NEGROS
NUBARRONES
Augusto
Dreyer
Mi hermana y yo nos despertamos sobresaltados por los
fuertes gritos de nuestro padre y vimos en la penumbra que había abierto la
ventana de nuestro dormitorio que daba al patio de la casa. Gritaba
desesperado: ¡Jesús, Rosa, vengan aquí! Jesús, Rosa, suban rápido! Era de
madrugada, mi hermana y yo salíamos del sopor de nuestro sueño sin entender qué
estaba pasando. Luego escuchamos ruidos y voces en el dormitorio de nuestros
padres que quedaba a lado del nuestro. Palabras inconexas, murmullos, entre las
que llegamos a entender un “Jesús llama al médico”. También los sollozos y los
llantos de Rosa.
Nuestra madre había sido fulminada por un ataque al corazón. En aquel
entonces Puno era pequeño y la noticia corrió como fuego en paja seca. La casa
se fue llenando de gente, algunos lloraban, otros rezaban, otros simplemente
curioseaban el dolor ajeno. Habían ocupado las habitaciones y los corredores
del segundo piso, las amigas más íntimas colmaban el dormitorio donde yacía
nuestra madre. En ese desconcierto alguien nos dijo que ella había muerto.
Nosotros queríamos entrar a su dormitorio para verla, tocar, abrazar, besar el
cuerpo de nuestra amada madre pero nos impedían entrar en él porque “podíamos
impresionarnos”, según la obtusa y retrógrada mentalidad de aquella época. Esto ocurrió un nefasto 17 de agosto
de 1958, nuestra madre tenía 47 años, yo 9 años, mi hermana 11, mi padre 63.
Esa mañana temprano, completamente desolados y confusos, nos aseamos y
vestimos, Rosa entre lágrimas nos dió de desayunar en nuestro dormitorio. A
mitad de la mañana, nos llevaron a la casa de una prima de mi madre para
alejarnos de la tragedia sin darse cuenta que ello intensificaba nuestra pena y
angustia. Allí pasamos el día hasta después del entierro de nuestra querida
madre. Años más tarde la gente nos contaba y también leímos en los recortes del
diario Los Andes juntados por mi padre, que había sido un acto apoteósico
seguido por miles de personas, con muchos discursos a mitad del camino entre
nuestra casa y el panteón de Laykakota. Como si aquello fuera a atenuar nuestro
dolor y desconsuelo. El trauma de perder a mi madre tan repentinamente y no
poder verla en su lecho de muerte borró de mi mente todos los recuerdos que
tenía de ella. Hasta el día de hoy, a los 75 años de edad, tengo tan solo unos
pocos y cortos destellos de ella. Su rostro, su imagen, su voz y su presencia
se desvanecieron para siempre.
A partir de ese día el desconsuelo, la tristeza y el vacío, como enormes
lozas pesadas, se instalaron en nuestra vidas. Repentinamente a mi padre a la
edad de 63 años le cayó la responsabilidad de criar y educar dos hijos, sin
tener la menor idea de como hacerlo. Dejó de hacer sus largos viajes pintando,
fotografiando y exponiendo sus obras en tierras lejanas. En casa y acorralado
por la aflicción, su talento y su vitalidad de artista se extinguieron y no
volvió a pintar ni fotografiar más.
Con la muerte de nuestra madre, mi linda hermana dejó la niñez
apresuradamente y optó por convertirse en mujer lo más rápidamente posible.
