UN PROLETARIO COMO OTRO CUALQUIERA
Por Jorge Rendón
Vásquez
(Reproducido del libro del Autor Una ráfaga de
amable brisa, Lima, Tarpuy, 2015)
Hace algunos meses asistí a la conferencia de un periodista responsable de la página cultural de un importante diario capitalino. Había supuesto que él tendría algo que decir sobre la cocina de la redacción de donde salían las sábanas impresas de ese diario y las decisiones sobre lo que el público debía leer o ignorar.
Procedía de la
provincia de Cangallo y, en sus años universitarios, había sido un aplicado
alumno de Literatura y un francotirador de la crítica, parapetado en una
revista autoproclamada de izquierda. No lo había hecho mal y, en verdad,
prometía. Hasta que para ganarse la vida, luego de concluir sus estudios, logró
colocarse en ese diario en el que su talento se vio confrontado en seguida ante
la alternativa de escribir lo que se le mandaba o largarse. Tenía esposa, un
hijo y otro en gestación. Lo pensó bien y decidió. Se quedaría. Lo hicieron
hacer de todo, desde crónicas policiales y deportivas hasta comentarios
políticos, casi siempre para rellenar los espacios vacíos, angustiantes para
los diarios. Se decantó finalmente como uno de los articulistas de la página
cultural tras lustros de postergaciones a favor de periodistas que sólo
aportaban sus apellidos extranjeros o su rancio y residual origen oligárquico.
Finalmente, luego de veinticinco años le habían confiado la dirección de esa
página.
Y allí estaba ahora,
delante de unos cuarenta asistentes, sentados en sillas de plástico blanco, en
un vetusto inmueble, cuyo patio había sido habilitado como sala de
conferencias. De talla más bien corta y cuerpo delgado, su cabello denso y
renegrido encerraba una frente pequeña, y sus ojos negros, sin anteojos,
exhibían una mirada ya opaca y algo huidiza.
Pasadas las
generalidades sobre las tendencias contemporáneas de la literatura y la
crítica, que le consumieron unos treinta minutos y precipitaron en la
somnolencia a algunos, entró en lo que todos querían escuchar y por lo que
estaban allí.
— Lamentablemente
—añadió— el diario se halla constreñido a respetar ciertas preferencias —y se
perdió otra vez en lugares comunes sobre la profesión del periodista.
A estas alturas, la
audiencia ya despabilada no se perdía una sílaba de lo que decía. Concluyó,
quejándose de que la sección de Literatura a su cargo hubiese sido engullida
por otra de más extenso contenido, llamada De
entretenimiento, de la que formaba parte también la sección de deportes,
dedicada casi por completo al fútbol. Y allí terminó su exposición.
Hubo algunos aplausos
de compromiso a los que se sobrepuso un murmullo nada amigable. Entonces me di
cuenta de que la mayor parte de esos cuarenta asistentes conocía al expositor
de otros tiempos, cenáculos e ilusiones compartidas, y que tal vez habían
estado esperando esa ocasión para juzgarlo, como un gran jurado.
Un antiguo
condiscípulo del conferencista, en apariencia de su edad y vestido como él con
una camisa blanca y pantalones arrugados, comenzó el ataque. Le preguntó sin
ambages si alguna vez él había podido escribir lo que real y sinceramente se
proponía. El expositor le respondió con cierta vacilación que el diario tenía
por finalidad informar y que, dentro de ciertos parámetros fijados por la dirección,
sí podía hacerlo. Su oponente replicó interrogando cómo explicaba la basura
publicitaria de libros y revistas anodinos y las magnificadas noticias de
literatos y artistas de pacotilla que llenaban las páginas de su sección. Nueva
vacilación del interpelado, hasta que dijo:
Se levantó otro
asistente, algo grueso, de cabello largo cubierto con un bonete, y, defendiendo
al expositor, manifestó:
—Los diarios tienen
que darle a la gente lo que quiere, para no perder clientes y rating.
A la mayoría no le
agradó esta intervención y lo hizo saber con apagados abucheos.
—No diga tonterías
—contraatacó uno de los disconformes—. Es al revés. A los diarios les pagan
para intoxicar, embrutecer y manipular a la gente. Y, con su persistencia,
terminan por volverla adicta.
