ARTÍCULO 46°
por Cecilia Méndez
Tomando de diario LA REPUBLICA
"El
poder de Boluarte no es suyo. Dina es el epígono de una era que empezó en los
noventa y el principal instrumento de la restauración fujimorista”.
Nadie debe obediencia a un
Gobierno usurpador ni a quienes asumen funciones públicas en violación de la
Constitución y de las leyes. La población civil tiene el derecho de insurgencia
en defensa del orden constitucional. Son nulos los actos de quienes usurpan
funciones públicas.
Artículo 46, Constitución Política del Perú, 1993.
M |
e pregunta el periodista César Hildebrandt con qué
momento de la historia podría compararse el Gobierno de Dina Boluarte. Me
sorprende este lugar común, viniendo de un periodista nada común. Nunca sé qué
contestar ante esa pregunta “clásica”; mi conocimiento de nuestros gobiernos en
200 años está lejos de ser enciclopédico, tampoco soy historiadora
presidencialista (una especialidad de la Historia que existe en los EEUU…). Y
aunque si me hubiera preguntado lo mismo hace unos meses, no hubiera dudado en
decir que este tiempo se parece a fines de los ochenta e inicios de los noventa
—por el nivel de descomposición institucional y social, la violencia rampante,
la dificultad de diferenciar a un policía de un delincuente la desmoralización
generalizada, el éxodo de peruanos—, le respondí algo así como: “El Gobierno de
Boluarte no se parece a ninguno”, movida (tal vez) más por el horror que por la
certeza; por la repugnancia y virtual incredulidad que me causa — y sé que no
estoy sola en esto— el ser testigo y víctima de una degradación social, moral y
política que parece no tener fondo, abominable y perversa, de un Gobierno
que legisla para, y no contra, el crimen, lo que, en su empoderamiento,
ni siquiera tienen vergüenza de ocultar. Una degradación que no solo se expresa
en cada acto de desprecio por la vida y el bienestar de los ciudadanos,
que es la mayor obra cotidiana de este Gobierno, sino en cada gesto, silencio o
palabra.
Porque la degradación empieza con lo que la
coalición criminal que gobierna ha hecho con las palabras. Porque hoy, solo
para mencionar lo que ha trascendido más recientemente, cuando se dice “jefe de
la Oficina Legal y Constitucional” del Congreso, hay que pensar en proxeneta;
cuando se dice Congreso, en “burdel”; cuando se dice ministro de Educación, en
“ser humano que animaliza a sus semejantes” —o miserable fascista (hay
sinónimos)— y no solo el actual, que aludió a las víctimas de los asesinatos de
los que es responsable Boluarte de como ratas, sino su predecesor,
que dijo que las mujeres aimaras eran peor que animales. Hágase una pausa para
pensar lo que implican estas palabras de la boca de quien es responsable máximo
de la educación en el país, con el agravante de que siga en su puesto sin
inmutarse . Y porque, hoy, decir “discurso a la nación” no es un discurso de
interés público para los ciudadanos, sino una perorata de la presidenta para
ventilar una queja personal o justificar o negar una conducta delictiva. Como
cuando salió a quejarse indignada porque el Congreso no le autorizó un viaje a
Nueva York; o para decir que los Rolex que recibió del gobernador Oscorima no
fueron regalados sino prestados; que no se operó la cara, que todos vimos
transformada, por vanidad, sino por salud en un intento torpe, impúdico y
cínico de negar la realidad que está a la vista de todos, lo que delata sus
limitaciones narcisistas y sus propios delitos.
