viernes, 21 de abril de 2017

COYUNTURA MUNDIAL

LECTURAS INTERESANTES Nº 755
LIMA PERU            21 ABRIL 2017
LAS BOMBAS MADRES
César Hildebrandt
Tomado de “HILDEBRANDT EN SUS TRECE” N°344, 21abr17 P. 12
A
 Robert McNamara, graduado en matemáticas, economía y filosofía por la universidad de Berkeley, parecía fascinarle el efecto que sobre el ánimo de las poblaciones civiles podía causar un bombardeo aéreo.
Cuando colaboró con el general Curtis LeMay, durante el último tramo de la segunda guerra mundial, se dedicó a la estadística de los vuelos aliados y descubrió que un 20% de los pilotos dejaban indemnes sus objetivos militares por no exponerse a las baterías antiaéreas que los protegían.
USA:"Madre de todas las bombas"
De modo que McNamara ajustó tuercas y tornillos y los resultados mejoraron considerablemente, aunque no tanto como él esperaba. Su fama de hombre brillante e implacable, con cuadros estadísticos siempre a la mano, empezó en esos
RUSIA: Gran bomba
años.
Distintos y mucho más exitosos eran los bombardeos multitudinarios, indiscriminados y anchurosos en los que McNamara tuvo alguna participación como asesor de LeMay.
Tras las enseñanzas de Dresde (35,000 civiles muertos) y Hamburgo (40,000), McNamara contribuyó con su talento de planificador a diseñar lo que sería el bombardeo ciudadano más esplendoroso que general alguno hubiese podido concebir.
Ese bombardeo fue el de Tokio y se realizó en una sola noche y madrugada: la del 9 al 10 de marzo de 1945. Trescientos treinta y cuatro bombarderos B-29 de la aviación estadounidense partieron de su base en las islas Marianas y arrojaron sobre Tokio un infierno bíblico de metralla y fósforo expansivo.
Cien mil fueron los muertos, el 95 por ciento de ellos civiles.
La orden de LeMay y de su equipo fue aquella noche la misma que se daba tratándose de ciudades japonesas: volar lo más bajo posible para evitar que los vientos del Pacífico desviaran las bombas. El bombardeo de Tokio redujo Guernica a ensayo diminuto y preparó al gobierno de Truman para el bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki, decisión que contó, desde luego, con la entusiasta aprobación de Curtis LeMay.
Esa experiencia en el arte sombrío de desaparecer ciudades con sus habitantes incluidos fue muy valiosa a la hora en que Robert McNamara, luego de presidir Ford Motors, encaró el desafío de Vietnam.
Convencido de que Hanoi era Tokio y Ho Chi Minh era Tojo, McNamara, secretario de Defensa nombrado por John Kennedy en 1961, planteó que esa guerra sin ideales también se decidiría desde el aire. Y aunque el napalm el mismo, los B-52 eran auténticas ma­ravillas porque podían llevar 32,000 kilos de bombas en cada incursión. Y además ahora había visores noctur­nos, bombas guiadas y todo lo que la naciente tecnología de la informática podía darle a la industria de la guerra.
MacNamara: "halcón" sin escrúpulos 
De modo que McNamara, alenta­do por el presidente Lyndon Johnson, concibió, diseñó y operó la escalada de la guerra de Vietnam. Estudioso y deta­llista, fijó 57 blancos estratégicos situa­dos en Vietnam del Norte -la mitad de ellos con población civil "colateral"- y los bom­bardeó metódicamente. Los cientos de blancos situados en territorio de Vietnam del Sur estaban fuera de la jurisdicción de McNamara y podían ser bombardeados a dis­creción por el general Westmoreland y sus je­fes de línea.
Hay que recordar que Estados Unidos jamás le declaró la guerra a Vietnam y que fue McNa­mara el hombre que, en 1964, aprobó la conspiración de Tontón, una menti­ra que consistió en hacerles creer a los estadounidenses que dos de sus des­tructores -el Maddox y el Turner Joy- habían sido atacados por torpederas norvietnamitas.
De resultas de este invento, el Con­greso de los Estados Unidos dictó la llamada "Resolución del Golfo de Tontón", que autorizó a Johnson (y a McNamara) a proceder militarmente en contra de los vietnamitas.
