EL
ALTIPLANO Y EL LAGO TITIKAKA
Por: José Luis Bustamante y Rivero
Extracto
textual de su libro “Una visión del Perú y Elogio de Arequipa”, Talleres
Gráficos Villanueva. Lima 1960 pp. 29 a 35.
El Altiplano
es el remanso de los Andes. Allí su rebeldía halla sosiego i reposo. Llanura
tersa i amplia, sin premuras i sin complicaciones. Línea recta que se hace
superficie en la sedimentación del terreno, que se hace horizonte en la
lejanía, que se hace vida en el tallo de la paja brava i que se hace sensación
en la simplicidad primitiva del ambiente social. Idílica llanura donde pacen
los ganados, en blancas manchas ambulantes, el "ichu" pálido i silvestre, bajo el amparo
ritual del pastor indígena, que lleva el arco-iris en las rayas polícromas de
su poncho i que recoge en su "quena" los gemidos del viento de la
puna.
La
Meseta del Collao abarca una extensísima superficie e incluye en uno de sus extremos
al Titicaca, el Lago Sagrado del cual, según la tradición indígena, surgieron
Manco Ccapac i Mamma Ocllo, los fundadores del Imperio Incaico. Mui próxima a
los cuatro mil metros de altura, presenta esa meseta características par
adojales: es desolada i productiva, grandiosa i melancólica, monótona e
interesante. Sus tierras, de un ocre amarillento, dan la impresión de la
estepa; pero en ellas prosperan, bajo la mano del agricultor autóctono, la
papa, la oca, la cebada, la qui- nua, la cañagua i aun el trigo. Sobre los anchos
llanos, en manadas profusas, las llamas i las alpacas ambulan con cadenciosa displicencia,
erguidos los largos cuello o colgantes, como hilachas, las hebras lacias de sus
lanas sedosas. Recias granizadas azotan la comarca i tormentas furiosas
descargan sus centellas sobre la pampa huraña. Diseminadas en ésta, ralean las
cabañas indígenas que en su mezquina pobreza —de barro los muros i los techos
de paja— tienen un no sé qué de pena amarga i de tragedia humilde. Sólo tras
largos recorridos algunos caseríos más poblados animan con el trajín de su
comercio rudimentario la inmensidad del panorama. En la plazuela pública
realízanse las transacciones bajo la forma de "ferias" dominicales,
donde los colonos exhiben sus animales (reses retacas i desmedrados
caballejos), i donde las mujeres pregonan su mercancía de frutos i de granos
bajo pequeños toldos de bayeta. Allí la vida poblana es más bien la excepción,
el hábito dominguero, el pretexto de un jolgorio que se repite, como un rito
semanal, entre danzas i libaciones de los nativos. De ordinario, la existencia
del indio se desenvuelve a campo abierto, bajo ese sol de la serranía que quema
i no calienta, en el semidormido vegetar del pastoreo, entre el cariño de las
ovejas i vaquillas, junto al fiel perro lanudo, perdidos los ojos en lo
infinito del paisaje i roída el alma por la nostalgia de un pasado que vive
solo en las profundidades de la sub- conciencia i que, en su pugna inútil por
aflorar a la zona del recuerdo, deja una huella doliente de resignada
misantropía.
Mas
esta es la faz clásica i un poco rezagada de la vida del Altiplano. Frente a
ese ritmo lento de la existencia indígena en ciertas regiones de la meseta,
surge en otras una actividad nueva, ágil, promisora. La cabaña se convierte en
estancia. Las pasturas silvestres, en granjas de cultivo. Cercos i empalizadas,
encuadrando la llanura, parecen afanarse en el intento un poco pueril de
detener entre sus vallas el desborde del pastizal interminable. Los enclenques
ganados criollos reciben la inyección de sangres fuertes i finas. Nobles razas
de vacunos medran en las haciendas, asegurando con impulso creciente la
próxima autonomía de la industria ganadera. Prósperas fábricas de tejidos
surten los mercados nacionales de excelentes manufacturas en casimires, mantas
i alfombras. Las escuelas-talleres oficiales proporcionan a los niños
indígenas una educación progresiva i adecuada a sus peculiares condiciones,
iniciándolos en los modernos métodos de la agricultura i el artesanado. I el
indio de la puna, reconcentrado i hosco, abre los ojos a una luz nueva,
ensancha el ámbito de su mirada, dinamiza sus músculos, aprende las excelencias
del trabajo inteligente e incorpora poco a poco a la nacionalidad sus viejas
virtudes adormecidas.
