HUMAREDA:
NO SABÍA, PERO SE LE VINO PARCA
Autor:
Omar Aramayo
Difundido en Facebook por Waldo Gómez Poma
n
su lúcida locura, Humareda, en 1983, a la edad de sesenta y tres años,
finalmente se percata que su salud ha sufrido grave deterioro, por efectos de
los químicos de chisguetes y disolventes con los que ha convivido más de
treinta años, en la pequeña celda del Lima Hotel. Escribe a su amiga Elena
Candiotti: “Sabes que me enfermé por dormir muchos años en un cuarto con
pinturas. Me dolía mucho el cerebro, me he tenido que cambiar a otro cuarto,
solo”. Y el 283 queda como atelier y sala de conversación, mientras en el 211
instala su dormitorio. Pero es demasiado tarde, el pintor está sentenciado y
comienza su calvario. Lo tratan dos médicos, el doctor Salem, gordito, rollizo,
los párpados hinchados y caídos, altísimo, la cabeza menuda y desnuda, de
origen árabe. El otro era Sahria, de origen judío, no tan alto, la cabeza
cuadrada, parecida a la de Ciro Alegría. Salem es amable. Cuando los amigos de
Humareda van a visitarlo, Salem los interviene: ¿Por qué cuando vienen a
preguntar por la salud de Humareda siempre están asustados? ¿Por qué ponen esas
caras? ¿Qué les pasa? A todos nos veía asustados, Alcalde, Ivette, el mismo
Julio Campos. Años después de la muerte del maestro, Julio Campos llevó a su
mamá, por cuestiones de salud, el doctor Salem de inmediato reconoció al
pintor, y exclamó, Julio, el discípulo de Humareda, y lo trató con su
amabilidad habitual.
Tras
el diagnóstico de cáncer a la laringe, es operado por primera vez en el
Instituto Peruano de Enfermedades Neoplásicas el 3 de junio de 1983; y
nuevamente, el 23 de setiembre de 1984. El doctor Ernesto Salem le extrae dos
tumores malignos, el pintor ignora la gravedad de su situación, sus amigos por
consejo del médico omiten decirle la verdad; esas dos fechas lo siguen como
fantasmas por el resto de sus días, como cuchillos afilados van a su costado,
lo custodian, como si celebrasen su anticumpleaños cada día.
Pierde
la voz, debe respirar por un orificio que le abren en la base del cuello, una
traqueotomía, por lo cual se alimenta por la nariz durante un mes. Lo más duro,
lo difícil de la situación es la limpieza de la cánula, esa pequeña prótesis
instalada para impedir que cierre la incisión en la garganta, y que le permite
la respiración. La cánula, la maldita cánula de cada madrugada, de cada
despertar, de los momentos previos al dormir, a la medianoche cuando despierta
urgido y no se acuerda de nada y tiene que caminar al baño como sonámbulo.
Entonces Víctor culpa de las operaciones a su musa, escribe: “Ivette, si me
querías no hubieras dejado que me operen” A partir de ese momento su lucha es
contra los medicamentos, Panadol, Alentol, Neurobión, “verdaderos venenos, y
todavía debemos pagar por ellos”. Y contra los médicos, Humareda solo tiene un
antecedente ilustre en la denostación de los médicos, el poeta andaluz
naturalizado peruano, Juan del Valle y Caviedes que en el siglo XVII les dijo a
los médicos vela verde, zamba canuta. Ambos ejercitan una violencia verbal
escatológica de antología. Del Valle y Caviedes, los llama “matasanos” Humareda
los compara con la Santa Inquisición. Aunque es de reconocer que tanto el
doctor Nieri, su médico de cabecera y el doctor Salem, quien lo operó en las
dos oportunidades, tenían estimación y admiración entrañable por el pintor. Y
pierde la voz definitivamente, habría aullado como Ginsber para que no lo
hicieran. Pierde la voz pero no la palabra.
En
1984 Alcanza su plenitud de pintor y personaje mediático. Después de años de
menosprecio, empieza a ser reconocido en su dimensión real, es el genio de la
Parada, un genio al alcance de todos, un genio democrático como el pan, un
genio a nivel nacional, universal; aunque por el momento la gente no alcanza a
ver un algo más, un algodón, pero es el comienzo para ver al gran pintor. La
revista Oiga le dedica una carátula, tanto como Somos, y otras revistas.
