PRIMERA PARTE
PAUL MARCOY, VIAJERO, ARTISTA Y
NARRADOR FRANCÉS, DEJO ESCRITO ORIGINALES Y
CURIOSOS RELATOS SOBRE SU VIAJE
DE AREQUIPA AL CUSCO ALREDEDOR DE 1850
PASO
POR LAMPA, LLALLI, CUPI, OCUVIRI, MACARI, UMACHIRI
Recopilacion y traducción del francés por Augusto Dreyer Costa
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i la aldea de Lampa tiene un aspecto lúgubre cuando se entra en ella al caer la noche por la pampa de Cabana, tampoco ofrece una vista muy alegre cuando se sale de ella al amanecer por la puna de Llalli. Tal fue mi impresión al ver desaparecer las últimas casas de aquella capital y desvanecerse los dos cerros a los que se adosan. La puna de Llalli, que nos disponíamos a atravesar de sur a norte, es una vasta superficie suavemente ondulada, cubierta de musgo y hierba rala e interrumpida por algunas lagunas de agua en los que crecen juncos delgados, rígidos y negruzcos. Un silencio sepulcral reinaba en esta llanura, delimitada al oeste por los primeros picos nevados de la Cuesta de la Rinconada y al este por el torrente-río de Pucará. Añadiré que al caminar en medio de la puna no podíamos ver el curso del río ni las montañas, y que nuestras miradas, por más lejos que se extendieran, solo abarcaban un horizonte verdoso y poco entretenido. Dos o tres veces, Ñor Medina, inquieto por mi aire aburrido, me había dirigido la palabra, pero como en ayunas toda conversación me resulta antipática, había dejado sus preguntas sin respuesta, y el hombre, desanimado por mi obstinación en guardar silencio, se había puesto a silbar una melodía del país.
De Lampa a Llalli, la primera etapa del camino que habíamos elegido, hay tres pequeñas aldeas. Llegamos allí entre las once y el mediodía. Llalli es un conjunto de cabañas construidas con bloques de piedra cimentados con barro. De las ocho viviendas de este tipo que hay en la localidad, solo una estaba abierta; Nos detuvimos ante su umbral, que Ñor Medina quiso cruzar solo, con el pretexto de que la aparición de un hueracocha (*) como yo podía aterrorizar a los habitantes de esa vivienda y arrebatarnos la suerte que teníamos de encontrar allí almuerzo. Le dejé hacer, y un murmullo de voces acogió su entrada. Mientras prestaba atención a ese ruido, que me parecía un mal presagio y se oyeron dos gritos. Por su tono agudo, reconocí las voces de mujeres. Olvidando la recomendación que me había hecho, salté de la mula y entré en la casa, donde efectivamente se encontraban dos mujeres. Una ya era mayor, la otra aún joven. La anciana, asustada y temblorosa, cerraba apresuradamente una bolsa llena de objetos diversos, mientras que la joven, con los brazos extendidos y los ojos iluminados, parecía decirle a Nor Medina: No irás más lejos.
¿Qué pasa?, le pregunté. Se trata, me respondió, de que las dueñas de la casa nos entiendan, de obligar a estas dos mujeres endiabladas a que nos den algo de comer, y para conseguirlo, no se me ocurre nada mejor que hacerles cosquillas en los hombros con mi fuete. ¡Miserable, atrévete a mirar de reojo a estas dos mujeres! exclamé dando un paso delante del arriero y mostrándole mis puños cerrados y amenazantes. ¿No ves que estoy bromeando?, me respondió en español, que las dos indias no podían entender. En lo que respecta a las mujeres, sé muy bien que un hombre como Dios manda solo debe pegar a la suya, y lo que digo es simplemente para asustar a estas dos chismosas y ganarnos su favor. Nuestras tigresas ya han retraído sus garras: mire bien. Miré: la anciana, efectivamente, se había apoyado en un saco en una postura de cariátide, y los brazos de la joven estaban pegados al cuerpo, mientras que la expresión de su mirada se suavizaba sensiblemente.
