sábado, 5 de agosto de 2017

LENGUA DE LOS UROS DE PUNO. LIBRO DE CERRON PALOMINO

Se presentó el libro “EL URO DE LA BAHIA DE PUNO” cuyo autor es el conocido lingüista    Cerrón Palomino. El acto cultural tuvo lugar en la Sala Clorinda Matto de Turner de la Feria del Libro en actual desarrollo.
Tanto el autor como los comentaristas (entre los que se encontraba Nicanor Domínguez, historiador que ha publicado muchos trabajos sobre los antecedentes de la puneñidad) expresaron algunas ideas novedosas y algunas otras de evidente polemicidad sobre las lenguas originarias que estuvieron vigentes en diversas etapas de la historia del altiplano hoy peruano-boliviano, a la luz de las fuentes documentales dejadas por los llamados “cronistas de la historia”.
Cerron Palomino, principal factótum teórico del trivocalismo quechua y aimara, informó que se halla ejecutado el trabajo de investigación sobre la lengua Puquina. Los interesados en esta temática empiezan a esperar con notable expectativa lo que el autor publique sobre el asunto. Se espera, desde ya, que se esclarezca ciertos mitos, especialmente sobre la supuesta denominación puquina del Lago Titicaca, asi como sobre la denominación de Carabaya y otros tópicos relacionados. (GVC)


EL  URO
DE LA BAHÍA DE PUNO*
Revista Edu. PUCP 27 de junio del 2017
El texto de Rodolfo Cerrón Palomino, lingüista y docente del Departamento de Humanidades de la PUCP, recopila toda la investigación hecha por él y su experiencia relacionada con esta lengua extinta en nuestro territorio.
Si bien el uro ha existido desde hace cientos de años y tuvo una amplia distribución en el altiplano andino, con el correr del tiempo y la influencia de otras lenguas más dominantes, este prácticamente desapareció. Durante casi una década, Rodolfo Cerrón Palomino, lingüista y docente del Departamento de Humanidades de la PUCP, ha recopilado información sobre el uro y cómo se extinguió en nuestro territorio. Toda esta investigación ha sido volcada en el libro El uro de la bahía de Puno.
Desde Azángaro, en Puno, hasta Oruro, en Bolivia, los pobladores que hablaban esta lengua vivían en el eje acuático del Lago Titicaca y eran personas que tenían un desarrollo cultural incipiente, explica Cerrón Palomino, basándose en datos etnohistóricos. El lingüista señala que existían poblaciones cercanas a esta zona que hablaban una lengua distinta al uro: el puquina, la cual gozaba de mayor prestigio social y cultural, y que fue asimilada por los uros, así como las prácticas culturales vinculadas a esta.
Más tarde, los aymaras del centro del Perú llegaron a la zona, y dominaron a los puquinas y a los uros, lo que les obligó a cambiar de lengua. Mucho después, con la llegada de los incas, esta población asimilaría el quechua. “A lo largo de la historia, este pueblo pasó por distintas lenguas y fue cediendo la suya a los grupos de poder que los dominó”, indica el docente PUCP.
Finalmente, pese a la gran presencia de pobladores uros que encontraron a su paso, cuando los españoles llegaron al altiplano no consideraron necesario evangelizarlos en su idioma original, pues estos hablaban aymara o quechua. Por este motivo, no se ha encontrado gramática uro con un vocabulario propio, a pesar de ser una lengua demográficamente importante.
De lo que sí hay literatura española es de los adjetivos en contra del pueblo uro, a quienes consideraban como “bárbaros, salvajes, indómitos” debido a que vivían en el lago Titicaca, “vistiéndose de totoras y comiendo carne cruda”. Cerrón Palomino comenta que todo esto “contribuyó a que la lengua vaya perdiéndose y que su identidad se ponga en tela de juicio”. 

Los últimos uros
Antes de que la lengua se extinga por completo del lado peruano, en 1929, el investigador alemán Walter Lehmann logró recoger material léxico de los últimos usuarios del uro y lo describió de manera muy esquemática. Gracias a ello sabemos que la lengua uro tiene un consonantismo complejo y que contaba con 10 vocales (frente al castellano que tiene 5 y el quechua, con 3). Cerrón precisa que el trabajo que realizó el europeo fue legado al Instituto Iberoamericano de Berlín, lugar al que el lingüista acudió para consultar el material inédito que luego le sirvió para la realización de El uro de la bahía de Puno.
