lunes, 30 de enero de 2023

LA FESTIVIDAD QUE EN EL PRESENTE AÑO SERÀ RECUERDO

 MAMITA CANDELA

ESPLENDOR DE LA DANZA EN LA CAPITAL FOLCLORICA DE AMERICA

María Elena Cornejo *

EL DORADO, ed. PROMPERU abril 1975

En gran parte debido a que ahí confluyen las dos más importantes culturas an­dinas -Quechua y Aymara-, el departamento de Puno es la principal región de la danza en el Perú. Los antiguos pobladores del altiplano puneño fueron los Uros, descendientes de la etnia amazónica de los Arahuac, desplazados ha­cia las alturas posiblemente antes de la última glaciación. Los Uros fueron conquistados por los Aymarás, creadores de la gran cultura Tiahuanaco, con la que dominaron gran parte de América del Sur. Siglos más tarde, de las aguas del enorme Lago Titicaca, surgirían -según la leyenda- Manco Cápac y Mama Ocllo, dioses quechuas fundadores del Imperio Inca enviados por el dios Sol. Con la llegada de los españoles, el universo andino incorporó nue­vos elementos a su cotidianeidad creando un mestizaje complejo y cargado de símbolos que encuentran un canal de expresión a través de la danza y la música. Este año Perú-El Dorado estuvo en la más importante fiesta regional: La Virgen de la Candelaria, durante la que los lugareños se lanzan a las calles para exhibir algunas de las 273 danzas que se practican regularmente en el departamento.

 

B

ailan como pájaros, como demonios y ángeles en el campo y ante el regocijo del sol, escribió José María Arguedas a propósito de la Fiesta de la Virgen de la Candelaria, festividad cumbre del departamento de Puno. La cantidad y variedad de danzas que existen en la región es de veras impresionante. Las hay de contenido tradicional y rural (waca waca, kullawada, llamerada, wifalas, sikuris y choquelas) y más moderno y citadino (morenada, Rey Moreno, caporal). Pero la más espectacular de todas es la diablada.

Aunque no existen datos completamente fidedignos sobre su origen, la tradición oral ha legado una serie de versiones que, transmitidas de genera­ción en generación, renuevan constantemente la magia de la fiesta. Algunos estudiosos localizan antecedentes prehispánicos en los ciclos agrarios de siembra y cosecha, pero son más los que la relacionan con la actividad mi­nera de la zona.

Cjapos en la vìspera
Según una leyenda, la diablada nació en la mente afiebrada de unos mi­neros que, al cabo de varios días de encierro tras el derrumbe de la mina donde trabajaban, soñaron que un ejército enloquecido de diablos los guia­ba al infierno, a través de un camino de fuego y llamas encendidas. Agóni­cos y desamparados, encomendaron su alma a la Virgen, quien los habría mantenido con vida hasta que llegó el rescate. Desde entonces la convirtie­ron en su patrona, bautizándola con el nombre de Virgen de la Candela o Candelaria.

Hay otra versión más profana y emancipadora, que se remonta a 1781, du­rante el sitio que impuso don Diego Cristóbal Túpac Amaru al frente de 20 mil nativos, que se posesionaron de los cerros aledaños a la ciudad, dispuestos a invadirla. Los señores alarmados, sacaron en andas a su “patrona” y milagro­samente los indios regresaron a sus comunidades. Se dice que los rebeldes ha­brían escuchado que un tropel de diablos se acercaba a liberar a los sitiados, en medio del estrépito de tambores, trompetas y fuegos artificiales.

LLEGAN LOS DIABLOS

Si bien es cierto que los diablos como tales hicieron su aparición recién a la llegada de los españoles, existe una danza ancestral que podría establecerse como antecedente. Se trata del janchancho, rito de agradecimiento a aquellas entidades a las que la mitología andina atribuye residencia en los subsuelos y propiedad sobre ellos, y a quienes se honra por permitir la extracción de las riquezas de sus dominios. Durante el ritual -también vinculado a la actividad minera- los danzantes dan ofrendas a la tierra acompañados de música de zampoñas y máscaras de venados con largos cuernos, que los cristianos aso­cian con el demonio.

Alferados
Sea cual fuere la génesis de la diablada, lo cierto es que la llegada de los españoles enriquece esta danza al sumarle nuevos protagonistas. El arcán­gel, por ejemplo, que aparece a principios del siglo XVIII, es el que termi­nará presidiendo la ceremonia y ordenando las coreografías espada en ristre, manteniendo a raya a los diablos. Se incorporan también las chinas diablas, siete personajes femeninos representados por hombres que simboli­zan los siete pecados capitales. Elocuente resulta, sin embargo, la permanen­cia de ciertos elementos propios de la cosmovisión andina, como la culebra que se mantiene sobre la nariz del diablo en casi todas las máscaras y la at­mósfera pagana que reina en la Ciudad del Lago Sagrado durante la prime­ra quincena de febrero.

Este dominio de los diablos por el arcángel, que simboliza el sometimiento de una tradición por otra, no canceló los alcances míticos y rituales de la fies­ta original, simplemente los confinó a la dependencia del cristianismo a tra­vés de la Virgen de la Candelaria, dice Edwin Loza, mascarero puneño, que durante 20 años ha sido diablo y arcángel de la fiesta.