Ella, que había nacido por casualidad en Arequipa, desde que pudo articular dos
palabras juntas recalcaba que era arequipeña. Estudiaba en el Colegio Santa
Rosa, la escuela de monjas que quedaba a una cuadra de nuestra casa, tenía
pocas amigas. Rechazaba
todo lo puneño y lo único que quería era salir de Puno. La lectura de
novelas románticas, las revistas de moda y de belleza y las historias de las
actrices de cine sustituyeron la ausencia materna. A los 14 años se vestía a la
moda, usaba zapatos de taco alto y se pintaba y se peinaba imitando a Liz
Taylor. Nunca pasó del tercero de media en el colegio, pero siempre se las
arregló para ser la admiración de los jóvenes y hombres que la rodeaban. Acabó
siendo seducida por un arequipeño de más del doble de su edad que trabajaba en
Puno, escapándose de casa para casarse con él a los 15 años de edad a espaldas
de nuestro padre.
|
Luchito y colaboradores de la familia |
Para mi no hubo reemplazo ni consuelo, mi madre había dejado un vacío
imposible de llenar. El golpe duro me transformó en un niño tímido y
ensimismado, con ciclos depresivos en los cuales no quería hablar con nadie.
Era la sombra de mi hermana y de sus amigas, aunque estas últimas me hacían
poco o ningún caso. No tenía muchos amigos, no me gustaban los deportes y el
único escape a mi desconsuelo era la lectura. Salgari, Mark Twain y Kipling
eran mis escritores favoritos, luego sería el francés Alejandro Dumas, leía los
“Los Tres Mosqueteros”, “El Conde de Montecristo” y sus dramáticas sagas con
entusiasmo y pasión. Los libros se convirtieron en mi sostén emocional durante
esos penosos años. Estudiaba en el Colegio San Ambrosio y lo detestaba por sus
mediocres profesores y su falso catolicismo, pero, sobre todo, por el
comportamiento del padre Hernán que ejercía de director del colegio, un sádico
cura que gozaba castigando a los alumnos de estrambóticas formas. Aparte de
haberme repartido muchísimos reglazos en las palmas de las manos, un día, en
castigo por haber dicho una lisura, me hizo arrodillar y sostener con las manos
un pesado libro durante toda una clase de estudios.
“El Manto”, la finca de mi madre, la heredamos nosotros tres. Las
fantásticas vacaciones de un mes que pasábamos en la finca todos los años junto
a ella no se repitieron más. Yo acompañaba a mi padre en sus visitas a “El
Manto” para controlar los trabajos y dar instrucciones a los “colonos”, las
familias que trabajaban allí, aunque estas mucho caso no le hacían. A mi padre
le gustaba charlar con ellos, engreír a los perros, contemplar el paisaje,
comer papas hervidas con queso fresco. Todas esas visitas a “El Manto” las
hacíamos caminando ya que no teníamos un coche. Esporádicamente íbamos a
nuestra finca algún fin de semana, acompañados por un par de amiguitos de la
ciudad, pero nunca fue lo mismo en la ausencia de nuestra madre. De vacaciones,
nuestro padre nos llevaba a Arequipa, Mollendo y Lima para alejarnos de los
tristes recuerdos, pero estos nos perseguían a donde fuéramos.
Nuestro padre no bebía, fumaba un poco, no jugaba, no era miembro de
ningún club y tenía muchísimos conocidos, pero muy pocos amigos en Puno. Era
muy peculiar, nunca en su vida quiso tener un automóvil, tampoco un teléfono,
ya que afirmaba que si algo importante sucedía, él se enteraría de alguna
manera. Su vida estaba dedicada al arte, también al estudio y colección de
objetos de las culturas andinas. En ese entonces yo vivía fascinado por las
cerámicas, tejidos y objetos de piedra, bronce y plata exhibidos en las tres
habitaciones que mi padre había destinado a su colección privada y cada vez que
podía me colaba a escondidas para ver las maravillas guardadas allí.
El recién nombrado Obispo de Puno, Monseñor Julio Gonzáles Ruiz, el
obispo más jóven del mundo en esa época, visitaba nuestra casa con frecuencia.