¡Oh, ley soberana de las escrituras!, murmuré para mis adentros, la ley es dura pero ley es. ¡Y así pude ver que las dos mujeres que se abalanzaban sobre nosotros como gatas furiosas, ahora nos miran con aire tranquilo y casi sonriente. ¿Será entonces que la razón del más fuerte es la mejor, como dijo Jean de la Fontaine? Al ver el feliz resultado de su comedia, Ñor Medina se había acercado a la anciana india y, desatando la bolsa que ella había cerrado, había sacando sucesivamente un brazuelo de cordero ahumado, cebollas, pimientos secos y unos puñados de chuño o patatas heladas que la valiente mujer había intentado ocultar a nuestra vista. Ahora que se había descubierto el secreto, toda simulación era inútil, y la amenaza del fuete hacía prácticamente imposible la resistencia. Las dos mujeres ya no intentaron fingir ni resistirse. Se sentían dominadas por la situación y obedecieron con cierta elegancia. Una se arrodilló delante del hogar y avivó las brasas, mientras que la otra llenaba de agua una olla de barro y echaba desordenadamente los diversos ingredientes que componen un chupé peruano. Al sentimiento de repulsión que nuestro aspecto había provocado en las dos serranas, pronto le sucedió una conmovedora confianza. Mientras se cocinaba el chupé, nos contaron ingenuamente sus pequeñas historias. La anciana era viuda desde hacía mucho tiempo y, además, hilandera. Hilaba desde la mañana hasta la noche lana de oveja marrón, que a veces vendía a los ingenuos por lana de llama. Cada madeja de una libra de ese caytu-llama le reportaba cuatro reales. Con ese dinero, compraba en Lampa maíz para hacer chicha o aguardiente de caña de treinta y seis grados. Un puñado de hojas de coca y unos vasos de alcohol devolvían momentáneamente a la pobre mujer su juventud y sus ilusiones perdidas. Ella, nos contaba, en su lenguaje figurado, como pálidas flores que arrojaba sobre el ocaso de su triste vida. Al escucharla, me vino a la mente date lilia de Virgilio y me sentí conmovido.
A su vez, la joven tomó la
palabra para contarnos que era la nuera de la anciana, y que al igual que ella,
pasaba el tiempo hilando y compartía sus gustos íntimos. El producto de su
trabajo, que las dos mujeres gastaban íntegramente en la compra de hojas de
coca y licores fuertes, que entregaban, la una a su hijo y la otra a su marido,
quienes lo gastaban en emborracharse, era motivo de disputas con este. Como
hijo sumiso y respetuoso, el hombre no se atrevía a golpear a su madre, pero no
tenía ningún escrúpulo en golpear a su esposa con los puños cerrados. Aparte de
las nubes rojizas que a veces velaban el cielo conyugal, la india nos aseguró
que solo tenía que alabar los procedimientos de su esposo y amo. Estos detalles
locales, que anoté en mi cuaderno de notas, añadiendo algunas reflexiones
filosóficas que me inspiró la circunstancia y que completé con el retrato a
lápiz de las dos mujeres, me ayudaron a pasar sin aburrimiento los tres cuartos
de hora que tardó en cocerse el chupé. Al final de ese tiempo, nos lo sirvió en
un plato de barro y lo comimos con los dedos. Cuando vaciamos los platos, pagué
la cuenta a nuestras anfitrionas y reanudamos la marcha, llevándonos sus
agradecimientos y bendiciones.
No habíamos dado cien pasos cuando el sonido melodioso de una flauta nos llegó ayudado por la brisa. Volví la cabeza para ver de dónde venía ese acorde armonioso y vi a un chasqui que se dirigía hacia nosotros a paso ligero. El hombre tiraba de la brida de un caballo flaco, cargado con una bolsa de cuero que contenía los despachos postales. Es el correo real que va de Puno a Cuzco, me dijo mi guía. Será el correo nacional, le respondí; el correo real ha sido eliminado con la república. El arriero me miró con sorpresa y probablemente iba a pedirme una explicación por mis palabras, cuando el chasqui se nos acercó y, tras saludarnos con un golpe de su montera, nos preguntó con un tono afable para un mensajero de dónde veníamos y si íbamos a Cuzco. Mi guía respondió a su pregunta. Entonces los dos hombres comenzaron a charlar amistosamente sobre la nieve y el frío, los temerarios de la Sierra y la falta de víveres, cosas que yo ya sabía desde hacía tiempo: luego, cuando agotaron ese tema de conversación, sin encontrar nada más que decirse, se despidieron encomendándose a Dios y ofreciéndose cortésmente una pizca de hojas de coca, como dos aficionados al polvo de rapé cuando presentan su tabaqueras. El cartero solo se tomó el tiempo de cambiar su viejo chacchado por uno más jugoso y saludándonos con un movimiento ascendente y descendente de su montera se puso a trotar de nuevo, con la melena al viento.
