VARGAS LLOSA
LUCES
Y SOMBRAS
César Hildebrandt
Tomado de
HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 729, 18ABR25
S |
olicito, señor, en este
viernes santo, que los sobones (y las sobonas) no sigan alabando a Mario Vargas
Llosa. El difunto no se merecía tantas velitas misioneras y tantas lloronas
de pacotilla escribiendo en el diario que lo maldijo en 1990 y que celebró su
derrota como si fuera una fiesta de la izquierda.
A Vargas Llosa hay que
recordarlo como lo que fue: un gran novelista -el mejor de este país y uno de
los mayores de Latinoamérica- y, al mismo tiempo, un ser humano capaz de no
percibir el lodo en el que llegó a moverse.
Veneraremos al autor de
sus grandes obras -ocho de sus 20 novelas, me atrevo a decir- y haremos un
deslinde con el político que pasó del castrismo juvenil (venganza filial
respecto de ese padre casi yanqui que lo torturaba) al liberalismo ilustrado,
primero, y al caciquismo de Altamira, después.
Omitir ese aspecto de
su vida por parte de sus aduladores póstumos es algo que el novelista mismo no
hubiese solicitado. Por eso mismo es que fue tan severo juzgando retroactivamente
a Sartre por su maoísmo crepuscular, a Grass por su juventud nazi, a Cortázar
por su lealtad con ciertos procesos revolucionarios. Para no hablar de las
crueldades que se permitió deslizar contra José María Arguedas, a quien trató
de acotar en las lindes de la antropología y el folklore nativo, o de las
diatribas privadas que lanzaba contra el García Márquez atado a Cuba y a Fidel.
Vargas Llosa fue el
candidato del liberalismo en 1990 y me alegra haber cumplido un modesto papel
en su campaña, tal como él mismo reconoce en su autobiografía “El pez en el
agua”. Lo hice no porque creyera en el Fredemo, que era una junta de cadáveres
políticos, sino porque creía en él. Y porque sabía quién era Fujimori: un
ladrón de impredecibles consecuencias. Otros, en cambio, calumniaron al
escritor todo lo que el Apra del corrupto Alan García demandaba. Perdimos, es
cierto, pero quedamos al margen del oportunismo izquierdista que vio en el
hombre del tractor una posibilidad de entrismo y usufructo.
Recuerdo que en Madrid,
en una cena a la que Mario tuvo la generosidad de invitarme junto a algunos que
también habían colaborado en su campaña, el escritor parecía liberado. Para
ese momento me convencí de que su derrota había sido un gran suceso para
quienes lo queríamos y admirábamos: nos exoneró del peligro que hubiese
significado que Vargas Llosa gobernara al lado de tanta orca derechista y
prebendaría.
Viajé a Boston en 1992
para entrevistarlo y estaba más radiante que nunca. El golpe del 5 de abril se
había dado y el escritor había añadido el título de profeta a la lista de
talentos que se le reconocía. Después vino el incidente pestífero con su hijo Álvaro
y eso me separó para siempre de esa tribu unánime.
Pero seguí siendo, por
supuesto, lector fanático de sus obras y peruano agradecido. ¿Cómo no darle
gracias permanentes a quien había hecho del habla nuestra, de los paisajes de
esta tierra rara, de la idiosincrasia de tanta identidad batida en licuadora,
un hito de la literatura universal? El Perú Contemporáneo empezó a existir, en
muchos sentidos, gracias a Vargas Llosa. Vargas Llosa creó historias tan
compactas y personajes tan vivos que fue, involuntariamente, un historiador. No
hay mejor retrato del ochenio de Odría que el de “Conversación en La Catedral”
y hay mejor crónica sobre la lánguida abundancia de nuestra frontera en la
selva que las imágenes de Santa María de Nieva en “La casa verde”. Y cuando leí
“Historia de Mayta” no pude dejar de pensar en Ismael Frías y su prolongada
historia de marginalidad. Si no fuera por las licencias que se permitió, casi
podría decirse que Vargas Llosa fue un maravilloso escritor de no ficción.
Una de estas noches, pensando en él, cogí el ejemplar de “Los Cachorros” (alias “Pichula Cuéllar”) y recordé esos años de auténtica devoción de lector. Es un relato breve y mágico que hoy podría ser usado como imán para jóvenes lectores y como antídoto ya contaminados con la basura audiovisual. Es la fiesta de la oralidad limeña, la construcción genial de un coro que define una ciudad, un país, una vieja historia. Es la adolescencia de Zavalita con partitura de guitarra y golpe de cajón.
Admiré, quise y seré
lector recurrente de Vargas Llosa. Pero eso no significa que en su velorio me
sume a la lista de hagiógrafos (y hagiógrafas) que creen ganarse alguito de
posteridad con sus postumas cobas.
Porque estuvo más o
menos bien decir que su mayor admiración era la señora Thatcher, pero anduvo en
las inmediaciones del exceso describir a Álvaro Uribe, el siniestro cómplice
de los paramilitares, como un estadista. Y estuvo peor, lindando con la
obscenidad, sugerirles a los brasileños que votaran por la reelección de
Bolsonaro. Y fue estrictamente maligno decirle al candidato pinochetista José
Antonio Kast: “Es muy importante que usted gane las elecciones”. Como fue
repugnante que dijera que Keiko Fujimori se había convertido en opción válida
porque competía con Castillo. Como había sido triste su reencuentro con Alan
García y su silencio frente a la condecorante señora Boluarte.
Porque una cosa es ser
libre y conservador, provocador y siempre heterodoxo, y otra es sumergirse en
el pantano de la derecha bananera de este continente. Un novelista gigantesco
se ha muerto. El político que vivía en ese mismo cuerpo había fallecido
moralmente hace varios años. Decirlo es un deber en este país de medias voces. <:>
No hay comentarios:
Publicar un comentario