TENGO UNA MUÑECA
VESTIDA DE AZUL
Luis Enrique López
LOS ANDES 14/07/2019
Fue casi a fines de noviembre cuando, en el curso de una
entrevista realizada en una comunidad
aymara de la provincia de (…), una profesora del primer grado me relataba
sus experiencias en la escuela local. Mi entrevistada me confesaba que -luego
de ocho meses de transcurrido el año escolar- los niños solo podían entender
sus señas, sus ademanes. Y tal vez sin comprender el profundo problema que
tenía entre manos, se ufanaba de que ahora sus alumnos, por lo menos, cantaban
canciones y habían superado ya esa etapa en la que ni siquiera levantaban la
vista.
“Ahora por lo menos entienden mis señas… mis ademanes…
cuando entramos era terrible… nada, no entendían… ni señas… ahora cantamos
canciones… antes, bien cerrados eran… había chicos que no querían ni levantar
la vista”, decía.
Luego de descubrir algunos datos interesantes, como que Doña
Alicia era una maestra nacida en (…) y que había llegado a la comunidad hacía
ya más de siete años, me animé a preguntarle si sabía algo de aymara. El “no”
que recibí como respuesta fue rotundo. Por otro lado, revisando ahora mi
cuaderno de notas veo también que esta no era la primera vez que Doña Alicia
tenía a su cargo el primer grado. Por el contrario, era una profesora cuya
experiencia “lidiando” con niños monolingües en su primer contacto con la
escuela era reconocida por sus colegas. Hacía varios años que Doña Alicia
enseñaba en primer grado. Los profesores de la escuela así lo habían decidido.
Tener una maestra que no supiera aymara obligaría a los alumnos a hablar en
castellano y así la tarea sería más fácil para todos.
Con suma curiosidad ingresé al salón de clase y me puse a
jugar un poco con los niños intentando decir algunas cosas en aymara. Así
transcurrieron unos diez minutos cuando la barrera inicial parecía romperse con
algunos de los varoncitos y cuando éstos comenzaban ya a hacerme preguntas y
hasta tomarme el pelo en aymara, Doña Alicia entró al salón y en voz alta, casi
gritando, dijo: “Ya niños. Dejen tranquilo al señor. Vamos a comenzar la
clase”. Me senté al final del salón y, mientras mi grabadora corría registrando
algunas expresiones de los niños que se encontraban cerca a mí, la profesora
pidió a sus alumnos que prestaran atención a lo que ella escribía en la
pizarra.
“Tengo una muñeca
vestida de azul
zapatitos blancos
y velo de tul”.
Con estos versos escritos en la pizarra se daba inicio a una
clase de Lenguaje.
Puntero en mano, la profesora hizo que sus alumnos
repitieran, por lo menos unas cinco veces, cada uno de los versos de la
pizarra, sin percatarse siquiera de si sus discípulos entendían o no lo que
decían. Nunca se dio explicación alguna sobre el contenido de los versos
“leídos” ni se mostró dibujo y objeto alguno que permitiera a los educandos,
por lo menos, adivinar qué era lo que estaban repitiendo. Sin embargo, nadie
parecía aburrirse y el “loreo” continuaba, con los alumnos, creyendo que
imitaban a su profesora a la perfección y con ella sin darse cuenta de los
obvios problemas que tenían sus alumnos para emitir sonidos castellanos. A la
voz de “vestido”, los niños decían “wistiru”; de “muñeca”, “moñica”; y de
“tul”, “tol”.
Luego de unos minutos, y ya “paporreteada” la lección, Doña
Alicia dio inicio a la segunda fase de la enseñanza. Llamó a algunos alumnos al
frente y comenzó con Darío, un niño de once años que cursaba el primer grado
por tercera vez. Darío imitando a su maestra, puntero en mano y presto a
demostrar lo que sabía, leyó de corrido los versos de la pizarra:
“Tinku u-na moñica
wistira de a-sol
saptirus lancus
y wilu de tol”.
La profesora, luego de un “muy bien, Darío”, llamó a Yon,
otra de las estrellas del salón. Luego salieron dos varones más. Al escuchar al
cuarto o quinto alumno, la maestra se percató de que lo que ellos decían no era
exactamente lo que ella emitía. Dirigiéndose a mí, dijo: “Ay, yo no sé qué pasa
con estos niños. Ni hablar bien pueden. Confunden la u con la o y la i con la
e”. Tal observación me tomó por sorpresa, por cuanto era obvio que los niños no
estaban haciendo otra cosa que transferir al castellano las reglas de pronunciación
que rigen para el aymara, su lengua materna. Nadie les había ayudado a percibir
la diferencia entre el sistema vocálico aymara (de tres vocales: a, i, u) y del
castellano (de cinco). Tampoco se los había ayudado, a través de ejercicios de
práctica oral intensiva, a producir correctamente los sonidos del castellano
que difieren de los de su lengua materna. Por último, ni siquiera se les
corregía cuando cometían errores de pronunciación como los descritos.
Simplemente, se asumía que, automáticamente, los alumnos deberían pronunciar
correctamente el castellano, como si se tratara de niños que hubieran escuchado
y hablado esta lengua toda su vida.
La clase de Doña Alicia continuó y ocho de los doce alumnos
varones presentes pudieron recitar en forma más o menos aceptable -aunque con
notorios problemas de pronunciación y entonación- lo que habían aprendido de
memoria. Sin embargo, la dirección que tomaba el puntero en manos de los
alumnos nos permitía deducir que, en realidad, los niños sólo estaban simulando
leer lo escrito en la pizarra. De las diez niñas presentes, sólo dos pudieron
hacer lo mismo. Las otras permanecían en silencio y un tanto avergonzadas
frente al pizarrón mientras la profesora repetía: “¿Ya ves Basilia? Siéntate
nomás. Después están hablando. Hay que prestar atención. Para eso venimos a la
escuela. A ver siéntate nomás”. Una a una iban sentándose las niñas mientras
Doña Alicia me miraba y decía: “Así son estas chiquitas aquí. ¿Qué se puede
hacer con ellas?”. Sin contestarle, bajé la cabeza.
(…) Había transcurrido casi una hora y los niños del primer
grado, todos aymarahablantes, no habían aprendido nada. Antes de mandarlos al
recreo, con mucho esfuerzo, intenté explicarles en aymara lo que todo eso
significaba:
“Aka quillqatax muñik’ ajataw
parlixa. Uka muñik’ a ajas laram
isiniwa; janq’u sapatuniwa;
ukastsi chukunirakiwa”.
Naturalmente que hubo cosas que ni siquiera intenté incluir
en mi descripción ni menos traducir, como aquello del “velo de tul”, y lo
reemplacé más bien por la manga negra -chucú-, con que las señoras aymaras
cubren sus cabezas. Cuando terminé de hablar se armó un gran barullo. Algunas
niñas me señalaban tímidamente y se reían entre ellas; otros niños más bien
señalaban la pizarra y conversaban entre sí; en eso, la maestra se me acercó y
sorprendida me preguntó: “¡¿Entiende usted el aymara?!”
(Tomado de Autoeducación: “revista de educación popular
(Lima) 10/11 págs. 45-50).
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