De
aquellos años es la historia que Gonzalo Mariátegui rememora: Un día paseábamos
por la esquina de Shell y Larco, en Miraflores, en eso pasa Mario Vargas Llosa
en el carro de Szyszlo, un Mercedes plateado sport para dos personas, yo tenía
mi viejo Toyota rojo, Víctor comenta: si Vargas Llosa viviera en el Lima Hotel,
escribiría diez novelas en vez de una. Entonces el semáforo se pone en rojo y
yo aprovecho aquellos instantes para saludar al novelista y picarle el ánimo:
Mario, mira con quién estoy. Szyszlo me mira, ha escuchado nítidamente, pero se
hace el desentendido, sabe lo que le viene. Humareda repudiaba todo lo oficial,
a Szyszlo porque era el pintor oficial, y a Vargas Llosa porque era el escritor
oficial. A Hugo García Salvatecci, le decía que Vargas Llosa es el Szyszlo de
la literatura, y que Szyszlo es el Vargas Llosa de la pintura. “Lástima, que no
pueda decirlo en público, porque ambos se sentirían halagados”.
La
Quinta Heren es uno de sus temas predilectos, un viejo palacete austro−húngaro
construido en el siglo XIX, paraje de encanto, cofre de lo guardado para algún
día de no se sabe cuándo, habitado por espíritus y cantos enmarañados de aves
que jamás nadie ha podido ver, residencia de varias embajadas en un pasado
glorioso, pero también la secreta añoranza de lo amado, aquí tenía el pintor
Teófilo Castillo su taller donde le enseñó el arte de la pintura a Julia Codesido,
maestra de Víctor. La Quinta Heren, es un coágulo en la garganta, el paisaje de
su angustia, de sus añoranzas, de sus manos estrujadas, pero también el anhelo
de cada atardecer, el naufragio de cada mediodía. La Quinta Heren, su último
cuadro, que compra el Banco Central de la Reserva, donde su mente ha convivido
con los viejos fantasmas.
La
promesa de su rehabilitacíon y su resurrección está en su pintura. Humareda
pinta y dibuja hasta los últimos días de su existencia, sin tregua ni reposo,
sin fatiga existencial que le ate las manos, sin disculpas de ninguna clase, no
les da ápice tregua a sus decaimientos. Se ha hecho uno solo a su instrumento
de vida e inspiración, como la vieja buganvilia al muro centenario; ha pintado
y dibujado en cafés, restaurantes, parques, en su habitación, entonces ya no
tiene por qué dejar de hacerlo en el hospital, pinta enfermeras, se pinta a sí
mismo metiéndole la mano a la enfermera, procaz ante a la muerte, obsceno
frente al dolor, para él los médicos son la santa inquisición y las enfermeras
son mujeres, senos, nalgas, miradas comprometedoras. Su capacidad de trabajo es
el rayo que no cesa ni antes de morirse.
En
esos días sus clientes vienen a buscarlo al hotel, quieren comprarle cuadros,
se disputan, quieren pagar más, cobre usted maestro, lo que quiera, cobre
nomás, tal vez saben que va a morir y es el momento de tomarse algo suyo. Señor
Humareda, queremos un incendio, no, no tengo incendios, tengo arlequines. No,
queremos un incendio. Está bien, tengo un Quijote. No señor Humareda, queremos
un incendio. Tengo caballos. No, queremos un incendio. Ustedes no entienden que
para pintar un incendio tengo que estar metido en eso, ustedes creen que pintar
un incendio es cualquier cosa. Váyanse. Difíciles momentos, pintor, difíciles.
Un conocido marchand “amigo” lo busca para que le pinte una cocinita a
kerosene, como esa que pintara en su época oscura, hace tantos años. Víctor
pinta el encargo pero con colores vivos, los colores del día que lo agita, el
rojo, el amarillo, el violeta, fluyen directamente del chisguete, es un cuadro
de empaste; pero cuando llega el susodicho marchand, al ver el cuadro estalla
en cólera, pero cómo Víctor, yo te había pedido uno oscuro como el de tu
primera época, por qué me haces esto, qué tienes en contra mía. Debes
rehacerlo. Pero yo ya no vivo en mi primera época, la vida me ha cambiado, amo
los colores de la vida, la tristeza me ha dejado y yo no tengo la culpa.