Cuando se la compara con algunos de sus
predecesores inmediatos, como Castillo, Vizcarra, Merino y PPK, y hasta Alan
García , todos ellos en algún momento escucharon y cedieron. Castillo se
retractó varias veces y dio marcha atrás cambiando ministros, Vizcarra
cerró el Congreso constitucionalmente y llamó a plebiscito por reformas
políticas, PPK anuló la ley Pulpín, y hasta un desafiante Alan García anuló los
decretos que ocasionaron derramamiento de sangre en Bagua. Boluarte, en cambio,
desde que empezó su Gobierno ha hecho gala de una cerrada inflexibilidad y una
actitud tiránica que no ha cambiado un ápice. Su primer acto de Gobierno fue
autorizar la masacre de peruanos y peruanas, tan jóvenes como de 15 años;
culparlos de sus propias muertes y negarlo todo hasta el día de hoy. Además de
perseguir a sus oponentes y servir de lacaya a un Congreso con el que pactó,
traicionando al expresidente Castillo, y a un fujimorismo que perdió las
elecciones y con el que hoy cogobierna junto con los otros traidores con los
que postuló como es el partido Perú libre.
Porque hay que decirlo claramente. El poder de Boluarte no es suyo. Dina es el epígono de una era que empezó en los noventa y el principal instrumento de la restauración fujimorista. Un fujimorismo que, despojado de su tecnocracia y sin un “Sendero Luminoso” del cual “salvarnos” (por eso necesita constantemente inventar “terroristas”), ha quedado al desnudo en su esencia delictiva noventera. Esta no es una opinión. Es un hecho comprobable, entre otras cosas, por las 67 modificaciones de la Constitución que el Congreso ha realizado en dos años y la seguidilla de excarcelaciones que viene sentenciando el Tribunal Constitucional de mayoría fujimorista a los condenados por crímenes de lesa humanidad, entre otros, del régimen de los noventa, gracias a las leyes perpetradas por el actual Congreso.
¿Hay remedio?
Yo creo que sí. El historiador Enzo Traverso
dijo en una reciente entrevista que “la revolución es la invención del futuro”.
Pero esta invención no es obra de intelectuales ni políticos, quienes más bien
deben escuchar a los ciudadanos movilizados desde abajo, pues la revolución es
el momento en que estos cobran consciencia de su poder.
En el Perú, este cambio pasa por dar algunos pasos
osados, empezando por el reconocimiento de lo que los movilizados contra Dina
desde diciembre de 2023 ya sabían, y decenas fueron acribillados por eso: que
vivimos bajo un Gobierno usurpador. Y que, por virtud del artículo 46 de
la Constitución, no tiene derecho de permanecer más en el poder y, por
tanto, ”la población civil tiene derecho de insurgencia”. Es
un Gobierno usurpador porque el Congreso, valiéndose de una hemorragia de
modificaciones inconsultas a la Constitución —este diario ha reportado que son
67 en dos años—, ha cambiado la estructura jurídica del Estado y viene
usurpando las tareas del Ejecutivo y otros poderes en su intento de capturar
todas las instituciones y poderes del Estado, en flagrante violación a la
separación de poderes establecida en el artículo 43.
Además, el Congreso, que fue elegido asamblea
legislativa, se ha convertido de facto en una asamblea constituyente —y
más propiamente por lo que ha trascendido, prostituyente— después de haberle
negado a la ciudadanía el derecho de convocar a una asamblea constituyente
democrática para asegurar la participación de todos.
Por último, es un Gobierno no solo usurpador sino
golpista. Porque aunque haya sido Castillo quien leyó una proclama golpista, su
golpe nunca se materializó como sí lo hizo el que perpetró y perpetra cada sí
del Congreso con el aval de Boluarte.
Al Perú, no lo van a cambiar las encuestas ni la
indiferencia. Solo la acción. <:>
___________________
Cecilia Méndez.
Chola soy. Historiadora y
profesora principal en la Univ. de California, Santa Bárbara. Doctora en
Historia por la Universidad del Estado de Nueva York, con estancia posdoctoral
en la Univ. de Yale. Ha sido profesora invitada en la Escuela de Altos Estudios
de París y profesora asociada en la UNSCH, Ayacucho. Autora de La república
plebeya, entre otros.
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