LA GUERRA
CONTRA PEDRO CASTILLO
Por Jorge Rendón Vásquez
El Perú se halla en presencia de una guerra
política encarnizada, declarada abiertamente por la derecha recalcitrante,
representada por las agrupaciones Fuerza Popular, Renovación Popular y Avanza
País que, en las elecciones del año pasado, llevaron como candidatos
presidenciales a Keiko Fujimori, Rafael López Aliaga y Hernando de Soto,
respectivamente.
Esta guerra tiene como objetivo declarado
vacar al Presidente de la República, Pedro Castillo, dejar de lado a la
vicepresidenta Dina Boluarte, y colocar en la presidencia de la República a la
actual presidenta del Congreso María del Carmen Alva, del partido Acción
Popular (en esto hermana natural de Manuel Merino), o a algún otro u otra. Para
ultimar los planes conducentes a este propósito los representantes de las
bancadas parlamentarias comprometidas en este plan se reunieron en un hotel el
9 de febrero. No les importa la causa que aduzcan para la vacancia, sino lograr
los 87 votos necesarios en el Congreso.
Según el artículo 45º de la Constitución política, esta reunión es una conspiración para derrocar al gobierno legítimamente elegido: “El poder del Estado emana del pueblo. Quienes lo ejercen lo hacen con las limitaciones y responsabilidades que la Constitución y las leyes establecen. /Ninguna persona, organización, Fuerza Armada, Policía Nacional o sector de la población puede arrogarse el ejercicio de ese poder. Hacerlo constituye rebelión o sedición.”
En esta guerra todo vale para los agresores.
Se prenden de cualquier cosa que hagan o no hagan el Presidente de la República
y sus ministros, quienes se han limitado a tratar de defenderse, aferrándose a
la legalidad que la otra parte no respeta. Sus baterías decisivas para ellos
son los medios de prensa, radio y TV y sus periodistas, opinólogos y ciertos
intelectuales afines. Más aún: han bloqueado toda posibilidad de cambios, que
aunque sean mínimos, requieren la aprobación por el Congreso. Conduciendo solo
a la burocracia, el Presidente de la República queda limitado a mantener el
statu quo. Y no es ese el deseo de la mayoría.
¿A que se debe esta agresividad de la
derecha recalcitrante?
No tiene solo una causa coyuntural, es
decir debida a las incidencias del juego político, que podría zanjarse en el
debate. La derecha recalcitrante rechaza toda fórmula de conciliación e,
incluso, el diálogo.
Las causas de este enfrentamiento son más
profundas: están en las fuerzas sociales antagónicas determinantes del curso de
nuestra historia nacional.
Por un lado, como fuerza dominante, se
hiergue el conjunto de descendientes de casta blanca que impuso la conquista
hispánica de América hace más de cinco siglos; por el otro, como fuerza
dominada, avanza la inmensa mayoría del pueblo descendiente de las castas india,
mestiza, negra y parda, a la que ese poder dominante ha venido explotando,
discriminando y despreciando.
Durante los primeros cien años de la
República esta oposición se mantuvo como había sido bajo la dominación
hispánica, sustentándose en el predominio del sistema feudal. A fines del siglo
XIX, la lenta expansión del sistema capitalista comenzó a cambiarla.
La necesidad de contar con fuerza de
trabajo asalariada determinó que los gobiernos abriesen la escuela primaria a
los hijos de los individuos de la casta mestiza. Varias décadas después se les
permitió también el acceso a la escuela secundaria; y, desde mediados del siglo
XX, una cantidad creciente de jóvenes mestizos, indios y de otras etnias se
incoporó a la universidad y se hicieron profesionales. También fueron recibidos
en los institutos armados, en particular el Ejército y la Policía, por la vía
del concurso público. Fue un masivo caso de promoción social que convirtió a
esos jóvenes, mayoritariamente provincianos, en sujetos de la clase profesional
emergente, clase que, poco a poco, ha ido ocupando los empleos de dirección y
encuadramiento en las actividades empresariales y estatales y a disponer de un
poder real de mando en sus niveles de actividad. Un reflejo de su presencia
social es su dominio de los colegios profesionales, en especial de abogados
que, hasta hace unas tres décadas, estaban dirigidos por representantes de la
oligarquía o muy vinculados a ella.
Sin embargo, estos estratos populares emergentes no habían alcanzado el poder político. Los presidentes mestizos (Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala y el descendiente japonés Alberto Fujimori) requirieron los votos populares para ser elegidos, pero no los representaron; representaron a la oligarquía blanca que los impuso, financió sus campañas electorales y gobernó sirviéndose de ellos. Los cuatro se distinguieron como adalidades de la corrupción y han sido procesados penalmente.
Y, así, llegamos a las elecciones de 2021.
