos de un estadista mientras el Perú era el cementerio de la decencia. Una cosa era el presidente que la prensa indigna creaba y otra el jefe de una pandilla que barrió con la Fuerza Armada, el Tribunal Constitucional, la Contraloría, el Poder Judicial, las entidades del sistema electoral, la Fiscalía de la Nación.

La derecha ama a Fujimori porque le sembró el país con que soñaba. El neoliberalismo se impuso en el Perú del mismo modo que triunfó en Chile: por la fuerza y con aspiración de eternidad. El resultado es este país desigual y explosivo que, corrigiendo a Raimondi, da la impresión de estar sentado en un barril de pólvora.

En estos días de mugre dilúvica el fujimorismo hereditario está asociado con un gobierno moralmente afín a su catadura. Para llegar a esta nueva alianza ha ampliado la frontera del fu­jimorismo ancestral y ha optado, abiertamente, por el crimen. Alberto Fujimori hizo uso del crimen para ampliar su poder. Keiko representa a un surtido de apetitos surgidos del hampa. La hija ha superado al padre.

Recuerdo que hace años, conversando con Susana Higuchi, tuve neta la imagen de Keiko Fujimori.

-Es una persona helada -me dijo Higuchi.

Pero eso era generosamente maternal. Keiko es gélida y anética. Incendiaría el país romanamente si eso le diera el poder que tuvo su padre, a quien usó hasta el parasitismo y a quien siempre, sin embargo, envidió.

En el canal de Angel González, el fantasma, entrevistan a fujimoristas de la calle, gente pobre que alguna vez recibió algo de lo que repartía el populismo autoritario mientras mantenía los salarios de hambre y vendía a precio de ganga las empresas del Estado.

Entiendo esas lágrimas. Si te regalan un saco de papas y das las gracias por ello treinta años después, es que eres grato y buen paisano. Si la democracia no te importa y los valores tampoco, si te da lo mismo tener garantías ciudadanas o carecer de ellas, es que el fujimorismo es tu cuna, tu hábitat, tu historia ineludible. Y Alberto Fujimori no es tu líder: es tu padre putativo.

Aita pe aitá. A Dina le salió el fujimorismo que tenía escondido

Por eso creo que junto a los funerales de Fujimori debíamos recordar que su masivo éxito significó la muerte del país que pudimos ser. La derecha lo sabe bien porque de modo consciente olvidó su linaje abandonando a Manuel Pardo para adoptar a un pícaro que terminó queriendo ser senador japonés. No han ido al velorio los Joy Way y la manga de ladrones y sinvergüenzas y defensores de asesinos que poblaron sus dos gobiernos y aquel tercero abortado gracias a un video. No ha ido, porque está en la cárcel, Vladimiro Montesinos, el megaladrón que compraba medios de prensa, congresistas y fustanes. Debía estar allí de cuerpo presente saludando al hombre que lo sacó de la ignominia para ponerlo en el basurero de la historia.

Fujimori ha muerto el mismo día en que dejó de respirar Abimael Guzmán. Es como si el destino nos hiciera un guiño, como si un Plutarco de abajo el puente nos recordara que am­bos, en el fondo, se parecían más de lo que hubieran deseado. Guzmán nos propuso el infierno. Fujimori nos instaló en ese limbo hipócrita donde las palabras se vaciaron de contenido y donde la mayoría del tercer mandato, por ejemplo, se obtuvo a punta de betos kouri y dólares en sobres de manila.

Si todos los epitafios mienten, como alguna vez dijo el artista Rodolphe Toepffer, el de Fujimori será pródigo en fábulas.

Hay gente que llora por el ex Presidente que quiso ser dic­tador. Hay familiares de víctimas de La Cantuta que aún no encuentran un cuerpo para llorar. Hay que ser un miserable para no recordar eso. <:>

 

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