SEGUNDA PARTE
PAUL MARCOY, VIAJERO, ARTISTA Y NARRADOR FRANCÉS,
DEJÒ ESCRITO ORIGINALES Y CURIOSOS RELATOS SOBRE SU VIAJE DE AREQUIPA AL CUSCO
ALREDEDOR DE 1850
PASO POR PUCARA, AYAVIRI
Recopilación y traducción del francés por Augusto Dreyer Costa
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caer la noche, llegamos a Pucará. Antes tuvimos que atravesar nueve leguas
españolas, equivalentes a doce leguas francesas, de puna. Pucará era
antiguamente un punto aislado del territorio de los indios ayaviris. Hacia
finales del siglo XII, Lloque Yupanqui, tercer emperador del Perú, tuvo
sangrientos enfrentamientos con estos nativos, que se negaban a reconocerlo
como amo y a abandonar el culto a las montañas y las cuevas que heredaron de
sus antepasados, para aceptar el culto al sol. Dicen los cronistas que Lloque
Yupanqui, habiendo logrado someterlos, construyó en el límite sur de su
territorio una fortaleza de adobe (pucara), hoy destruida, pero de la
que aún existen ejemplos bien conservados en algunos lugares del Perú. En esa
fortaleza colocó una guarnición destinada a vigilar a los ayaviris y a prevenir
sus futuras rebeliones. Cuatro siglos más tarde, en las guerras partidistas que
los conquistadores españoles libraron en el Perú, Pucará fue testigo de la
derrota del capitán Francisco Hernández Girón.
Pucará actual es un pueblo lúgubre que cuenta con un centenar de cabañas, construidas mitad en adobe, mitad en ladrillos de tierra batida (tapias) y cubiertas con la paja de la cordillera que los indios llaman ichu y los botánicos jarava. No tiene otros atractivos que su iglesia, relativamente grande y caracterizada por dos campanarios cuadrados con frontón triangular de madera y adobe; su río, que, a falta de puente, se cruza sobre troncos de junco en época de crecidas, y la feria que se celebra allí cada año en diciembre. Esta feria es, junto con la de Vilque, una de las más importantes del Perú. En ella se venden mulas casi salvajes, traídas de todas las provincias del Alto y del Bajo Perú, y que el caballerizo doma in situ antes de entregarlas al comprador. Al abrigo de toldos, biombos y cajones transformados en tiendas y decorados con cortinas de calicó y recortes de papel pintado, brillan, relucen, resplandecen, ondulan y se exhiben las joyas, verdaderas y falsas, la porcelana y la loza, la gres y el cristal, las telas y las sedas, los tejidos de lana y algodón, y todos los diversos artilugios que la cuchillería, la ferretería, la bisutería y otras ramas de la industria europea inventan y fabrican a diario para acelerar la marcha de la locomotora humana en el ferrocarril de los caminos de aquí abajo.
En medio de este vasto bazar, Babel comercial e industrial a cuya construcción han contribuido todas las naciones del mundo con su granito de arena, aunque sea piedra de desecho, es cierto. Juegos de moula, bolos y pignola, marionetas, prestidigitadores y saltimbanquis de aspecto grotesco y cuyas artimañas son evidentes, atraen a su alrededor al público ilustrado de las ciudades y hacen que los indios de las sierras se queden boquiabiertos de admiración.Vendedores de pasteles, frutas y sorbetes, friteros de ambos sexos se estacionan en los lugares más frecuentados o circulan entre los grupos, gritando, gesticulando, alabando en todos los tonos su mercancía y, a veces, limpiando con un trozo de su camisa el plato o la bandeja en la que está expuesta dicha mercancía; Cada choza del pueblo, taberna y mesón durante el día, se transforma por la noche en salón de baile. Esta transformación se lleva a cabo con la sencillez y rapidez de un cambio de decorado a la vista en un teatro bien engrasado. Se retiran las mesas, se pegan dos velas a las paredes, se sustituye la olla por una guitarra y los bailes continúan hasta la mañana siguiente. Durante los quince días que dura la feria, los ecos de la puna, acostumbrados a repetir solo el balido de los rebaños y los suspiros del viento, resuenan con el redoble de los tambores, la fanfarria de las cornetas, el mugido cavernoso de los pututus y cuernos de carnero, los acordes melódicos de la quenya y el pincullu, dos tipos de flautas. Y del charango. La guitarra nacional de tres cuerdas que los indígenas fabrican ellos mismos con media calabaza, a la que adaptan un mástil y cuerdas de tripas de gato. Los gritos de la multitud, los ladridos de los perros, los relinchos de los caballos y las mulas, el crepitar de las frituras y el arder de las hogueras encendidas al aire libre, forman parte de ese salvaje concierto. Lo que ambos sexos consumen de carne de vacuno, ovino, llama, aves y cerdos de india durante esta quincena bastaría para abastecer anualmente a un Ducado de Alemania. En cuanto al aguardiente que beben, es difícil precisar la cantidad con cifras exactas, pero, evaluándose aproximadamente, se puede suponer que proporcionaría cada día el triple de la ración a la tripulación de una flota durante la duración de un viaje de circunnavegación.