La oligarquía blanca, que hasta 1980 —descontado
el interludio del gobierno revolucionario de Juan Velasco Alvarado— había podido
contar con partidos o movimientos políticos de su clase social, si bien de
duración determinada, requirió el concurso de políticos aventureros y
alquilables, a los que encandiló con la perspectiva de los altos sueldos de la
representación legislativa y de la burocracia de confianza y los ingresos
procedentes de la corrupción. Tan segura estaba de que ganaría, como siempre,
que dividió sus fuerzas entre cinco candidatos caudillistas que se despreciaban
unos a otros.
Por el lado del movimiento popular tampoco
pudo concretarse un frente único. Los dirigentes de la agrupación Juntos por el
Perú, que tuvieron que prevalerse de una agrupación con registro electoral para
inscribir a sus candidatos, fueron solos, y el nuevo partido Perú Libre, que sí
tenía registro, también prefirió ir solo.
A la oligarquía blanca no se le ocurrió
para nada considerar la evolución de la conciencia política de los ciudadanos
de extracción popular, ni le interesaba, porque estaba segura de que seguiría manipulándola
y de que, en todo caso, su candidata preferida, hija del ex dictador
encarcelado y ella misma procesada, atraería los votos populares con su partido
denominado Fuerza Popular en el que figuran algunos rostros extraidos de las
barriadas.
El resultado de la primera vuelta fue un
terremoto para la oligarquía blanca. Salió en primer lugar el candidato del
partido Perú Libre y este obtuvo 37 representantes en el Congreso. La
agrupación Juntos por el Perú consiguió 5 bancas en el Congreso y su candidata
alcanzó el 7.86% de la votación.
Recién entonces, la oligarquía blanca advirtió
el peligro para su hegemonía, indisputable hasta ese momento. Por lo tanto,
regló sus baterias para disparar contra el maestro de origen campesino hasta hacerlo
añicos y desaparecerlo. Los directores de su campaña electoral y los
periodistas a sueldo del poder mediático, a los que se añadieron algunos
opinólogos rescatados del olvido, idearon todos los males que podrían
sobrevenirle a nuestro país si este candidato llegaba a la presidencia. Dijeron
que les quitarían a todos sus casas y empresas e hicieron venir al marqués del
neoliberalismo para apapachar a la candidata de la dinastía de la corrupción,
tal vez por dinero.
Aquì estàn, estos son |
convenciendo al electorado del pueblo y, así, la mayoría de la conciencia popular pudo percibir, cada vez más claramente, que sus votos debían hacerle justicia, y ganó Pedro Castillo. Fue el resultado del enfrentamiento dialéctico de dos fuerzas históricas antagónicas.
Pero, proclamado Pedro Castillo como
Presidente, la ofensiva de la oligarquía y sus representantes ha continuado,
cada vez más furiosamente, para desprestigiarlo y eliminarlo del panorama
político, sirviéndose de su prensa, radio y TV y contando con la colaboración
de los diarios y revistas pretendidamente independientes. Jamás el poder
mediático se había ocupado antes de los ministros designados por los anteriores
presidentes de la República y había cerrado los ojos ante la corrupción de presidentes,
ministros, funcionarios y empresarios. Incluso a Sagasti lo dejaron tranquilo.
Nunca criticaron su anodina gestión en la presidencia que casi hizo desaparecer
al partido Morado, en el que se había inscrito, partido que apenas alcanzó a
colocar a tres minús en el Congreso, en las elecciones del 2021. Tampoco
enfocaron la inmoralidad de Sagasti, quien el último día de su gestión objetó la
ley aprobada por abrumadora mayoría en el Congreso para eliminar las pensiones
doradas de los expresidentes de la República, porque él quería percibirlas desde
el día siguiente.
¿Hay una solución para esta guerra de la
derecha recalcitrante?
La habría si Pedro Castillo firmase un acta
de sumisión con la oligarquía, como la que firmó Ollanta Humala, o renunciase. Pero
Pedro Castillo no es un fantoche; es un hombre del pueblo digno, un líder exponente
de una corriente histórica, y él lo sabe.
Por lo tanto, la guerra de agresión de
la oligarquía y sus esbirros va a continuar. Y, si es así, en esta
guerra tendrán que intervenir directamente las mujeres y los hombres que
constituyen esa corriente emergente de nuestro país, para defenderlo y defender
lo suyo, dejando en el camino a los pusilánimes. No está en juego la
estructura económica, de la que son parte esas mujeres y hombres, como trabajadores
y empresarios del campo y de la ciudad. Lo que está en juego es la posibilidad
del acceso a servicios públicos que deben ser extendidos y mejorados, en
particular la educación, la formación profesional, la salud, la vivienda, el saneamiento
ambiental, la seguridad y la necesidad de obtener algo más de la riqueza que
ellos producen.
Tenemos que avanzar, no retroceder.
(Comentos,
14/2/2021)
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