La poca literatura disponible sobre el pueblo uro, y especialmente de su lengua, fue procesada por Cerrón Palomino, quien ya poseía conocimientos sobre la única variedad del uro que subsiste del lado boliviano: el chipaya. El docente ha investigado dicha variable por ocho años, durante los cuales ha pasado por largos periodos en el altiplano, enseñando e investigando. “Yo conocía bastante bien la lengua, porque durante el trabajo de campo conocí y aprendí sus estructuras básicas. Mi ambición era editar el texto de Lehmann” precisa el docente de nuestra Universidad.
Toda esta información recolectada le permitió procesar el texto dejado por el investigador alemán y desarrollar el contexto uro del lado peruano, así como conocer la realidad de los descendientes de los pobladores. “Quería presentar este material dentro  del contexto social histórico-cultural de todo el pueblo uro, así como la distribución espacial de ese grupo y la historia de sus plantaciones idiomáticas”, detalla el especialista.
Hoy, los chipayas de Oruro son los únicos que aún hablan esta lengua, y quienes han hecho esfuerzos por reunirse y hablar de la extinta “Nación Uro”. Sin embargo, se trata de un grupo minoritario que conserva poco de la historia de un pueblo que se resistía reiteradamente a la dominación cultural. Con tan solo dos mil hablantes, esta lengua aún se transmite de padres a hijos. Cerrón Palomino cree que su libro ha llenado, de alguna manera, la historia cultural de esta antigua nación que, afirma, “ahora sabe de dónde viene, quiénes son sus hermanos, hasta cuándo se habló su lengua y cuál era la distribución de esta”.
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* La publicación fue presentada en la Feria del Libro el jueves 3 de agosto
 
NUESTRO DIRECTOR GUILLERMO VASQUEZ CUENTAS CON EL AUTOR DEL LIBRO, RODOLFO
CERRO PALOMINO, EN LA PRESENTACIÓN DE LAS INTERESANTE PUBLICACIÓN. LOS
ACOMPAÑA  EL EX CONGRESISTA PUNEÑO GUSTAVO FLORES FLORES
“EL URO DE LA BAHÍA DE PUNO”
Nicanor Domínguez Faura
Enviado por SER el 22/03/2017
En la última semana de octubre de 1929 el investigador alemán Walter Lehmann se detuvo en la ciudad de Puno.  Venía, en buque a vapor, desde el puerto boliviano de Guaqui.  Habiendo recopilado información lingüística de los llamados “uros” en Bolivia, buscaba hacer lo mismo en el sur peruano.  Con la ayuda como traductor del poeta juliaqueño Eustaquio Rodríguez Aweranka, se dirigió a la aldea de pescadores de Chimu (aimara: Ch’imu, uro: Ts’imu), 8 kilómetros al sur de la ciudad, antes de Chucuito.  Allí entrevistó a don Nicolás Valcuna, alcalde vara del pueblo, y a su anciano padre, Florentino Valcuna, quienes además de la lengua aimara todavía utilizaban algunas palabras y frases de su ancestral lengua materna.  Regresados todos a la ciudad de Puno, la entrevista continuó hasta pasada la medianoche.
Uno de los últimos uros
Con los apuntes de esta febril recopilación, Lehmann continuó viaje a Arequipa y Lima, y estuvo en Lambayeque, donde entrevistó a personas que todavía hablaban otro idioma indígena, la lengua mochica.  Lehmann regresó a Alemania en 1930, pero no llegó a procesar estos materiales lingüísticos, falleciendo en 1939.  Entre 1907 y 1929 había hecho estudios sobre lenguas indígenas americanas, especialmente en México y Guatemala (Mesoamérica).  Sus papeles se guardan en el Instituto Iberoamericano de Berlín, donde los revisó el lingüista peruano Rodolfo Cerrón-Palomino (en 1991 y nuevamente en 2001).  Además, Cerrón trabajó en la localidad boliviana de Chipaya, donde la lengua de los “uros” sigue en pleno uso, publicando El chipaya o la lengua de los hombres del agua (2006) y, en coautoría con el semiólogo peruano Enrique Ballón Aguirre, Chipaya: Léxico y etnotaxonomía (2011).