José
Torres Böl rememora los momentos finales del pintor: Un día viene al Banco una
persona a decirme que Víctor se encuentra mal, muy mal, necesita los mil
quinientos dólares que le debe el Banco, aunque todavía no había entregado el
cuadro, ha sido internado de emergencia en el Hospital de Neoplásicas. Me
movilizo de inmediato, llego, hay un mar de gente en los pasillos, está en el
tercer piso, me abro paso como puedo, ingreso a la habitación, está entubado,
inconsciente, no sé qué hacer con el dinero. Hablo con el doctor Salem. No
necesita nada, además él ha ingresado con ochocientos soles en el bolsillo para
sus medicinas. No, ya no le vamos a poner nada, no, el tratamiento ha
concluido. Veo gente desconocida, me piden el dinero como si el pintor les
hubiera encargado cobrarlo, que el banco pague lo que le debe, que entreguen
los mil quinientos dólares, alguien dice “tengo el cuadro del Banco” luego un
murmullo, un mitin de protesta, una procesión, una fiesta secreta en contra de
quien fuese, del Banco, abusivos, no se queden con su dinero.
Los
periodistas empiezan a llegar, hay uno que quiere tomarle fotos desnudo en la
morgue del hospital, su amigo Eduardo “Bola” Aguirre, del Palermo, quiere
trompearse con uno de ellos, evitar el escarnio. Para evitar el daño, lo
sacamos en una camilla de Neoplásicas, por la puerta falsa, hasta una camioneta
de la funeraria Merino. En la funeraria lo asean, lo cambian, le ponen el terno
nuevo, aquel de las exposiciones, y de allí a Barranco. Su terno anterior y los
zapatos, estaban armados como un atadito pero se han perdido en la carroza. No
hay quien pague el sepelio, recuerda José Torres Bol, yo había devuelto el
dinero del banco a Coco Abásolo, lo llamo para ponerlo al tanto, el Banco tiene
una serie de servicios, vayan a la funeraria Merino, dice Coco. Estamos los
cuatro: Julio Campos, Gilberto, Ángel, y yo, nos encontramos con la hija de
Julio Garro. La gente ha comenzado a hacer una colecta para enterrar a Víctor,
hay gente que grita incontrolable, es una obligación de las galerías. Dónde
está el dinero del Banco. Vamos a la funeraria Merino, Julio Campos, la hija de
Garro y yo, ellos se ponen de acuerdo cómo va a ser el sepelio. En la noche mil
políticos colman el ambiente, como si hubieran sido sus clientes, sus amigos, o
invitados para ser elegidos para un cargo del Estado, como si hubieran recibido
tarjeta de invitación de matrimonio para un velorio, pero solamente quieren
robar cámara, gente de la farándula, gente que nunca he visto, parece más una
fiesta que un sepelio. Las hermanas lloran en una esquina. Otros ríen a
carcajadas. Sí, era un loco. Un cholo, puneño como ninguno. Se ríen con
estrépito, con cinismo, dicen que tenía miedo de la muerte. Que no tenía. Se
fue en la madrugada del 21 de noviembre. Rosina Valcárcel anota la
coincidencia, fue también un 21 de noviembre que volvió de París hace veinte
años. Cada 21 se marchita un rosal, luego vuelve a florecer. Cada 21 alguien
baila un tango apache en la madrugada barranquina, entre los olmos y los versos
de Eguren, entre esas viejas sombras cansadas de los pequeños castillos que
empiezan a derrumbarse ante el desgano de sus alcaldes arribistas y
ladroncicos.
A
las diez de la mañana el padre Ricardo Wiesse celebra una eucaristía en
homenaje al maestro, la Novena Sinfonía , conocida como la Coral, se levanta
sagrada, uno de los motivos favoritos, de su contertulio, Ludwig van Beethoven;
la música toma el primer plano del rito, el sordo mágico sube al escenario y
dirige la orquesta personalmente cual si fuese su propio funeral, las notas se
elevan como nubes de fuego, una llamarada invade el velatorio de la Capilla del
Sagrado Corazón de Jesús, una fiesta de resurrección, ahí está Víctor Humareda,
solloza de emoción pero no puede hablar, no llega a comprender tanta belleza y
confiesa otra vez que está enamorado del violeta, de los matices del violeta,
tan difíciles de dominar, además de Marylin, pregunta si ha venido, por cierto,
quiero verla como vino al mundo.