EL LAGO TITICACA
En un
rincón de la meseta se asienta el Lago Titicaca, verdadero mar interior, de 200
kilómetros de largo por 50 a 60 de ancho i una profundidad que llega hasta a
200 brazas en algunos sitios. Por su altitud, es único en el mundo, pues se
encuentra a 3800 metros sobre el nivel del mar. Está alimentado por la afluencia
de numerosos ríos que convergen hacia él por diversos lados de su perímetro i
que forman una cuenca hidrográfica especial, originada por dos ramales de la
Cordillera de los Andes. Cruzando diagonalmente su superficie, una línea
imaginaria marca la frontera entre el Perú i Bolivia.
La
región del Titicaca constituye, sin lugar a duda, uno de los parajes más
bellos de la América del Sur, i uno de los más interesantes focos del turismo
internacional. Su contorno, extraordinariamente caprichoso, presenta recortes
variadísimos que dan lugar a la formación de penínsulas, bahías i estrechos cuyas
reducidas proporciones sugieren la presencia de un mundo en miniatura. Las
aguas, de un azul profundo, toman a ciertas horas del día un fascinante color
de acero. El frío viento de la altura, que a menudo suele soplar con
reciedumbre, levanta olas pequeñas pero de una rara movilidad, que rizan de
escalofríos espumosos toda la masa líquida. En las ensenadas interiores, el
agua se remansa sobre la suave pendiente de la orilla cubierta de totorales.
Aguas adentro, por en medio del bajío de espadañas, se abren canales angostos
a lo largo de los cuales discurren las balsas, hechas también de totora, de los
indios lugareños. En las inmediaciones del pequeño puerto de Puno, medio
oculta por los macizos vegetales de la ribera, tiene su emplazamiento una
aldea antiquísima de indios "uros", cuyas chozas, construidas encima
del lago sobre estacas de troncos, recuerdan humanas épocas "primitivas o
costumbres aborígenes de remotos continentes. Todo es policromía i transparencia
en este paisaje maravilloso. Hacia el Oriente, la Cordillera Real destaca su espléndida
hilera de nevados sobre un cielo de añil. Los montes adquieren coloraciones
rosáceas i violetas a través de la atmósfera nítida. Numerosas islas emergen
aquí i allá, luciendo el verde vivo de sus arbolerías en plantaciones de
eucaliptus, regulares i simétricas. I en el estrecho de Tiquina, surcado de
ligeras embarcaciones, se alegra el ras del agua con un revoloteo de velas
blancas. Sobre la parte occidental de la costa, en la margen peruana, existen
lugares donde se conserva reliquias coloniales del más alto valor. Allí están
los famosos templos de Juli i de Pomata, verdaderas joyas de la arquitectura
española, cuyos muros i techos decoran lienzos i damascos que hablan
elocuentemente del arte pictórico i de la suntuosidad de aquellos tiempos. Juli
evoca, además, la obra civilizadora de los jesuítas, que fundaron allí una de
las primeras imprentas de Sud América.
La
travesía del Titicaca se hace en cómodos barcos, cuya armadura fué preciso
montar en sus propios puertos, transportando la obra muerta pieza por pieza
desde el litoral marítimo. El viaje longitudinal dura diez horas desde el
puerto peruano de Puno hasta el boliviano de Guaqui. Las costas están sembradas
de otros pequeños puertos, entre los cuales se hace por los vapores lacustres
un intenso comercio de cabotaje.
El Lago
cuenta con variadas especies de peces, entre los cuales los más conocidos son el
suche i el pejerrey. Los Gobiernos del Perú i Bolivia han emprendido una
magnífica obra de cooperación vecinal para el fomento de la piscicultura,
mediante la implantación de viveros de truchas, con los cuales viene poblándose
el inmenso reservorio lacustre. Esta nueva riqueza ofrece insospechados recursos
alimenticios a los aborígenes de la región i puede estimular el desarrollo de
una industria en gran escala.
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