Se consideraba a sí mismo como un prelado liberal y quería que la gente lo
llamara Julio y le tutearan. No quería que al saludarlo besaran el anillo
episcopal que llevaba en el cuarto dedo de la mano derecha y pedía a
las jóvenes puneñas que lo hicieran con un beso en la mejilla. Mientras recibía
el beso de las más guapas, acostumbraba a envolverlas en su amplia capa de
color violeta para que nadie pudiera saber lo que pasaba dentro. En Puno se le
conocía como el Obispo Ye-Ye y las malas lenguas lo tildaban de comunista.
Recuerdo con claridad que durante un almuerzo en nuestra casa, el Obispo
Julio nos contó sobre su época en el Vaticano y,
para asombro y desconcierto nuestro, e irritación de nuestro padre, nos relató
anécdotas sobre la vida y maneras de las prostitutas de lujo en Roma.
Los asistentes del monseñor Julio eran dos atractivos y extrovertidos jóvenes
italianos que nadie sabía o entendía que trabajo hacían en el obispado. Ellos
se volvieron buenos amigos de mi hermana y sus amigas, y las invitaban a
pequeñas reuniones y fiestas en el Obispado de Puno, que quedaba prácticamente
al frente de nuestra casa.
Rosa la cocinera y Jesús, el jóven mayordomo, eran fieles sirvientes de
mi madre desde antes de que ella se casara con el pintor alemán. Ambos se
habían criado con ella y se consideraban los leales guardianes y protectores de
su ama. Nunca vieron con buenos ojos que un gringo extraño hubiera robado el
corazón de su dueña y, en su entender, usurpara sus derechos. Con el
fallecimiento de mi madre optaron, tímidamente al principio, luego más
abiertamente, en desprestigiar y deshonrar a nuestro padre ante nosotros. Jesús
y Rosa pasaban mucho tiempo con nosotros, sobre todo después de las comidas.
Para nosotros eran mucho más que simples sirvientes, eran parte de la familia y
los queríamos mucho. En las noches en que mi padre salía al Hotel de Turistas
de Puno para visitar a su buen amigo el administrador del hotel y también para
encontrar y charlar con extranjeros de paso por Puno, Jesús y Rosa nos
distraían contándonos leyendas de Puno, como el de las chinganas del cerro
Huajsapata que llegaban hasta el Cusco. Nos contaban también misteriosas
historias andinas, cuentos de suspenso y terroríficos relatos de almas y
fantasmas.
Paulatinamente Jesús fue combinando esas relatos y cuentos con mentiras
inventadas por él para difamar a nuestro padre: Que durante que durante la guerra había sido un espía alemán; que
había tratado con dureza y desconsideración a nuestra madre; que su ama había
muerto demasiado joven y sin explicación clara; que antes de morir mi madre
ellos habían encontrado escondido en el patio un atado de brujería, un pequeño
fardo en el que había una figura de mujer con el corazón atravesado por una
espina. Esas historias, cuentos y mentiras poco a poco hicieron mella en
nosotros y mirábamos a nuestro padre con
un poco de desconfianza y temor, algo que nunca antes habíamos sentido con él.
Después del fallecimiento de mi madre, Rosa y Jesús nos manifestaron,
tanto a mi padre como a nosotros, que su ama les había prometido regalarles una
parte del ”El Manto” como compensación por sus servicios como sus leales
sirvientes, precisando que se trataba del sector más próximo a Puno, el más
valioso de la finca. Al hacer caso omiso a esas demandas absurdas, en Jesús
afloró el soterrado rencor que sentía por mi padre desde hacía mucho tiempo y
hacía todo para enfadarlo y provocarlo, cumpliendo sus obligaciones de mala
gana y respondiendo con atrevimiento a las órdenes de mi padre.
