EPILOGO AL LIBRO GLOSAS CAROLINAS
COLEGIO NACIONAL SAN CARLOS DE PUNOEl libro,
cuyo autor es el notable desaparecido poeta y escritor puneño EMILIO VÁSQUEZ CHAMORRO,
conspicuo y destacado integrante del legendario Grupo Orkopata, ha sido originalmente
editado y publicado por el Instituto Puneño de Cultura IPC. Lleva el Prólogo de
Emilio Romero. En su contenido, cuenta también con un Epílogo cuyo autor es
José Luis Velásquez Garambel, quien prima
fascie advierte: “El libro aborda hasta el cierre de la vieja casona, no
busca enconar discursos chauvinistas. En suma, es un libro que trata de un
colegio que une su historia a la historia de Puno”. Trascribimos el Epilogo en mención:
José Luis Velásquez Garambel
Las instituciones nacen como las semillas: con una
esperanza callada y una promesa en la sombra. El Colegio Nacional de San Carlos
de Puno, creado en 1825 por el gesto visionario de Simón Bolívar, no fue
únicamente un proyecto ilustrado en medio del naciente sueño republicano, un
paso de la vida y costumbres coloniales a la ilustración y las libertades que
implicaba un liberalismo naciente; altar erigido al conocimiento en un
territorio donde el clero había dominado con sus dogmas, donde el viento de los
Andes susurra lenguas antiguas y la historia se escribe con sangre y coraje.
América Latina, antes de ser una geografía, fue un
sueño. Y como todo sueño fundacional, nació herido por contradicciones: la
herencia y la ruptura, el barroco y la utopía, la imitación y el deseo de
autenticidad. En ese cruce ardiente de espejismos y esperanzas apareció un
hombre singular, inclasificable, casi delirante para sus contemporáneos y
profundamente lúcido para la historia: Simón Rodríguez, el maestro que no
enseñaba, sino, que encendía la antorcha del conocimiento como símbolo de
libertad. Su pensamiento fue menos una doctrina que una llama. Y como toda
llama verdadera, no buscó iluminar a los obedientes, sino incendiar a los
valientes, y precisamente fue esa llama la que encontró en Puno una tea
latente.
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Aproximadamente década de años 20 del siglo XX |
Rodríguez entendía que la independencia política
—ese estallido que en 1821 transformó a virreinatos en repúblicas— no bastaba.
Había que liberar también la mente. Y para ello, había que comenzar por la
infancia. La educación debía ser el acto inaugural del nuevo orden: una
pedagogía de la creación, no de la imitación. “O inventamos o erramos”,
escribió con una lucidez que sigue resonando como advertencia. No se trataba
solo de fundar repúblicas, sino de fundar repúblicas interiores, repúblicas del
espíritu y la conciencia: consciencias capaces de pensar, disentir e imaginar.
En este contexto, su llegada al Perú, llamado por
el propio Bolívar, no fue un gesto burocrático. Fue una continuación del
proyecto emancipador, pero desde otro frente: el del aula. Fundó colegios en
lugares donde solo había olvido, en ciudades que aún arrastraban el peso
colonial en sus plazas y sus rezos. El Colegio de Ciencias y Artes en el Cuzco,
el Colegio Nacional de Junín, y su influencia indirecta en proyectos como el
Colegio Nacional de San Carlos en Puno, no fueron simples instituciones: fueron
laboratorios de futuro.
Su método era radical porque era humano. Rechazó
la memorización mecánica, el dogma, el castigo. Propuso el diálogo, el trabajo
manual, la observación del mundo real. Quería que los niños aprendieran leyendo
y también sembrando, discutiendo y también construyendo. En una época donde la
escuela era imitación de la Europa ilustrada, él proponía una pedagogía
americana, nacida de su propio barro y su propio cielo. Rodríguez no quiso ser
espejo: quiso ser semilla.
Políticamente, su educación era inseparable del
pueblo. Y el pueblo, para él, no era un abstracto romántico, sino un conjunto
de hombres y mujeres sin acceso al poder, al saber ni a la palabra. Educar al
pueblo significaba darle lenguaje y juicio, historia y memoria, herramientas y
sueños. Esa era, en el fondo, su más peligrosa propuesta: que los pobres
pensaran. Que no solo obedecieran, sino que preguntaran por qué.