La Candelaria es una virgen pequeña, de tez muy blanca y cachetes sonro­sados. La única blanca que hace milagros a los indios, escribió en 1620 el cro­nista fray Antonio de Calancha. Su fiesta se celebra los primeros días de febrero y tiene dos fechas principales: el Día y la Octava (ocho días después). Los festejos empiezan al amanecer, con la llamada Bajada del ccapo, aunque desde la víspera visitantes y curiosos hacen guardia en el parque Pino, que huele a incienso y flores silvestres traídas desde las alturas, mientras beben ge­nerosamente preparando el alma y el cuerpo para la fecha señalada.

Mamita Candelaria y el Niño Jesús

El ccapo es una ruidosa cuadrilla de comuneros, con sus respectivas autoridades, que llevan muías y llamas cargadas de leña con la que hacen humeantes ho­gueras que prenden a su paso. El gesto es una ofrenda al apu (el espíritu del cerro) para pedir que las heladas no malogren los cultivos por cosechar.

La madrugadora comparsa, a la que se van sumando espontáneos, bailarines, curiosos y turistas, se dirige a la Plaza en medio del estruendo de retretas, co­hetes y campanas de iglesias que tocan a rebato. Las bandas interpretan con verdadero fervor y unción los marciales sones de la Marcha DE ATAQUE de Uchumayo, en recuerdo de la victoriosa batalla contra el ejército realista en las alturas de Arequipa.

Y mientras los danzarines llegan del campo para acompañar a la procesión, las andas de la Virgen de la Candelaria salen a recorrer las calles sobre los hom­bros de los notables del pueblo, designados de antemano. Detrás de la imagen se agrupan curas, acólitos, fieles, cristianos y paganos. Antes de terminar la ma­ñana, la ciudad es un hervidero de gente, olores, licores y música. Todos los dan­zantes del campo, tocados con plumas de cóndor de la cabeza a los brazos, aportan el sonido autóctono de sus tambores e instrumentos de viento, brindan­do un espectáculo aparte. Con ellos va el kusillo (bufón) o el macbu tusuq (viejito) personajes satíricos que pasan delante de la Virgen afirmando sus creencias y su concepción del mundo, singular mezcla de paganismo y religión.

FIESTA DESATADA

Después de la adoración a la Virgen, las comparsas siguen rumbo al cementerio para saludar a sus muertos. Es impresionante ver esa explanada tomada por los diablos y sus bandas de música, que no dejan de bailar ni un instante. Las tumbas sirven para tender la mesa donde se come y se bebe, y todos bailan porque basta los muertos se integran a la fiesta, dice Loza.

Las cuadrillas de la ciudad, al mando del alferado, suerte de padrino de esta efeméride mágico-religiosa, se suman a la procesión. El alferado es el en­cargado de organizar y sufragar, casi siempre con el aporte voluntario de otros entusiastas, las diversas actividades que aseguran el buen curso de la fiesta, que van desde la confección de un nuevo manto para la Virgen hasta el aloja­miento y la alimentación de los pirotécnicos que, por lo regular, trabajan des­de 30 días antes en la elaboración de los fuegos artificiales. El alferado es también el encargado de los banquetes durante las vísperas y en la Octava, y quien preside la Entrada de ceras, solemne ceremonia en la que un grupo de elegidos, portando enormes velas de sofisticado diseño y colorido, ingresa a la iglesia llevando un obsequio a la “patrona”.

Euforia en Parada de Arte Popular  Coreográfico
La Octava de la fiesta se ha convertido en el día más importante por el carácter competitivo que ha adquirido la presentación de los conjuntos de danza, que desde hace unos treinta años se dan cita en el Estadio Torres Belón. Es tal la acogida que el concurso se ha desdoblado en dos fechas: el sá­bado para las comunidades que presentan danzas típicas acompañándose con instrumentos autóctonos y el domingo para los grupos citadinos que cuentan con bandas de música y trajes de fantasía.

Por eso es conocida también como “la fiesta de los trajes de luces” por sus suntuosos vestuarios, recargados en pedrería, hilos de oro y plata, perlas, cin­tas, lentejuelas y bordados. En los últimos años, los concursantes han ido intro­duciendo variantes en las coreografías con el objeto de ganar espectacularidad.

Después de su presentación en el estadio, los danzantes ganan las calles desplegando llamativas acrobacias sin pausa ni tregua. Días y noches de bebida y baile a casi 4.000 msnm, exigen un estado físico para el que se han preparado todo el año. Se turnan las chinas-diablas, con sus -de un tiempo a esta parte- minúsculas polleras de colores; los diablos, portando máscaras de yeso o latón de hasta siete kilos y ataviados con capas borda­das que pueden superar los 15 kilos; los morenos, con sus ojos desorbita­dos y labios caídos que simbolizan los síntomas del mal de altura; los bufones, con sus abrigos tejidos en lana de oveja y coronados con cuernos; los Harneros, que representan a los pastores; y los sikuris, choquellas, ayarachis y quenacbos, cuyas inconfundibles máscaras contribuyen a dar a es­ta fiesta una impresionante variedad.

A media semana, después de la Octava, empiezan las despedidas o cacharpa­ri, ritual que anuncia el carnaval y obliga a cada conjunto a celebrar una misa y danzar en el templo. Los adioses pueden prolongarse por 10 o 15 días, según el número de conjuntos participantes. Cuando el último dan­zante se ha despedido de su “Mamita Candelaria”, ésta regresa a su altar y la calma retorna al pueblo. Aunque sólo por el tiempo necesario para que el contagiante frenesí de los diablos, que sigue hechizando a quienes visitan la Meseta del Collao, pueda volver a tomar las calles de la mítica ciudad del lago.

"Lanzamiento" pre festividad en el Teatro Nacional del Perú


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* periodista especializada en temas culturales

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