sábado, 14 de junio de 2025

LIBROS DE AUTORES PUNEÑOS

 EPILOGO AL LIBRO GLOSAS CAROLINAS

COLEGIO NACIONAL SAN CARLOS DE PUNO

El libro, cuyo autor es el notable desaparecido poeta y escritor puneño EMILIO VÁSQUEZ CHAMORRO, conspicuo y destacado integrante del legendario Grupo Orkopata, ha sido originalmente editado y publicado por el Instituto Puneño de Cultura IPC. Lleva el Prólogo de Emilio Romero. En su contenido, cuenta también con un Epílogo cuyo autor es José Luis Velásquez Garambel, quien prima fascie advierte: “El libro aborda hasta el cierre de la vieja casona, no busca enconar discursos chauvinistas. En suma, es un libro que trata de un colegio que une su historia a la historia de Puno”. Trascribimos el Epilogo en mención:



José Luis Velásquez Garambel

Las instituciones nacen como las semillas: con una esperanza callada y una promesa en la sombra. El Colegio Nacional de San Carlos de Puno, creado en 1825 por el gesto visionario de Simón Bolívar, no fue únicamente un proyecto ilustrado en medio del naciente sueño republicano, un paso de la vida y costumbres coloniales a la ilustración y las libertades que implicaba un liberalismo naciente; altar erigido al conocimiento en un territorio donde el clero había dominado con sus dogmas, donde el viento de los Andes susurra lenguas antiguas y la historia se escribe con sangre y coraje.

América Latina, antes de ser una geografía, fue un sueño. Y como todo sueño fundacional, nació herido por contradicciones: la herencia y la ruptura, el barroco y la utopía, la imitación y el deseo de autenticidad. En ese cruce ardiente de espejismos y esperanzas apareció un hombre singular, inclasificable, casi delirante para sus contemporáneos y profundamente lúcido para la historia: Simón Rodríguez, el maestro que no enseñaba, sino, que encendía la antorcha del conocimiento como símbolo de libertad. Su pensamiento fue menos una doctrina que una llama. Y como toda llama verdadera, no buscó iluminar a los obedientes, sino incendiar a los valientes, y precisamente fue esa llama la que encontró en Puno una tea latente.

Aproximadamente década de años 20 del siglo XX
Rodríguez no fue un pedagogo al uso. Fue un poeta del pensamiento, un hereje ilustrado. No redactó tratados académicos sino misivas, manifiestos, aforismos, verdaderas explosiones verbales donde la sintaxis se vuelve acción, y la ortografía un acto de insurrección. En tiempos en que la educación era aún privilegio de castas y repeticiones escolásticas, él propuso algo escandaloso: enseñar a pensar a los pueblos recién nacidos. Su propuesta, si se mira desde la serenidad distante del presente, era en realidad una revolución: crear escuelas no para formar súbditos, sino para liberar hombres, por ello estableció un plan para la creación de Instituciones Educativas ligadas a las ciencias y a las artes, las que debían brindar como fruto maduro todas las libertades, y en esencia, las del espíritu.

Rodríguez entendía que la independencia política —ese estallido que en 1821 transformó a virreinatos en repúblicas— no bastaba. Había que liberar también la mente. Y para ello, había que comenzar por la infancia. La educación debía ser el acto inaugural del nuevo orden: una pedagogía de la creación, no de la imitación. “O inventamos o erramos”, escribió con una lucidez que sigue resonando como advertencia. No se trataba solo de fundar repúblicas, sino de fundar repúblicas interiores, repúblicas del espíritu y la conciencia: consciencias capaces de pensar, disentir e imaginar.

En este contexto, su llegada al Perú, llamado por el propio Bolívar, no fue un gesto burocrático. Fue una continuación del proyecto emancipador, pero desde otro frente: el del aula. Fundó colegios en lugares donde solo había olvido, en ciudades que aún arrastraban el peso colonial en sus plazas y sus rezos. El Colegio de Ciencias y Artes en el Cuzco, el Colegio Nacional de Junín, y su influencia indirecta en proyectos como el Colegio Nacional de San Carlos en Puno, no fueron simples instituciones: fueron laboratorios de futuro.

Su método era radical porque era humano. Rechazó la memorización mecánica, el dogma, el castigo. Propuso el diálogo, el trabajo manual, la observación del mundo real. Quería que los niños aprendieran leyendo y también sembrando, discutiendo y también construyendo. En una época donde la escuela era imitación de la Europa ilustrada, él proponía una pedagogía americana, nacida de su propio barro y su propio cielo. Rodríguez no quiso ser espejo: quiso ser semilla.