Su estilo, como su pensamiento, fue libre hasta el
exceso. Usaba grafías alteradas, rompía reglas gramaticales, inventaba signos y
sentidos. No era excentricidad, era un grito tipográfico: la forma también
debía rebelarse. Rodríguez escribía como quien atraviesa un desierto para
buscar agua en una tierra sin mapas.
Hoy, su figura es un fuego subterráneo. Apenas
mencionado en los manuales, cuando debería ser uno de nuestros arquitectos
invisibles. Porque comprendió algo que seguimos olvidando: sin educación
liberadora, toda república es una promesa traicionada. Y toda escuela que no
transforma es apenas una extensión del silencio.
Simón Rodríguez fue, ante todo, un sembrador. Y su siembra no buscaba frutos inmediatos. Sembraba para un siglo que no era el suyo. Sembraba con palabras que parecían locura; pero eran, en el fondo, la cordura que nos faltaba. Su paso por el Perú no fue una anécdota en la biografía del maestro de Bolívar; fue un capítulo secreto en la historia de la dignidad. Como todo verdadero maestro, no fundó sólo escuelas: fundó conciencias.
Este libro de Emilio Vásquez, que es a la vez
crónica, elegía y homenaje, nos conduce por los corredores de una historia que
no está hecha solo de fechas ni de retratos al óleo, sino de voces, pulsos,
silencios y resistencias. Su andar por las décadas no es una ruta lineal hacia
un destino fijo, sino una Ítaca que cambia de rostro en cada rectorado, en cada
incendio social, en cada reencuentro con los carolinos que sembraron su palabra
en la educación, la política o la poesía.
Los rectores, que en otros libros serían apenas
nombres en lista, aquí cobran cuerpo y espíritu. Fueron guardianes de la llama
en tiempos de asedio, soldados del saber durante las convulsiones de la
Confederación Peruano-Boliviana, y vigías en la penumbra cuando la guerra con
Chile dejó las aulas al borde del abandono. Vásquez los retrata con la
fidelidad de un monje y la ternura del discípulo. Porque este colegio, más que
un edificio, fue una trinchera de ideas en medio de un altiplano que supo
"resistir para no renunciar a la ternura".
El siglo XIX fue para el altiplano peruano un
escenario de persistencia, rebelión y memoria. Mientras Lima celebraba la
independencia bajo la sombra ilustrada de Bolívar y San Martín, y mientras se
reorganizaban las estructuras formales del poder republicano, en el altiplano
se desplegaba otro tipo de historia: menos documentada, más desgarrada, y sin
embargo, profundamente activa. Los movimientos indígenas del sur andino
—particularmente en Puno, Cusco y partes de Arequipa y La Paz— no fueron simples
remanentes del mundo colonial, ni tampoco reacciones aisladas frente al nuevo
orden criollo. Fueron, más bien, formas específicas de lucha política,
portadoras de una racionalidad propia, y expresión de una cultura política
alternativa a la impuesta desde el centro.
Desde la muerte de Túpac Amaru II en 1781 hasta las primeras décadas del Perú republicano, el altiplano no fue un espacio pasivo. Por el contrario, fue una región en estado de beligerancia crónica, donde la memoria de la insurrección se mantuvo viva como semilla bajo la nieve. Las comunidades indígenas, lejos de aceptar pasivamente las transformaciones republicanas, reinterpretaron el nuevo lenguaje político a la luz de sus propias demandas históricas: restitución de tierras, respeto a la autoridad comunal, abolición del tributo indígena, y justicia frente a los abusos del gamonalismo.
Los levantamientos de Juan Bustamante en la década
de 1860, por ejemplo, son una muestra de esta mezcla entre modernidad y
tradición. Bustamante, mestizo ilustrado y autonomista radical, hablaba tanto
el castellano de la república como el quechua de las comunidades. Su lucha se
planteó como una defensa de los pueblos indígenas frente al abuso de los
grandes hacendados y autoridades corruptas. Aunque su discurso se movía dentro
de los marcos del liberalismo de su época —con énfasis en los derechos civiles
y la ciudadanía—, en su base articulaba un contenido profundamente comunitario,
territorial y culturalmente indígena.
Más allá de los casos individuales, el siglo XIX
vio emerger en el altiplano una pluralidad de movimientos —algunos espontáneos,
otros organizados— que desafiaron tanto el legado virreinal como las promesas
incumplidas del nuevo orden. Estos movimientos fueron animados por una serie de
ideas políticas propias, que si bien no siempre fueron sistematizadas por
escrito, se expresaron en prácticas colectivas y en una lógica particular de
resistencia:
1. La idea de restitución histórica: Muchos
líderes indígenas apelaron a la memoria del Tawantinsuyo no como una nostalgia
romántica, sino como argumento político. No se trataba de un proyecto imperial,
sino de una reivindicación de orden, de una alternativa al caos republicano,
donde la tierra, el trabajo y la autoridad tenían un sentido más justo y ahí
esta esa imagen enorme como es la de Rumi Maki.