El expositor guardó
silencio.
—Recuerdo que usted era un hombre de izquierda en la universidad —intervino otro asistente de pelo hirsuto y palidez enfermiza— ¿Sigue siéndolo?
—Sí, pero sólo para mí
—repuso el conferencista.
—¿Cómo? ¿Y lo que hace
en el diario no tiene nada que ver con su ideología, si algo le queda de ella?
—¡No! —el
conferencista se alzó de hombros—. En el diario yo trabajo, como lo haría en
cualquier otra parte. Creo que usted haría lo mismo.
—¿Yo? Yo no me
vendería jamás.
—¿En qué trabaja
usted?
—Soy maestro.
—¿Y puede usted
enseñar lo que quiera?
—No, pero lo que yo
hago es distinto de lo que usted hace.
—¿En qué está la
diferencia? —murmuró el conferencista. Pero no obtuvo respuesta.
Otro asistente, de
anteojos, frente amplia y desenvoltura de intelectual complacido en mirar a los
demás desde sus alturas, pidió la palabra:
—Un vez fui a buscarte
para entregarte un libro de poemas que acababa de publicar, atenido a que nos
conocemos desde que militábamos juntos en la universidad. Ni me recibiste.
Salió tu secretaria y me dijo que estabas muy ocupado y que, si lo deseaba,
dejase el libro. No lo dejé, por supuesto. ¿Haces lo mismo con todos?
—En realidad, siempre
estoy ocupado, y no puedo recibir personalmente a todos los que vienen a
buscarme.
—A mí no pudiste
hacérmela igual —se levantó otro asistente, un hombre de cabello cano, delgado,
nariz encorvada y anteojos—. El portero del diario había salido y una empleada,
que seguramente no estaba enterada de tu prohibición, me hizo pasar a tu
oficina. Me hiciste dejar mi libro y aceptaste publicar una nota. Nunca lo
hiciste. Una semana después vi mi libro, en el que te había escrito una
dedicatoria, en un puesto del jirón Amazonas.
—Recibo todos los días
muchos libros de personas que me los envían o me los entregan para que les haga
una nota. Pero el diario no tiene espacio para ocuparse de todos. Ignoro cómo
tu libro fue a dar a ese sitio. En el diario somos muchos.
—Ni lo digas —le contestó
el otro, algo gordo y con un largo bigote—. Espacio tienen, si no ¿cómo
explicas la publicación en páginas enteras de noticias y fotografías de
escritores y faranduleros, que no valen ni un céntimo, que, todos saben,
seleccionas y sobre los que escribes? Lo único claro de lo que vienes diciendo
es que sin periodistas como tú los diarios no existirían, ni existirían tampoco
los literatos que el poder mediático necesita para llenar su cartelera
cultural.
El interpelado escuchó
la imprecación sin ofuscarse, con la mirada ensombrecida por la tristeza y la
indiferencia.
—Soy un proletario de
la pluma o, diré mejor, de la computadora, un proletario como otro cualquiera
—replicó, acompañando su estoicismo con una forzada sonrisa—. En todas partes
es igual. Si no estás con el sistema no existes.
Todo el mundo
comprendió que no había más de qué hablar. No hubo aplausos de despedida. Se
levantaron y comenzaron a abandonar la sala. En el semblante de numerosos
asistentes se advertía su fastidio. Habían esperado, quizás, tirar al suelo a
su antiguo camarada y despedazarlo. Pero él se había protegido, colocándose de
espaldas contra las cuerdas y cubriéndose de los golpes como pudo. Me fue
difícil colegir por qué había aceptado exponerse a ese trato, disertando sobre
un tema tan ominoso para él, y no excluí la posibilidad de que un travieso
demonio le hubiera jugado una mala pasada, convenciéndolo para hacerlo.
Lo vi despedirse de
los organizadores del acto con una expresión de conformidad congelada en el
rostro, y encaminarse hacia la puerta. No tenía automóvil. Era un proletario de
a pie. Avanzó hacia la izquierda, confundiéndose con los viandantes que
esperaban los ómnibus.
(Marzo de 2013
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