“¡OH, LIMA DE ENCANTO Y PRIMOR!”:
SUCEDIÓ UN 18 DE ENERO DE
1535
Por Jorge Rendón Vásquez
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arramblar con el oro del santuario de Pachacamac y dejarlo a buen recaudo, Francisco
Pizarro enfiló hacia el norte por el tramo del Cápac Ñan (Camino Principal),
que corresponde ahora a la carretera a Atocongo, continuada por la avenida
Marsano, la Vía Expresa y el jirón Carabaya. Lo seguían unos ochenta
mercenarios españoles y varios miles de indios auxiliares.
Mientras
avanzaban entre chacras bien cultivadas y regadas por un nutrido sistema de acequias,
los indios yungas los contemplaban pasar, asombrados y sin hostilidad. Era la
primera vez que veían a esos seres vestidos de metal, con oscuros pelos en la
cara y montados en unas bestias enormes, que a muchos les parecían que tenían
dos cabezas.
TAULICHUSCO, El viejo |
Desmontaron.
Él se aposentó en la casa de adobes del curaca Taulichusco, a quien expulsó sin
miramientos. Estaba frente a la plaza y su huerta posterior daba al río. Los
demás expedicionarios se posesionaron de las otras casas. Pizarro les advirtió que
se abstuvieran de fornicar con las indias, salvo si ellas lo consentían, puesto
que necesitaba el apoyo de sus maridos, padres y hermanos. La historia no
registra si le hicieron caso.
Tres
días después, el 18 de enero de 1535, en esa plaza fundó la ciudad a la que
llamó de Los Reyes, en homenaje a los tres reyes magos. Lo rodeaban sus
mercenarios, dos clérigos, los indios auxiliares y los nativos, que no entendían
lo que allí se decía e ignorantes de lo que estaba sucediendo. Un escribano
redactó el acta de fundación. Era una época de papeleo en España y todos los
actos públicos y privados de importancia tenían que ser registrados por un funcionario
como ese.
A
este poblado, que existía desde muchos siglos antes, sus habitantes le llamaban
Rímac, como el río de al lado, palabra que quería decir hablador. De ella
derivó el nombre posterior de esta ciudad: Lima, cuyo significado nunca dejaron
de honrar con su parloteo sus pobladores más castizos.
La
prueba de fuego para la flamante capital de los conquistadores del Perú, vino
en agosto del año siguiente, cuando las tropas de Manco Inca amanecieron en la orilla
derecha del río y encaramadas en el cerro que se denominó San Cristóbal. Eran miles
de guerreros, en su mayoría cusqueños, que insultaban y amenazaban a grandes
voces a los españoles, dando curso a su primitiva guerra psicológica. Temiendo
lo peor, Francisco Pizarro ordenó a sus mercenarios esconderse y mandó llamar a
Taulichusco. Cuando lo tuvo delante lo conminó a defenderlo. El curaca le hizo
notar que no necesitaba presionarlo, porque él y sus jefes estaban dispuestos a
luchar por quienes consideraban los salvadores extranjeros de la dominación del
Tahuantinsuyo.
Tras
una inocua escaramuza de hondazos desde una orilla y de arcabuzazos desde la
otra, la batalla comenzó diez días después, cuando los guerreros de Manco Inca cruzaron
el río, comandados por Titu Yupanqui, quien se hacía llevar en un anda. Encontraron
al pueblo desierto y, confiados en sus armas de palo y piedra y en su número,
avanzaron. De pronto, frente a ellos, apareció la caballería de los invasores
al galope. El choque fue formidable. Las espadas y las lanzas de los jinetes
despedazaron a las primeras líneas de guerreros indios. Éstos retrocedieron,
pero, entonces, otro escuadrón de caballería cargó por su retaguardia. Completó
la masacre el ingreso por los flancos de los indios auxiliares, cañaris y
yungas, que se batieron por los españoles con un extraño odio y fanatismo.
Dándose cuenta del desastre, Titu Yupanqui ordenó la retirada, pero no tuvo
tiempo de comandarla, porque un jinete se lanzó hacia su anda y lo atravesó con
su lanza. La muerte de su jefe desalentó a los guerreros indios quienes se
desbandaron y, como pudieron, cruzaron el río. El ataque de Manco Inca había
fracasado y la Lima de Francisco Pizarro se había salvado.
Quienes
no se salvaron de ser esclavizados por los españoles fueron sus aliados indios,
a quienes Francisco Pizarro repartió entre aquéllos con sus tierras, de todo lo
cual los escribanos labraron minuciosas actas.
Huaca Pucllana y gente de esos tiempos |
Cinco siglos después, Lima no puede librarse aún de su marca de fábrica. Sigue siendo la capital de los conquistadores, la ciudad de los virreyes y la audiencia, redivivos en los moradores de sus casonas, casas y departamentos, descendientes de sus primeros ocupantes hispánicos, altaneros y racistas. Pero es también, en buena parte, la ciudad de los descendientes de los taulichuscos, yungas, tahuantinsuyanos y esclavos negros, que se apiñan en las barriadas populares y, muchos, en las elecciones votan a favor de aquéllos.
Recuerdo,
entonces, los versos de una polca criolla de dos provincianos que la adoraban, de
cuyo nombre no quiero acordarme, descendientes probablemente de conquistadores
o de indios auxiliares: “¡Oh, Lima de encanto y primor, /balcón florido asomado
al mar. /Ciudad con ritmo de pasión /y gracia de tapada colonial.”
¡Qué
alienación!
Haría
falta que algún psicólogo destape la fosa de aquel pasado de violencia, crueldad
y expoliación sin límites, deje disiparse los efluvios deletéreos y exorcice a los
espectros de los lejanos personajes que fundaron Lima y siguen entreverados y
mandando en el inconsciente colectivo de una gran parte de las mayorías
populares. <:>
(Comentos, 14/1/2012)
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