Pero regresemos al tema princi­pal, que era esa extraña capacidad de McNamara de imaginar el cielo puni­tivo, el diluvio infernal de la metralla. Cuando el fracaso de sus bombardeos se hizo evidente y cuando hasta su hijo, que estudiaba en Stanford, marcha­ba en contra de la guerra, McNamara renunció a su cargo y no fue a ningún Nuremberg sino que fue premiado con la presidencia del Banco Mundial.
Era febrero de 1968 y para entonces ya se había lanzado sobre Vietnam diez (10) millones de toneladas de bombas y 55,000 toneladas del llamado agente naranja, un defoliante que mató el 20 por ciento de los bosques de Vietnam del Norte e hizo inapto para la agricul­tura el 32 por ciento del territorio contiguo a la frontera entre ambos Vietnam.
Tuvieron que pasar un millón y medio de norvietnamitas muer­tos, 56,370 soldados estadounidenses aba­tidos, 18 millones de desplazados, 184,000 survietnamitas caídos en combate para que Estados Unidos empe­zara a aceptar su prime­ra derrota del siglo XX.
Y todo eso se lo debemos a Robert McNamara, un hom­bre de muchas luces que en la Florencia de los Médicis hubiera sido amigo de Maquiavelo, pero que en los tiempos de Lyndon Johnson y del brutal imperialismo yanqui tuvo que resignarse a ser jefe del Pentágono y a planear uno de los más abultados crímenes de guerra de la historia.
Lo que quiero decir es que el nego­cio de las bombas corregidoras y cuantiosas es uno viejo en la historia de los Estados Unidos.
Ahora estamos en los tiempos de Donald Trump. Estados Unidos ya no es la potencia que nos salvó del fascis­mo alemán y que en el sudeste asiático luchó aparentemente para defender la soberanía de Vietnam del Sur.
Fui uno de los cínicos que insinuó que Trump era el resultado natural del conservadorismo del Partido Repu­blicano secuestrado por el Tea Party. Me equivoqué. Es mucho más que eso.
Ahora es como si un renegado de la Confederación hubiese dado un golpe de Estado. Es como si el valet de Tra­man se hubiese hecho con el poder. Trump está demostrando vigorosa­mente ser la excreta de una sociedad decadente y de un sistema global que pone en peligro la existencia misma de la especie humana.
Trump es el Stalin de la ultraderecha. Se parece al líder soviético porque no necesita de normas para actuar. Como en el plano doméstico ve todavía recor­tadas sus facultades por el Congreso, en el plano internacional actúa al margen de la ONU y hasta de sus aliados for­males. Se siente a sus anchas arrojan­do bombas ortodoxas o experimentales y sometiéndose a lo que el mismísimo Eisenhower llegó a temer: el complejo militar-industrial que es el poder detrás del trono y al que ha enseñoreado con un colosal aumento presupuestal.
Es un matón iletrado enseñando su musculatura en una pasarela de gim­nasio plagado de rednecks.
Estados Unidos instigó el salvajis­mo musulmán del ISIS y ahora quiere borrar del mapa a Siria. Armó a la gue­rrilla profética de Afganistán, germen del movimiento talibán y padre del ex­tremismo que hoy intenta aniquilar con bombas de penetración subterránea.
El mundo de Trump es uno de chi­meneas de carbón, de países malditos y hasta suprimidos, de señoras taradas como la señora Palin, de polvaredas gigantescas causadas por las bombas, de calentamiento global negado y/o au­torizado, de portaviones machos pro­vocando a locos que merecen menos propaganda. Es el mundo de la razón destituida, del Israel blindado y casi sacro y del nacionalismo campesino que cree que los empleos tradicionales volverán cuando son los robots los que desemplean a la gente y son las riquezas desmaterializadas las que prevalecen.
Trump ama la muerte. Ojalá que ese amor sea recíproco.


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