Con esta sólida preparación, Cerrón acaba de publicar un libro en el que evalúa el material recopilado en 1929: “gracias al espíritu explorador de un investigador experimentado como Lehmann, hoy podemos contar con el único material disponible que permite que tengamos una idea, aunque fuera borrosa, de una variedad extinguida como el uro de la Bahía de Puno.  No fue difícil constatar que la visita… a la localidad de Ch’imu se realiza en un momento en el que la lengua nativa va cediendo irreversiblemente, en labios de sus pocos hablantes, ante la poderosa lengua dominante de la región: el aimara.  En tal situación, fue prodigiosamente oportuna la visita fugaz que realizó Lehmann a la ciudad de Puno para, de inmediato, trasladarse al campo en busca de la información lingüística anhelada.  No obstante el breve tiempo de que dispuso el investigador en su diligencia, el material consignado, al margen de ciertas omisiones, es realmente valioso e informativo.  Si bien, como todos los materiales de la época, el de nuestro viajero adolece de una serie de problemas de registro que les resta confiabilidad, sobre todo a la luz de las exigencias modernas, el escrutinio efectuado sobre él demuestra que, dejando de lado ciertas sutilezas y dispensando algunas confusiones, el aporte documental de Lehmann resulta ciertamente inapreciable” (pp. 121-122).
Es que solo a fines del siglo XIX, y en el siglo XX, se registraron las variedades que sobrevivían de la lengua de los llamados “uros”.  A diferencia del quechua y el aimara, que desde el siglo XVI fueron estudiadas y sistematizadas por los evangelizadores españoles, el idioma de los “uros” carece de este tipo de registros.  Su estudio, por ello, ha sido más difícil.  El libro no solo presenta una historia del grupo (caps. II, IV.1-3), sustentada en el magnífico estudio de Nathan Wachtel, El regreso de los antepasados (1990, 2001), sino que ofrece la historia de los estudios etnográficos y lingüísticos sobre ellos (caps. IV.4, VI), así como el recuento crítico de las confusiones y “mitos” que se les han abusiva y prejuiciosamente aplicado desde la época incaica (cap. III).

De los numerosos temas que el libro toca, centraremos este comentario, por falta de mayor espacio, en los problemas en torno al nombre del grupo (etnónimo) y de su idioma (glotónimo), que
Ch'imu
escribimos entre comillas.  El término “uro” provendría de una palabra quechua que significa insecto o bicho (p. 22).  Aplicada por los Incas a un grupo de seres humanos es, sin duda, un insulto, un término peyorativo.  Por eso, tradicionalmente, la propia gente a la que se le llama “uro” no ha aceptado el apelativo.  La gente de Chipaya, en Bolivia, se autodenomina “qhwaz zhoñi” (“hombres del agua”), y su idioma propio, que solo se conserva allí, tampoco era llamado “uro” sino “puquina” o “bukina” (pp. 27-30, 135).  Esto ha creado, desde el siglo XVI en adelante, la confusión con otra lengua indígena del Altiplano surandino, el puquina, del que si existen algunos textos escritos por los evangelizadores en la época colonial, aunque el idioma se extinguió en el siglo XIX.  Cerrón explica y aclara las confusiones en que incurrieron los estudiosos del siglo XX con respecto a este problema: pensar que el “uro” y el puquina eran lenguas estrechamente relacionadas, cuando el estudio lingüístico de ambas ha mostrado sus profundas diferencias (cap. V).  También menciona el intento de distinguir la lengua con el nombre de “uruquilla”, del difunto lingüista peruano Alfredo Torero [n.1930-m.2004]; o últimamente, la propuesta de investigadores holandeses de usar del término “uchumataqu” para nombrar al idioma.
Lo más interesante es que desde las décadas de 1960-1970 en adelante, los investigadores que han trabajado en las comunidades peruano-bolivianas descendientes de los antiguos “uros” (que según documentación del siglo XVI vivían principalmente como pescadores a orillas de lagos y ríos de todo el Altiplano, pero que a inicios del siglo XX subsistían únicamente en cuatro lugares: Chimu, en Puno, y en Bolivia Iruhito, el lago Poopó y Chipaya), han promovido la reunión de estos diversos descendientes.  Así, en 1993 los dirigentes indígenas de las comunidades bolivianas, rechazando las connotaciones peyorativas y apropiándose orgullosamente del término, fundaron la Nación Originaria Uro (NOU).  En el 2001 se pusieron en contacto con los llamados “uros de las islas flotantes” de Puno (de Ccapi, llamados “ccapillus”, y ahora emblemáticamente “ch’ullunis”, en referencia a la raíz de la totora), para integrarlos a su organización.  Cerrón reflexiona sobre el rol de la lengua ancestral en estos esfuerzos de “recreación étnica” (etnogénesis), pues solo los Chipayas hablan el idioma, siendo los otros descendientes del grupo en la actualidad aimara-hablantes (cap. X).
