viernes, 19 de abril de 2024

HILDEBRANDT COMENTA. HISTORIA POLITICA PERUANA

 HACE CINCO AÑOS

César Hildebrandt

En HILDEBRANDT EN SUS TRECE Nª 682, 19ABR24

H

ace cinco años, acorralado por las evi­dencias, Alan García se pegó un tiro en la sien.

Yo, que suelo admirar a los suicidas, no sentí aquella vez que García había sido un valiente, un fugitivo de la vida, un hombre que decide no seguir siendo porque está harto de que el sentimiento de lo absurdo lo persiga como una sombra.

Hay gente que se borra de este mundo porque no quiere hacerse más preguntas sin respuesta, porque no admite la depredación de la vejez, porque siente que el tiempo es esa noria que le chirría en la cabeza, porque está harta del goteo plagiario de los días, porque el placer se le fue de las manos.

Koestler, como Zweig, hizo un pacto con su mujer para irse al infierno después de enve­nenarse. Esos fue­ron dúos de amor triste cantados en alabanza al atajo.

Están también los que, como José María Arguedas, no resisten el rechazo porque en la niñez fueron heridos para siempre. Alfonsina Storni dio el paso después de que le diagnosticaran un cáncer, pero Virginia Woolf entró a las aguas que la devoraron en pleno goce de su cuerpo. Sylvia Plath abrió la llave del gas no porque el notorio marido la abandonara sino porque la vida era para ella un desfile de pequeños agravios. Marilyn Monroe se embutió de barbitúricos cuando, después de la fama, sus lechos y sus bisuterías, volvió a ser Norma Jeane Mortenson, la pobre chica que nunca conoció a su padre.

Hay gente que se mata por aburrimiento y hay otros que desisten porque lo vivieron todo y se dieron cuenta de que el viaje, por más variado que fuera, los había traído de vuelta al mismo andén de la partida.

Pero hay quienes se matan para escapar de sus actos.

Fue el caso de Hitler, Goering o Goebbels. Fue el caso del presidente chileno José Manuel Balmaceda, que se pegó un tiro en el pecho estando asilado en la embajada argentina. Había provocado una guerra civil que la de­recha congresal y militar ganó ensangrentando el país con más muertes que las sufridas en la guerra contra el Perú.

También están los que asaltan los dineros públicos y se matan para no ser humillados en una cárcel.

Ese fue el caso architelegénico de Robert Dwyer, el tesorero del estado de Pensilvania que se mató un día antes de que fuera sentenciado por aceptar un soborno de la empresa californiana Computer Technology Asociates. ­Dwyer alcanzó a decir estas últimas palabras: “las personas que me han llamado o escrito están molestas y se sienten impotentes. Ellos saben que soy inocen­te y desean ayudar. Pero en esta nación, la más grande democracia del mundo, no hay nada que puedan hacer para prevenir que me castiguen por un crimen que no he cometido”.

Por supuesto que lo había cometido. Y fueron tan con­tundentes las pruebas que, tras su suicidio, los cargos se confirmaron y la sentencia por soborno se ratificó. La muerte no lo salvó del oprobio. El suicidio no cerró el expediente ni impidió la vigencia de la ley.

En el caso de García, la documentación abunda. Y tiene que ver con sus dos gobiernos. Hay tes­timonios claves de quienes confesaron haber sido sus testa­ferros, signos exte­riores inequívocos, informes fiscales de los 80 y de este siglo. Y siempre hay un tren que cruza la biografía del personaje: ayer el de Sergio Siragusa, hace poco el de Jorge Barata. Es el tren de carga de una vida que pudo ser extraordinaria. Las voluntarias admisiones de Nava y Atala, amigos de su entorno, confirman la corrupción del personaje.

García se hizo millonario en el poder.

Y es una vergüenza que el Apra, el partido que fundara un hombre honrado y genial como Haya de la Torre, trate de presentar como víctima a quien se enlodó y contribuyó al desprestigio de los partidos y la política. ¿Cree el Apra que cambiará la historia presentando a compinches de García en Willax?

¡Si Haya viviera!   <>

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