2. La autonomía comunal: Las comunidades indígenas
defendieron su sistema de gobierno interno como legítimo y superior a las
imposiciones del Estado criollo. El poder del curaca o el varayoc, aunque
debilitado, seguía siendo símbolo de legitimidad local en la imagen del
presidente de la comunidad.
3. La desobediencia activa: En muchas ocasiones,
los pueblos indígenas no confrontaron directamente al Estado, sino que lo
ignoraron. Pagaban menos tributos, resistían el servicio militar, desobedecían
órdenes judiciales. Esta forma de resistencia, a menudo invisibilizada, fue una
práctica política cotidiana.
4. Una visión alternativa del tiempo y del derecho: Frente al derecho escrito y a la cronología republicana, los pueblos indígenas mantuvieron un régimen de justicia consuetudinaria, y una temporalidad circular vinculada al ciclo agrícola, a la tierra y a los ancestros. El poder, en este universo, no se heredaba por sangre ni se ganaba por ley: se tejía desde la comunidad.
El fracaso del Estado republicano en integrar a
estas poblaciones de forma justa no fue solamente un problema de recursos o
voluntad. Fue, sobre todo, un fracaso de reconocimiento epistemológico y
político. El Perú del XIX quiso ser moderno a imagen de Europa, pero nunca
aprendió a leer los signos de su propio territorio. Por eso, el altiplano
ardió. Y seguirá ardiendo —de distintas formas— mientras no se escuche esa otra
voz de la historia.
Hoy, entender los movimientos indígenas del siglo
XIX no es sólo un ejercicio historiográfico. Es una tarea ética. Porque en
ellos persiste una forma distinta de concebir la política: no como
administración del poder, sino como defensa de la vida común. En una época
donde la representación sigue en crisis y la ciudadanía aún excluye, las
antiguas rebeldías del altiplano siguen interpelando al presente.
No fueron los vencidos de la historia: fueron sus
guardianes. Y aún hoy, en las alturas, su voz sigue resonando con el eco del
trueno y la memoria de la tierra.
Las páginas dedicadas a los maestros son espejos:
reflejan el noble arte de enseñar como una forma de heroísmo civil. No solo
impartían lecciones: forjaban conciencias. A través de sus glosas, el autor
deja oír ese viejo timbre del aula, el murmullo del pizarrón, el eco de una
pregunta que todavía busca respuesta en las generaciones futuras, a través de
estas páginas los discursos y los mensajes de Carlos Belizario Oquendo Álvarez,
Fermín Arbulú siguen latiendo en los corazones de estas generaciones.
Y en la galería final, donde desfilan los
exalumnos más ilustres —los carolinos—, el libro alcanza su canto más hondo.
Ellos fueron la promesa cumplida, las manos que llevaron el fuego más allá de
las cumbres puneñas. Algunos fueron poetas, otros legisladores, médicos o agitadores
de conciencias. Pero todos, sin excepción, llevaron en la piel el sello de San
Carlos: una huella indeleble como la del viento que arrastra la historia por la
meseta, Mariano H. Cornejo, Santiago Giraldo, José Antonio Encinas, Telésforo
Catacora, Federico More, entre una galería latente.
Este epílogo no puede cerrar un libro como quien
clausura una historia. Porque San Carlos no termina: se prolonga en cada
estudiante que aún hoy sube las escalinatas de ese claustro con los ojos
encendidos de futuro. Porque la educación —cuando es verdadera— no se limita a
transmitir saberes: incendia la duda, despierta la dignidad, y fecunda el
porvenir.
Podríamos decir aquí de Puno y su colegio: “no hay
tradición sin ruptura, ni ruptura sin fidelidad”. Emilio Vásquez, al
entregarnos este testimonio vibrante, nos recuerda que hay memorias que no
deben dormirse y que el polvo de los archivos también es un tipo de oro. Oro
que brilla en los márgenes del tiempo, como lo hace la historia del Colegio
Nacional de San Carlos: un relámpago que sigue escribiéndose en la noche del
Perú profundo. <>
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