Lo
velan en Barranco, tenía que ser, amó a Barranco como si fuera Lampa; quién
sabe más, en Barranco está vivo el fantasma de Eguren, entre la bruma del
invierno y el frescor del verano, ama sus buganvilias y sus casonas antiguas,
sus parques abandonados. Barranco es a Lima como Coyoacán a México o La
Candelaria a Bogotá, más para el ensueño que para el trámite burocrático, para
el amor y para el olvido, altas son las paredes del olvido, sobre ellas cantan
los cantores liberados de sus jaulas cuando se hace la tarde, junto al alma de
sus poetas, Chabuca, Parra del Riego, Valdelomar, Vallejo, Luis Hernández
Camarero, César Calvo, Juan Ojeda, aunque sus alcaldes se empeñen en desbaratar
los andamios de su tradición. Lo enterraron con sus zapatos brillantes, terno
verde oscuro, corbata escocesa color zanahoria, el tongo que lo acompañó de por
vida, la chalina roja que le llegaba hasta los pies y la arrastraba com o la
cauda de un cometa, en el cementerio Presbítero Maestro, cuartel Desiderio,
nicho 47 D, al fin del mundo, casi literalmente al otro lado. Los espero aquí,
dijo antes de irse.
Aún
se presentó un obstáculo el momento del último adiós, el cajón por más esfuerzo
que hacen los empleados de la funeraria para introducirlo al nicho, no puede
entrar, entonces tienen que sacarlo y ver cuál es el inconveniente, la razón de
la sinrazón, una botella de vino vacía impide su ingreso, ¿qué hacen las dos
botellas al fondo del nicho? Las que nunca bebió. Las del estribo, se escuchó
decir en el susurro. Humareda debió de haberse estremecido con una gran
carcajada dentro del cajón. Entonces se levanta un viento fuerte que refresca
los rostros de los asistentes que se miran asombrados, más tarde la anécdota
corrió como pólvora por todos los rincones de Lima donde hay un bohemio. Un año
más tarde su amigo Luis Mercado habrá de recordarlo “Era una tarde, demasiado
fresca para ser fines de noviembre. Entre los presentes no había ninguno de los
encumbrados en la vida social, política, y cultural, del país, tan solo gente
anónima que departió con él en La Parada, sus alumnos de Bellas Artes, sus
infaltables amigos de El Palermo, en fin, gente cuya presencia fue siempre
grata a aquel a quien los críticos consideraban una de las figuras vivas más
elevadas y auténticas de la pintura peruana de las últimas décadas”.
El
sepelio es austero, domingo, después de haberse velado en la capilla del
Sagrado Corazón de Jesús, Barranco, frente al Estadio Chipoco. Está doña Ofelia
de Belón, su maestra de primeras letras. También Roxana y Nora, que no se
conocían entre sí y no se saludaron, damas de la noche, nenas glamorosas,
dueñas de antiguos encantos, ojerosas, sin saberlo se ignoraron. Luis Mercado,
Eduardo “Bola”Aguirre, Julio Kuniyoshi, Víctor Manolo Loret de Mola, José
Antonio Ríos, José Aranda, Eduardo Moll, Julio Garro, Elvira Gálvez, Oscar
Corcuera, Alberto Valcárcel, José Aranda, Judith Figueroa, el pintor Aldana,
Hildebrando Izquierdo, Oscar Corcuera, Pilar Millones. Ivette estaba delicada
de salud, Julio Campos estaba indispuesto por las malas voluntades de aquellos
días y se fue a la playa de Chilca, donde es natural, Mario Sierra estaba de
vacaciones, a espaldas del problema. Su amiga, la periodista Elvira Gálvez,
escribió al siguiente día en el Comercio, es decir el día del entierro: “Su
espíritu de trejo puneño debió de haber prevalecido sobre una enfermedad tan
traicionera y solapada, ya que nunca se ausentó de las salas de teatro y
galerías; tan cerca como el 6 de este mes, estuvo en la inauguración de la
exposición de Lucy Rivera y Víctor Salvo”.
Cuando
uno se pregunta ¿por qué esa franja mesocrática de la cultura peruana no puede
olvidado? ¿Por qué el pueblo aspirante, los emprendedores en el arduo y ancho
campo de la cultura, se aproximan cada vez más a Humareda antes que a otros
pintores? La respuesta llega fácil como el agua de los campos: no lo olvidan ni
lo vamos a olvidar porque todos somos Humareda, porque luchó contra la
adversidad del momento en un mundo oligárquico−pituco, esa burguesía que tuvo
cautivo al agro por siglos y que se desmoronó en los sesenta, con la emergencia
social, y que luego se levantó como burguesía industrial y financiera; y que no
pudo apreciarlo porque es ignorante. Luchó contra la adversidad social, la
adversidad racial, la adversidad económica, como el salmón que lucha contra la
corriente, que nada millas río arriba hasta desovar al fin y concluir con su
destino; de la misma manera consiguió su logro: pintar y vivir de la pintura,
no de enseñar a pintar o de vender cuadros de los otros, de ser un pintor
dominical, sino de plasmar su creatividad y vivir profesionalmente, sobre toda
tradición.
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