Como se aprecia de estos abigarrados comentarios, el libro más reciente del prolífico e incansable investigador Rodolfo Cerrón-Palomino es mucho más que un estudio especializado en lingüística andina, pues sintetiza la información histórica y etnográfica de este grupo humano del Altiplano peruano-boliviano y dilucida muchas de las especificidades locales de sus descendientes en Puno.  Lectura obligada, pues, para puneños y puneñistas.
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Rodolfo Cerrón-Palomino, El Uro de la Bahía de Puno, con la asistencia de Jaime Barrientos Quispe y la colaboración de Sergio Cangahuala Castro (Lima: Instituto Riva-Agüero, Pontificia Universidad Católica del Perú, 2016). 238 páginas.

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EL “MITO ETNOGRÁFICO” SOBRE LOS UROS
Nicanor Dominguez Faura
Enviado por SER el 02/08/2017
Los llamados “uros” del Altiplano Surandino (región que hoy comparten el Perú y Bolivia), constituyen un grupo minoritario indígena muy singular.  500 años atrás formaban una importante minoría poblacional en esa parte de los Andes.  Vivían a orillas tanto del lago Titicaca como de los ríos y lagunas altiplánicos, siendo alrededor del 30 por ciento de la población indígena de la época.  Su forma de vida en el siglo XVI, vinculada a los recursos animales y vegetales del medio acuático, les resultaba sumamente extraña tanto a los conquistadores Incas como luego a los invasores españoles.  Antes de la llegada de los Incas cuzqueños al Altiplano (aproximadamente en el año 1450), los “uros” ya eran una población sometida a la mayoría aimara de la región.
El nombre “uro” es un término peyorativo, pues provendría de una palabra que en quechua y en aimara significa araña, gusano; es decir, un insecto o bicho.  Aplicada por los Incas a un grupo de seres humanos es, sin duda alguna, un insulto.  Por eso, tradicionalmente, la propia gente a la que se le llama “uro” no ha aceptado el apelativo.  Hoy en día, el único lugar donde subsiste una comunidad descendiente de este grupo indígena que aun habla su lengua ancestral es en Chipaya (departamento de Oruro, en Bolivia).  Según los estudios del lingüista peruano Rodolfo Cerrón-Palomino, la gente de Chipaya se autodenomina “qhwaz zhoñi”, que significa “hombres del agua”.
Las descripciones escritas sobre este pueblo indígena minoritario de las que disponemos para los siglos XVI y XVII expresan frecuentemente ideas negativas sobre los “uros”, originadas en la dominación incaica (entre 1450-1532) y aimara (antes de 1450), que los españoles aceptaron y reprodujeron (a partir de 1532 en adelante).  Estas ideas negativas son la expresión del “mito etnográfico” que los estudios del etnohistoriador francés Nathan Wachtel han invalidado categóricamente, desde sus primeras publicaciones sobre los “uros” en 1978, hasta su magnífico libro de 1990, traducido al castellano en el 2001 con el título de: ‘El regreso de los antepasados: Los indios uros de Bolivia, del siglo XX al XVI. Ensayo de historia regresiva’.
La mayoría de los testimonios registrados por los españoles del siglo XVI son bastante negativos respecto de los “uros” y su modo de vida.  Una descripción de 1586, escrita por el corregidor (gobernador local) de una provincia altiplánica, señalaba: “cuando los ingas vinieron conquistando esta provincia de los Pacaxes, hicieron salir a estos indios Uros de junto al agua y les hicieron vivir con los Aymaraes y les enseñaron a arar y cultivar la tierra, y les mandaron que pagasen de tributo pescado y hiciesen petacas [= canastas] de paja […], y al presente tienen pulicia [= orden], y viven en casas, y habitan en pueblos, y tienen sus caciques y principales, y pagan tasa [= tributos], y sirven como los demás indios Aymaraes” (Pedro Mercado de Peñalosa, “Relación de la provincia de Pacajes”, en Jiménez de la Espada, ed., ‘Relaciones Geográficas de Indias’, 1965, t. I, p. 336).