Ningún cuadro de ese tipo se nos ofreció al llegar. Era el 8 de julio, y la época de las saturnales de feria aún estaba muy lejos. Algunos agujeros que habían servido para plantar postes o pértigas, huesos de buey y oveja limpiados por los gallinazos, y ni siquiera los rastros negros en el suelo dejados por el fuego de las hogueras, eran los únicos que señalaban el campo de feria y el teatro de la fiesta. La multitud y el ruido se habían desvanecido como un sueño, y el silencio había vuelto a apoderarse del lugar. Así pasa la gloria del mundo, me dije al bajar del caballo frente a la oficina de correos donde íbamos a pasar la noche. A cambio de dinero en efectivo, nos cedió sin demasiada dificultad un trozo de carne de res secada al sol (charqui) y algunas patatas heladas. El agua del río Pucará nos sirvió para saciar nuestra sed. Después de la cena, uno de los indios de la posada, al verme garabatear unas líneas en mi libro de viaje, se imaginó que yo no podía ser más que un sabio y un brujo, ya que en estos pueblos ingenuos, la ciencia y la brujería son sinónimos. Me preguntó si no tenía en mi bolsa de artilugios algún remedio que pudiera curar o aliviar al jefe de la posada, que yacía en la habitación contigua. Me informé bien sobre la naturaleza del mal que padecía. El indio, sin saber cómo llamar a la cosa, hinchó las mejillas como globo y me las mostró con un gesto cómico: ¡Como esto!, me dijo. Comprendí de inmediato que se trataba de una inflamación, un tumor, un absceso cualquiera, y le pedí al inteligente hombre que me llevara hasta el enfermo, al que encontramos acostado en un jergón y envuelto en una manta de lana. Una de sus mejillas estaba tan hinchada que el ojo había desaparecido por completo. Esa violenta tensión de la piel, al desplazar la nariz y contraer la boca, había desfigurado tanto al pobre hombre que me pareció ver una de esas máscaras de goma cuyas muecas se pueden variar a voluntad apretándolas con los dedos. Solo que la mueca de este era permanente.¿Qué remedio le recetas?, me preguntó el indio. Por el momento, respondí, no veo nada mejor evitar que a tu enfermo le dé el aire y aplicarle en la cara una cataplasma de hojas de malva o miga de pan cocida en leche. El indio me miró con aire burlón. Con pan y leche, me respondió, en nuestra tierra hacemos papilla para las huahuas y no un remedio para los hombres. ¿No tienes nada mejor que proponerme? Absolutamente nada, dije. En ese caso, tengo un remedio mejor que el tuyo. Aplícalo pues, le dije al individuo, dándole la espalda y dejándolo junto al enfermo, cuyo aspecto no era nada alentador. Un momento después, mientras me hacía una cama con los pellones de mi silla de montar, vi entrar al indio con un plato de barro que colocó sobre el fuego y en el que puso a hervir un trozo de sebo o grasa, hojas de coca pulverizadas y una pizca de ceniza del fogón; lo removió todo con un trozo de madera y, cuando le pareció que la mezcla estaba en su punto, la vertió en un cuenco que llenó de chicha. ¿Qué estás haciendo ahí? le pregunté. Es mi remedio, me respondió con gravedad, ¿y cómo se aplica tu remedio,? Le daré la mitad al enfermo para que la beba y le lavaré la cara con la otra mitad. Hazlo, mi muchacho, le dije, y que tu remedio surta el mayor efecto posible me acosté y me dormí murmurando las palabras de Cristo: “Perdónalos, Padre mío, porque no saben lo que hacen”. Al día siguiente, me informé con el indio sobre el estado del maestro de postas: "Está mejor", me respondió. Como, en mi opinión, esa mejora no podía resultar de la aplicación del remedio que había visto preparar el día anterior, pensé que Dios había escuchado la oración que había hecho antes de dormirme, y me alejé de la posta de Pucara glorificando el nombre del Eterno y cantando sus alabanzas. <>

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