Políticamente, su educación era inseparable del pueblo. Y el pueblo, para él, no era un abstracto romántico, sino un conjunto de hombres y mujeres sin acceso al poder, al saber ni a la palabra. Educar al pueblo significaba darle lenguaje y juicio, historia y memoria, herramientas y sueños. Esa era, en el fondo, su más peligrosa propuesta: que los pobres pensaran. Que no solo obedecieran, sino que preguntaran por qué.

Su estilo, como su pensamiento, fue libre hasta el exceso. Usaba grafías alteradas, rompía reglas gramaticales, inventaba signos y sentidos. No era excentricidad, era un grito tipográfico: la forma también debía rebelarse. Rodríguez escribía como quien atraviesa un desierto para buscar agua en una tierra sin mapas.

Hoy, su figura es un fuego subterráneo. Apenas mencionado en los manuales, cuando debería ser uno de nuestros arquitectos invisibles. Porque comprendió algo que seguimos olvidando: sin educación liberadora, toda república es una promesa traicionada. Y toda escuela que no transforma es apenas una extensión del silencio.

Simón Rodríguez fue, ante todo, un sembrador. Y su siembra no buscaba frutos inmediatos. Sembraba para un siglo que no era el suyo. Sembraba con palabras que parecían locura; pero eran, en el fondo, la cordura que nos faltaba. Su paso por el Perú no fue una anécdota en la biografía del maestro de Bolívar; fue un capítulo secreto en la historia de la dignidad. Como todo verdadero maestro, no fundó sólo escuelas: fundó conciencias.

Este libro de Emilio Vásquez, que es a la vez crónica, elegía y homenaje, nos conduce por los corredores de una historia que no está hecha solo de fechas ni de retratos al óleo, sino de voces, pulsos, silencios y resistencias. Su andar por las décadas no es una ruta lineal hacia un destino fijo, sino una Ítaca que cambia de rostro en cada rectorado, en cada incendio social, en cada reencuentro con los carolinos que sembraron su palabra en la educación, la política o la poesía.

Los rectores, que en otros libros serían apenas nombres en lista, aquí cobran cuerpo y espíritu. Fueron guardianes de la llama en tiempos de asedio, soldados del saber durante las convulsiones de la Confederación Peruano-Boliviana, y vigías en la penumbra cuando la guerra con Chile dejó las aulas al borde del abandono. Vásquez los retrata con la fidelidad de un monje y la ternura del discípulo. Porque este colegio, más que un edificio, fue una trinchera de ideas en medio de un altiplano que supo "resistir para no renunciar a la ternura".

El siglo XIX fue para el altiplano peruano un escenario de persistencia, rebelión y memoria. Mientras Lima celebraba la independencia bajo la sombra ilustrada de Bolívar y San Martín, y mientras se reorganizaban las estructuras formales del poder republicano, en el altiplano se desplegaba otro tipo de historia: menos documentada, más desgarrada, y sin embargo, profundamente activa. Los movimientos indígenas del sur andino —particularmente en Puno, Cusco y partes de Arequipa y La Paz— no fueron simples remanentes del mundo colonial, ni tampoco reacciones aisladas frente al nuevo orden criollo. Fueron, más bien, formas específicas de lucha política, portadoras de una racionalidad propia, y expresión de una cultura política alternativa a la impuesta desde el centro.

Desde la muerte de Túpac Amaru II en 1781 hasta las primeras décadas del Perú republicano, el altiplano no fue un espacio pasivo. Por el contrario, fue una región en estado de beligerancia crónica, donde la memoria de la insurrección se mantuvo viva como semilla bajo la nieve. Las comunidades indígenas, lejos de aceptar pasivamente las transformaciones republicanas, reinterpretaron el nuevo lenguaje político a la luz de sus propias demandas históricas: restitución de tierras, respeto a la autoridad comunal, abolición del tributo indígena, y justicia frente a los abusos del gamonalismo.

Los levantamientos de Juan Bustamante en la década de 1860, por ejemplo, son una muestra de esta mezcla entre modernidad y tradición. Bustamante, mestizo ilustrado y autonomista radical, hablaba tanto el castellano de la república como el quechua de las comunidades. Su lucha se planteó como una defensa de los pueblos indígenas frente al abuso de los grandes hacendados y autoridades corruptas. Aunque su discurso se movía dentro de los marcos del liberalismo de su época —con énfasis en los derechos civiles y la ciudadanía—, en su base articulaba un contenido profundamente comunitario, territorial y culturalmente indígena.