|
Matrimonio Carlos Dreyer, Maria Costa |
El envalentonado Jesús comenzó a ir a “El Manto” con frecuencia para
allí comportarse como el dueño de la finca y montando a caballo daba órdenes a
la gente que vivía y trabajaba en el fundo. Sospechando lo que sucedía, un día
mi padre me pidió acompañarlo a “El Manto”. Al llegar al caserío vimos que la
puerta de la vivienda estaba abierta y dentro, en el dormitorio principal, encontramos
a Jesús completamente borracho durmiendo en la cama de mi padre. Enojado mi
padre buscó un balde, lo llenó de agua y se lo arrojó en la cara. Jesús
despertó y se levantó profiriendo insultos y atacando a su patrón, quien
cautelosamente salió al patio y lo esperó allí en pose de pugilista. El miedo
se apoderó de mí, temía que el jóven y violento borracho fuera a masacrar a mi
viejo padre, pero fue grande mi sorpresa al ver que este repelió el ataque de
Jesús con un par de puñetazos que enviaron al insolente al suelo, noqueado y
con la nariz rota. Jesús fue despedido y detrás de él se fue Rosa. Algunos años
después, Rosa volvió a nuestra casa para trabajar como cocinera hasta la muerte
de mi padre en 1975.
Para 1963 mi padre había planeado visitar Alemania después de más de 30
años de ausencia de su tierra natal. Quería presentarnos a su familia, a sus
cuatro hermanos y a varios sobrinos que vivían en Ingolstadt, con la idea de
permanecer allí unos meses para introducirnos a la lengua y costumbres alemanas
y también conocer algunos lugares y ciudades alemanas. El viaje se haría por
barco desde Callao hasta Nápoles en Italia. Una fantástica y larga travesía de
un mes de duración, primero por el Pacífico hasta el canal de Panamá, luego
cruzando el Atlántico hasta entrar en el mar Mediterráneo y concluir el viaje
en la bulliciosa ciudad de Nápoles. En el recorrido visitaríamos los puertos y
bellos lugares en los que hacía escala el navío. En Nápoles tomaríamos el tren
para concluir el viaje en Ingolstadt,
Baviera.
Sin embargo, todos estos planes quedaron desbaratados cuando mi hermana
se fugó con un hombre mucho mayor que ella y de pocos escrúpulos. Mi hermana
tenía 15 años, su seductor 32 años. El cazafortunas pertenecía a una cucufata
familia arequipeña, había cursado estudios de ingeniería en Argentina y en
aquella época era profesor en la Universidad Técnica del Altiplano de Puno. A
la repentina desaparición de mi hermana de la pensión alemana en la que
estábamos alojados en Lima esperando el día de la partida del barco, mi padre
desesperado acudió a la policía que durante días investigó el caso sin lograr
encontrarla.
Llegó una nota, no recuerdo bien de quién, que decía que mi hermana no
quería ir en el planeado viaje, que quería quedarse en Lima. Al ver ello, mi
padre ingenuamente cedió. Recurrió a una buena amiga alemana y consiguió que
ella alojara y fuera tutora de su hija. También
acordaron que la matricularía en un colegio de Lima y le daría su protección y
apoyo durante la duración del viaje a Europa. En lo concerniente al aspecto
económico de esa dificultosa situación, organizó todos detalles para el envío
del dinero necesario para la manutención y gastos educativos de mi hermana en
Lima. Con esos acuerdos, pero sin lograr verla nuevamente, partimos de Lima.
En febrero de 1963 nos embarcamos en el Callao en el Donizetti, un
magestuoso barco italiano, con rumbo a Europa. Vimos en el trayecto muchos
lugares bellos e interesantes pero nos era muy difícil disfrutar de algo. El
pesar y el abatimiento nos perseguían, no
imaginando que nuestro pesar sería todavía más grande. En Barcelona el barco
hizo una escala de dos días. Mi padre tenía allí un amigo a cuya dirección
podían escribirle mi hermana y su tutora en Lima. Había una carta esperándole,
era de mi hermana en la que, entre otros agravios, le recriminaba de nunca
haber sido un buen padre para ella. En la misiva le anunciaba también que se
había casado y que estaba muy contenta con su nueva vida. Mi padre quedó
destrozado con la noticia.
