domingo, 30 de julio de 2023

ASUNTOS HISTORICOS DE ALTA POLEMICA

 LA GUERRA DE RAPIÑA DE CHILE CONTRA EL PERÙ Y BOLIVIA

LA CAIDA DE AREQUIPA

El 13 de noviembre de 1883 el corresponsal en el Perú del diario "New York Herald" publicó esta nota.

«La belicosa Arequipa, famosa tanto por ser la Virginia del Perú, en dar Presidentes, como por la influencia eléctrica que ejerce en sus habitantes el funesto y des­tructor volcán llamado el Misti, que se levanta como amenaza de muerte sobre la ciudad, y también por la desesperada fiereza de los combates revolucionarios que diferentes veces se han dado en sus calles, no ha correspondido a su belicosa reputación. De ninguna manera le honra la historia de su caída. Casi a mediados del último mes, en que se supo que el Gobier­no de Santiago había determinado mandar sus conquistadores ba­tallones a Arequipa, el vicepresi­dente y almirante Montero recibió calurosas indicaciones de las auto­ridades municipales y de muchos de los principales ciudadanos de la ciudad para que desistiese de toda intención de resistencia, porque era conocida la gran repugnancia que había contra ella. El vicepre­sidente reunió a los jefes de ejér­cito y algunos de los ciudadanos más prominentes para deliberar sobre el estado de los negocios. El capitán Villavicencio y el general César Canevaro opinaron que se resistiese hasta el fin.

DE QUÉ MANERA CAE AREQUIPA

Montero, con muchos de sus oficiales, parecía estar poseído de la ilusión de que los chilenos trataban simplemente de hacer una demostración, y que no debía anticiparse ningún fuerte trabajo. Todo el ejército (3,000 hombres) fue enviado a un lugar llamado Puquina, a 15 leguas de Arequipa al mando del coronel Godines, y Arequipa quedó al cuidado de dos desmembrados batallo­nes de línea y del conjunto de la Guardia Nacional, indisciplinada y no dispuesta a entrar en filas. Godines reveló muy pronto su incapacidad. En la mañana del 24 de octubre de 1883, sus soldados fueron sorprendidos con la pre­sencia de una avanzada chilena que quietamente los miraba desde las colinas que denominaban sus posiciones, y entonces, en menos que tarda un credo, tomaron a los peruanos como blanco de sus ti­ros. Los soldados peruanos cedieron y los chilenos ocuparon tranquilamente el campo del enemigo, mientras que aquellos, con alas en los pies, corrían por el camino del Poesi, el más próximo a Arequipa, y casi revolucionados contra sus jefes incapaces. Tan pronto como llegó al vicepresidente la primera noticia de este desastre, ocurrió al método corriente de reunir al pueblo a toque de campaña, y descubrió que, en vez de los 9,000 hombres enrolados en la Guardia Nacional, solo unos 1,000 escasos respondieron al llamamiento, y aun esos descontentos, sediciosos y prontos a un alboroto.

HUIDA DE MONTERO

El coronel Llosa, comandante del 7.0 batallón de la Guardia Nacional, se presentó a su cuartel y, arengando a sus soldados, les ase­guró que Montero estaba en secre­ta comunicación con el enemigo.

No fue necesario más. Fuera de su cuartel, el séptimo batallón, sus 3 soldados recorrían las calles como unos locos disparando sus rifles a derecha e izquierda, sin acordarse de que los chilenos se acercaban, y sin cuidarse de las vidas que po­nían en peligro.

Las campanas de las iglesias fueron puestas en movimiento, se dio la señal de alarma, y el pueblo se precipitaba a la plaza. La guar­dia nacional se acercó a la estación del ferrocarril de Puno, y de allí sacó 600 rifles con municiones que estaban listos para ser tras­ladados al interior. Repartióseles inmediatamente a la multitud, y comenzó una fusilería general, dirigida no contra nadie en parti­cular, pero haciendo que las calles se pusiesen intransitables para las personas pacíficas y para las dis­puestas a combatir.

Montero y su estado mayor probaron en esas circunstancias que no les faltaba el valor. Salie­ron a la calle a caballo y, seguidos por un par de compañías de línea, se mantuvieron firmes contra la guardia nacional y el pueblo insu­rreccionado, y cambiaron algunos tiros y quemaron algunos cartu­chos hasta quedar en la plazuela de San Francisco 60 muertos; pero Montero viose obligado a huir, y el pueblo se enfureció con­tra sus débiles mandatarios.

En el suburbio de Miraflores encontró otro batallón de guardia nacional, al mando del coronel Valdivia, que aparentaba aguar­dar las órdenes del Gobierno. Montero ordenó a las tropas que formasen cuadro, y colocándose en el centro pronunció un discur­so, apelando apasionadamente a su patriotismo, no para oponerse al invasor, sino para conservar la tranquilidad dentro de los muros de su propia ciudad. Aún no había terminado el exordio de su discur­so cuando una bala le atraviesa el kepí. Esta descarga fue seguida de un fuego general de las tropas del vicepresidente y de las que lo acompañaban. Picando las espue­las a sus caballos consiguieron romper las filas, pero tres oficiales de alta graduación, a saber: el co­ronel Vélez, el mayor Velasco y el comandante Fuentes, agregados a la escolta de Montero, cayeron muertos, víctimas de la cobardía de sus compatriotas.

Montero perdió entonces toda confianza aun en el grupo de hombres que habían quedado fie­les a su suerte. Ordenó a los que todavía le obedecían que se reu­niesen en Chiguata, a cuatro leguas de la ciudad, y en la mañana del 26 les permitió que se disper­sasen; y él y unos pocos amigos personales y oficiales tomaron el camino de Puno, para cruzar el lago Titicaca e ir a Bolivia; y al fin llegaron a La Paz en donde las autoridades y el pueblo boliviano lo han recibido con la frialdad e indiferencia que se demuestra al jefe malaventurado. Después de esto, el ejército peruano quedó inmediatamente disuelto en su propia ciudad, yéndose cada cual a su casa.»

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