Más allá de los casos individuales, el siglo XIX vio emerger en el altiplano una pluralidad de movimientos —algunos espontáneos, otros organizados— que desafiaron tanto el legado virreinal como las promesas incumplidas del nuevo orden. Estos movimientos fueron animados por una serie de ideas políticas propias, que si bien no siempre fueron sistematizadas por escrito, se expresaron en prácticas colectivas y en una lógica particular de resistencia:

1. La idea de restitución histórica: Muchos líderes indígenas apelaron a la memoria del Tawantinsuyo no como una nostalgia romántica, sino como argumento político. No se trataba de un proyecto imperial, sino de una reivindicación de orden, de una alternativa al caos republicano, donde la tierra, el trabajo y la autoridad tenían un sentido más justo y ahí esta esa imagen enorme como es la de Rumi Maki.

2. La autonomía comunal: Las comunidades indígenas defendieron su sistema de gobierno interno como legítimo y superior a las imposiciones del Estado criollo. El poder del curaca o el varayoc, aunque debilitado, seguía siendo símbolo de legitimidad local en la imagen del presidente de la comunidad.

3. La desobediencia activa: En muchas ocasiones, los pueblos indígenas no confrontaron directamente al Estado, sino que lo ignoraron. Pagaban menos tributos, resistían el servicio militar, desobedecían órdenes judiciales. Esta forma de resistencia, a menudo invisibilizada, fue una práctica política cotidiana.

4. Una visión alternativa del tiempo y del derecho: Frente al derecho escrito y a la cronología republicana, los pueblos indígenas mantuvieron un régimen de justicia consuetudinaria, y una temporalidad circular vinculada al ciclo agrícola, a la tierra y a los ancestros. El poder, en este universo, no se heredaba por sangre ni se ganaba por ley: se tejía desde la comunidad.

El fracaso del Estado republicano en integrar a estas poblaciones de forma justa no fue solamente un problema de recursos o voluntad. Fue, sobre todo, un fracaso de reconocimiento epistemológico y político. El Perú del XIX quiso ser moderno a imagen de Europa, pero nunca aprendió a leer los signos de su propio territorio. Por eso, el altiplano ardió. Y seguirá ardiendo —de distintas formas— mientras no se escuche esa otra voz de la historia.

Hoy, entender los movimientos indígenas del siglo XIX no es sólo un ejercicio historiográfico. Es una tarea ética. Porque en ellos persiste una forma distinta de concebir la política: no como administración del poder, sino como defensa de la vida común. En una época donde la representación sigue en crisis y la ciudadanía aún excluye, las antiguas rebeldías del altiplano siguen interpelando al presente.

No fueron los vencidos de la historia: fueron sus guardianes. Y aún hoy, en las alturas, su voz sigue resonando con el eco del trueno y la memoria de la tierra.

Las páginas dedicadas a los maestros son espejos: reflejan el noble arte de enseñar como una forma de heroísmo civil. No solo impartían lecciones: forjaban conciencias. A través de sus glosas, el autor deja oír ese viejo timbre del aula, el murmullo del pizarrón, el eco de una pregunta que todavía busca respuesta en las generaciones futuras, a través de estas páginas los discursos y los mensajes de Carlos Belizario Oquendo Álvarez, Fermín Arbulú siguen latiendo en los corazones de estas generaciones.

Y en la galería final, donde desfilan los exalumnos más ilustres —los carolinos—, el libro alcanza su canto más hondo. Ellos fueron la promesa cumplida, las manos que llevaron el fuego más allá de las cumbres puneñas. Algunos fueron poetas, otros legisladores, médicos o agitadores de conciencias. Pero todos, sin excepción, llevaron en la piel el sello de San Carlos: una huella indeleble como la del viento que arrastra la historia por la meseta, Mariano H. Cornejo, Santiago Giraldo, José Antonio Encinas, Telésforo Catacora, Federico More, entre una galería latente.

Este epílogo no puede cerrar un libro como quien clausura una historia. Porque San Carlos no termina: se prolonga en cada estudiante que aún hoy sube las escalinatas de ese claustro con los ojos encendidos de futuro. Porque la educación —cuando es verdadera— no se limita a transmitir saberes: incendia la duda, despierta la dignidad, y fecunda el porvenir.

Podríamos decir aquí de Puno y su colegio: “no hay tradición sin ruptura, ni ruptura sin fidelidad”. Emilio Vásquez, al entregarnos este testimonio vibrante, nos recuerda que hay memorias que no deben dormirse y que el polvo de los archivos también es un tipo de oro. Oro que brilla en los márgenes del tiempo, como lo hace la historia del Colegio Nacional de San Carlos: un relámpago que sigue escribiéndose en la noche del Perú profundo. <>



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