Dos horas después de ese
encuentro, pasamos entre Cupi y Ocuviri, dos grupos de cabañas
bautizados como pueblos y tan exactamente iguales que, de noche, uno se podía
equivocar y, creyendo bajar en uno, se bajaba en el otro. A la luz del día, su
situación respectiva con respecto al camino ayudaba al viajero que caminaba
hacia el norte a reconocerlas.
Ocuviri se encontraba a su derecha y Cupi a su izquierda. Mi compañero, a quien
le hice notar la singular identidad de estas dos aldeas-refugio, cuyas puertas
estaban todas cerradas, convino en que efectivamente tenían un aire familiar,
luego añadió que el parecido, que parecía alegrarme, era precisamente lo que daba a las ciudades y pueblos del Perú el carácter especial que no tenían en las repúblicas vecinas. El hombre, sin saberlo, confesaba sus gustos noblemente clásicos y su amor por la unidad, sin la cual se dice, no hay belleza perfecta. Me guardé mucho de contradecirlo. Ese mismo día, pasamos sucesivamente por las aldeas de Macari y Umachiri, silenciosas y cerradas como las que dejábamos atrás y, al igual que estas, de una fealdad singular. A una legua de Umachiri, pasamos por delante de una apacheta en la cual un indio y su compañero que conducían un rebaño de lamas acababan de lanzar, a modo de ofrenda, el chacchado de coca que tenían en la boca. Esta forma de dar las gracias a Pachacama, el maestro omnipotente e invisible, por haber llegado sin accidentes al final de un viaje siempre nos ha parecido tan original como disgustante; pero, como, al fin y al cabo, cada país tiene sus costumbres, y todas las costumbres son respetables o deben ser respetadas, nos guardaremos mucho de criticar esta, y pasando del efecto a la causa, de la masticación al monumento, explicaremos la formación de este último.
La palabra apacheta, que no se puede fraccionar pero que se puede traducir, significa en el idioma quechua parada o lugar de descanso. Los cementerios, que los españoles llaman a veces Panteón y a veces Campo Santo, son muy apreciados por los indios, que igualmente los llaman apacheta. En cuanto a su apariencia, se trata de un montículo de piedras que un chasqui, un arriero o el pastor de llamas, que pasa y se detiene un momento para recuperar el aliento, deposita al borde del camino, no para perpetuar el recuerdo del descanso que acaba de tomar, sino como un tributo de gratitud que paga ostensiblemente al Pachacamac, maestro y creador del universo. Transcurren unos días, unos meses; un segundo indio pasa por casualidad por el mismo lugar, ve las piedras reunidas por su predecesor y se apresura a añadir otras al montón. Con el tiempo, el puñado de piedras se convierte en una pirámide de ocho a diez pies de altura, que los transeúntes, a medida que se elevaba han cementado con un poco de tierra húmeda. Cuando la obra está terminada, una mano desconocida coloca en su cima el signo de la salvación. Otra mano ata un ramo de flores. Estas flores se marchitan, se secan y son renovadas por otras manos piadosas. El mayor o menor grado de frescura de la ofrenda indica que la ruta por la que se eleva la apacheta es más o menos frecuentada por las caravanas.
Muchas veces nos hemos detenido
ante estos monumentos, no para rezar a Pachacamac, una divinidad que nos
es desconocida, sino para examinar como aficionados las flores colocadas en su
cima. Estas flores eran lirios blancos, heliconias, eritrinas de un color
púrpura intenso y amarilis rojas con rayas verdes, que crecen a la sombra de
los arbustos, en los valles orientales. Desde el lugar donde habían sido
recogidas hasta la apacheta donde las encontramos, la distancia
aproximada era de treinta a cuarenta leguas. Estos monumentos, que un erudito
europeo tomaría fácilmente por túmulos, y que un empleado de catastro los
tomaría como hitos del camino.
Se destacan menos por su carácter arquitectónico que por el sello indeleble que
les confieren las salpicaduras verdosas que los cubren literalmente desde la
base hasta la cumbrera. Estas salpicaduras no tienen otra causa que el paso
sucesivo de los indios y el acto religioso que cada uno de ellos cree realizar
al sacar de su boca la coca que mastica y lanzarla contra las paredes de la
pirámide. Al oír el ruido de nuestros pasos, el indio y su mujer, que se habían
dado la vuelta, se detuvieron en seco para vernos pasar. Todos nos miraban con
asombro, pero no dejaron de saludarnos con un alli llamanta y quitandose
la montera. Los lamas también se detuvieron, siguiendo el ejemplo de sus amos;
pero, menos educadas que estos, se limitaron a examinarnos con su mirada dulce
e impasible, sin honrarnos con ningún saludo. <>


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