En Ingolstadt, mi padre seguramente por orgullo y vergüenza no contó a
su familia lo sucedido con su querida hija. Simplemente dijo que se había
quedado estudiando en Lima. Permanecimos poco tiempo allí y luego deambulamos
por Europa. De las islas griegas pasamos a Turquía y en nuestra huída hacia
adelante recorrimos el Medio Oriente, incluido Jerusalén cuando pertenecía a
Jordania, hasta llegar a las pirámides de Egipto. Éramos dos extraños
embarcados juntos en un viaje sin meta ni sentido, rumiando nuestras penas por
separado.
Después de meses volvimos a Alemania cansados y destemplados. Pasamos en
Ingolstadt unas semanas con la familia, reposando y recuperando la tranquilidad
perdida. Con las fuerzas algo repuestas, nos despedimos de ellos y atravesamos
lentamente Francia hasta llegar a España. Pienso ahora, al escribir estas
páginas, que lo que hacíamos era esquivar el regreso, eludir la realidad que
nos esperaba en Perú. Cruzamos Gibraltar, para aturdirnos un poco más
explorando Marruecos. Pasamos las navidades en Rabat, el nuevo año en
Marrakech. Al final, decidimos volver a Barcelona para tomar el barco que nos
llevaría de regreso al Perú. Había pasado casi un año desde que emprendimos
nuestro peregrinaje.
|
Frente a la casa paterna, Elfriede y Augusto Dreyer |
Al llegar a Lima mi padre buscó afanosamente las pruebas de la
canallada. Encontró en los archivos del Arzobispado una carta de mi hermana
dirigida al Arzobispo de Lima, pidiendo su autorización para contraer
matrimonio con un respetado católico arequipeño que la cuidaría y protegería,
ya que se encontraba en el desamparo. Carta que seguramente fue escrita por
coerción de su seductor. Además, mi padre localizó la resolución del Arzobispo
de Lima, Juan Landázuri Ricketts, dando autorización para celebrarse el ilegal
matrimonio, aduciendo como razones el abandono moral y económico en que la
menor se encontraba. El seductor había jugado bien sus cartas con la ayuda de
su hermano, un inmoral cura Jesuita con importantes conexiones en el
Arzobispado de Lima, y de su tío, un astuto abogado arequipeño con despacho en
Lima.
Encontramos a mi hermana en Puno, viviendo con su marido en una casita
en la Avenida del Sol. Tenía una pequeña bebita a la que cuidaba con mucho
cariño y se notaba claramente que venía otro en camino. No se la veía contenta.
Dió a luz un varoncito y poco a poco se fue dando cuenta del engaño. Algunos
años después se divorció, dejó Puno y se trasladó a vivir a Arequipa, su tierra
natal. A mi regreso a Puno la primera decisión que tomé fue dejar el colegio
San Ambrosio y matricularme en la Gran Unidad San Carlos. De curas, obispos y
arzobispos había tenido suficiente y los puse definitivamente fuera de mi vida.
Me involucré en el trabajo de la finca que había sido de mi madre y
paulatinamente me fui encargando de su manejo, con la ayuda de las cuatro
familias que habían vivido allí desde siempre, desde la época de sus
antepasados. Hesse, Arguedas, Kafka, Borges y García Marquez se volvieron mis
escritores favoritos. El cine se convirtió en mi distracción principal gracias
a la cantidad y calidad de películas que proyectaban los cines de Puno.
Fellini, Truffaut, Buñuel y Kurosawa, llenaron mis ojos y mi mente. Un nuevo
ciclo de vida había empezado para mí. Mi padre nunca dejó de viajar, a los 73
años visitó la India y el Tíbet sin compañia alguna. Finalmente en un
imprevisto viaje a Alemania, falleció en Ingolstadt de un ataque al corazón a
los 80 años de edad.
Copenhague, enero 2025