Otra descripción de 1588, escrita por un sacerdote que evangelizó a los indios en la zona del lago Poopó, afirmaba sobre los “uros”: “Es gente más rustica y grosera, más baja y torpe y sin policía [= organización] que los Aimaraes: son tan torpes que con dificultad saben hacer una cuenta.  Son más sucios, peor vestidos, más pobres que los Aimaraes; más perezosos, menos comunicables, más huidores, menos trabajadores, grandes haraganes; más duros, menos sujetos, peores en las cosas de cristiandad, menos disciplinables” (Bartolomé Álvarez, ‘De las costumbres y conversión de los indios’, 1998, p. 390).
Finalmente, pueden citarse los comentarios del famoso jesuita José de Acosta, quien estuvo en los Andes en las décadas de 1570 y 1580, y publicó un libro importantísimo en 1590, titulado la ‘Historia Natural y Moral de las Indias’.  Allí afirmaba rotundamente: “Son estos uros tan brutales que ellos mismos no se tienen por hombres.  Cuéntase de llos que, preguntados qué gente eran, respondieron que ellos no eran hombres sino uros; como si fuera otro género de animales” (1590, Lib. 2do., Cap. 6, pp. 95-96; ed. 2008, p. 49).
Sin embargo más allá de este aparente consenso negativo, hay que saber leer los testimonios históricos.  Los documentos no nos “hablan” directamente, pues hay que analizarlos en su contexto: quién dice qué, cómo y por qué motivos.  Así, veamos cómo analiza la afirmación del jesuita Acosta el ya citado lingüista Rodolfo Cerrón: “la supuesta inhumanidad de los uros, aparte del profundo prejuicio que la subyace, era, en el mejor de los casos, producto de un desencuentro lingüístico y socio-cultural, desde el momento en que con dicha respuesta, en el sentido de que “no eran hombres sino uros”, lo único que hacían era afirmar su identidad, negando ser quechuas (‘runa’) o aimaras (‘haqui’), es decir grupos sometidos a la dominación colonial, condición necesaria para ser considerados como “gente de razón” y de “policía”, según la concepción de humanidad domesticada manejada por los grupos de poder” (‘El Uro de la Bahía de Puno’, 2017, p. 46).  En otras palabras, los “prejuicios culturales” del jesuita Acosta afectan significativamente su descripción de las realidades andinas de las que fue testigo presencial.
Hoy, aimaras toman su lugar
Otros testimonios del siglo XVI, fruto de una experiencia más prolongada y directa en relación a la población andina, nos muestran que el “mito etnográfico” en perjuicio de los “uros” no fue aceptado unánimemente por todos los españoles de la época.  En 1567 el visitador (inspector) Garci Diez de San Miguel entrevistó a Melchior de Alarcón, un “español entre indios” (como dijera en 1974 el historiador norteamericano James Lockhart).  Este experimentado colonizador dijo de los “uros” que: “son gente no de menos entendimiento y capacidad que los demás aymaraes”.  Para él, la razón del “abatimiento” que podían mostrar los “uros” era la opresión que los aimaras ejercían sobre ellos: “el tenerlos los caciques en tanta subjeción y tener tanto señorío sobre ellos y el no querer sea gente más noble y de más posibilidad los abate en gran manera”.
Además, su modo de vida lacustre seguía otros ritmos laborales distintos a los que imponía la agricultura: “no están hechos al trabajo [y] son holgazanes de su condición”.  Sin embargo, si se los trataba siguiendo las normas andinas de la reciprocidad y redistribución de bienes por trabajo, eran buenos trabajadores: “porque los ha visto ponerse muy bien al trabajo y que ningunas sementeras [= cultivos] se hacen en la provincia que no sean los primeros a trabajar o en la de los caciques y en éstas siempre o en las de otros indios que les dan coca y de beber u otro género de paga”.
Que su forma de vida tradicional como pescadores los tuviera acostumbrados a un ritmo laboral propio, diferente de aquel de los agricultores aimaras, no les impedía, si eran bien tratados, destacar en el trabajo que era considerado “más normal” en la época.  Por eso, Melchior de Alarcón afirmaba categóricamente que: “sabe y ha visito por vista de ojos que en la chácara que trabajan harán mucho más que los aymaraes pues en otras cosas de trabajo como es en ir a cargar carneros [= llamas] y en hacer paredes y en tejer e hilar lo hacen tan bien como los demás” (‘Visita hecha a la provincia de Chucuito’, 1964, p. 140).
En pocas palabras, tan seres humanos como los aimaras y los propios españoles del siglo XVI.  Y como nosotros mismos, estimadas lectoras y lectores, en el siglo XXI.




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