viernes, 10 de enero de 2025

OPINION: HILDEBRANDT ANALIZA LA COYUNTURA MUNDIAL

 EL IMPERIALISMO

ESTABA VIVO

César Hildebrandt

En HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 715, 10ENE25

D

onald Trump quiere el Canal de Panamá, Canadá entera como estado adjunto, Groen­landia helada y al peso. También quiere que el Golfo de México se llame (premonitoria­mente) Golfo de Estados Unidos, que los chinos dejen de competir como lo hacen -es decir, desde el capitalismo (de Estado) más impío- y que la Unión Europea pague lo que debe por tantos años de alian­za atlántica.

Tantos años hablando de valores democráticos y globalismo liberal para que, al fin, alguien nos diga en la cara pelada que la política exterior de los yanquis consiste en co­diciar lo ajeno, robar lo que se pueda y amenazar al mundo con una pis­tola al cinto, la cara de Harry el Sucio y la ética de Capone.

Trump es Estados Unidos en pelotas: la vieja voracidad de un país que autoriza la expansión asesina de Israel porque le recuer­da la de sus ancestros. Que les pregunten a los mexicanos con memoria cómo era eso. Que se lo pregunten a los indios que John Wayne mataría otra vez en el ecran. El inminente presidente de los Estados Unidos nos hace, en el fondo, un gran favor: nos recuerda que el imperialismo norteamerica­no está de vuelta y que un gorila sin escrúpulos ha decidido desenfundar y traerse abajo el teatrín precario en el que la política yanqui intentaba, con la complicidad de una Europa acompañante, continuar la comedia.

Pobre Clinton, que hizo tanto por disimular a quiénes servía y el pobre Obama fue de puro acomplejado no llegó a ser oveja negra. Y pobre Carter, que fue el que más se acercó a los linderos de la civilización, y pobrísimo Kennedy, inventor de la fábula panamericana que mi generación estuvo a punto de tragarse. Y más pobre todavía el ahora sí difunto Franklin Delano Roosevelt, que fue el único presidente norteamericano del siglo XX en advertir qué sería de los Estados Unidos si a la plutocracia no se le ensillaba y si el Estado no dirimía a veces con cierto sesgo popular.

En 1846, a consecuencia de sus pretensiones expansionistas, EEUU declaró la guerra a México y luego anexó más de la mitad del territorio mexicano.

Algún consejero quizá le ha recordado al gorila hoy re­puesto en la presidencia que Thomas Jefferson, en 1803, le compró Luisiana a Napoleón Bonaparte por 15 millones de dólares. Ese territorio de más de dos millones de kilómetros cuadrados es el que ocupan 11 estados actuales de los Estados Unidos y costó 7 dólares por hectárea. O quizá algún com­pañero de juerga le haya hablado de aquellos bellos tiempos cuando a México le arrebataron, a punta de guerra, lo que hoy son California, Nevada, Utah, Texas y Nuevo México (más la mayor parte de los actuales territorios de Arizona y Colorado y fragmentos de las áreas que cubren Wyoming, Kansas y Oklahoma).

Trump debe haber salivado con esas memorias de la patria gran­de e insaciable. Y, además, ¿no es cierto que Alaska también les salió regalada cuando se la compraron al quebrado zar Alejandro II? ¿Y la Florida hispánica, vendida como ganga en 1819? ¿No fue que Islas San Juan salieron gratis? ¿Y no fue sencillo invadir y anexarse Hawái entre 1893 y 1898? ¿No fue una delicia lo de Puerto Rico? Para no hablar de Guam, de Islas Vírgenes, de Samoa, o de las Marianas del Norte. ¡El mundo no es un lugar para los débiles! ¡El mundo es un banquete y siempre hay hambre!

Donald Trump es el neandertal que viene en busca de la venganza y será presidente de la primera potencia militar de un mundo a la deriva marcado por varias decadencias. En primer lugar, el orden mundial surgido en 1945, y erosionado por crímenes como el que perpetra Israel desde 1948 o como aquellos surgidos de las llamadas democracias populares de Europa oriental, se ha terminado de hundir. En segundo lugar, el concepto mismo de democracia ha perecido en medio de la crisis de la representación, la corrupción y la hegemo­nía de las corporaciones. En tercer lugar, valores como la convivencia y el respeto han dejado de funcionar aun en escalas internacionales. El resultado es que hoy la desigualdad extrema se conside­ra un dato de la naturaleza y esperpentos como Milei pueden encumbrarse como abogados de las leyes vigen­tes en el Serengueti.

Vivimos el crepúsculo de una cultura de las apariencias y el embrutecimiento masi­vo. Trump es el embajador cabal de un mundo en ruinas. No importa cuánta inteligen­cia artificial le metamos a la pesadilla que vivimos, con cuántos artilugios consolemos nuestra soledad de nuevos lobos, qué otras trampas nos ofrezcan para seguir remando hacia la tempestad final.

Trump es lo que hemos hecho, lo que hemos tolerado, lo que brotó de las élites podridas y de las masas domadas por los mensajeros de la unanimidad.

Maldiciendo a los militares sublevados en la España de 1936, Pablo Neruda habló de "cenagales aguas” y "ríos de gargajo”. Es como si Sanjurjo, Mola y Franco se hubieran adueñado del mundo. <:>

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