(Juli-Puno. 1937) Co-fundador del Grupo Isla Blanca, estuvo en Chimbote hasta 1985; actualmente
reside en Lima. Poeta y narrador de vasta producción, ha publicado en las revistas Alborada, Haraui, La Tortuga Ecuestre, La Manzana Mordida, Proceso, Trocha. Trinchera, etc. Ganó el premio CAFAE de cuento de! Ministerio de Educación en ¡988; ha obtenido recientemente dos premios internacionales: I Concurso Andino Mujer: Imágenes y Testimonio, organizado por las fundaciones Aldes, HABITierra, Sendas (Ecuador), Movimiento Manuela Ramos (Perú), con su trabajo “Nicolasa Maquera para servirle ", y en el Concurso de Cuentos La Hucha de Oro, organizado por PUNCAS de Madrid, con su cuento "El leoncito de cristal",
¿Quien
en algún instante luminoso de su niñez no ha sido perturbado por la inquietante
belleza de su maestra de primaria, y quién de pronto no ha sido triste víctima
del amor, aquel filudo sentimiento que no se detiene en hacer distingos de
edad?. El protagonista de esta pequeña historia es un niño de una escuela
enclavada en el altiplano, la tierra del autor, pero puede matarse de un típico
niño de cualquier provincia del Perú, cuyas primeras vivencias constituyen sin duda
un universo único c irrepetible.
De
Hugo Romero Manrique conocíamos el fluido estilo de su poesía coloquial y plena
de imágenes, con el “El leoncito de cristal” nos entrega más bien aquella
sensibilidad motivada por el candor de la infancia y fortalecida con el oficio
incesante de la narrativa. Las páginas de este cuento, permiten el oportuno
brote de la frescura y la picardía, gracias a ese ejercicio de la vitalidad al
internarse sin mayores problemas en los resquicios de la niñez. A ello puede
sumarse el soporte característico de un lenguaje diáfano, lindante con el humor
y el habla popular, pero atento definitivamente a sintonizar con las
ineluctables preferencias de la lectoría juvenil
RICARDO
AYLLON
EL LEONCITO DE
CRISTAL
D |
udo que haya habido algún otro chiquillo como yo,
tan propenso a enfermar, a pillar cuanta epidemia de viruela, sarampión o
escarlatina registró su nefasto paso por esta comarca. Míos han sido los más
enrojecidos y virulentos orzuelos, mía la más ruidosa tos convulsiva, mías las paperas
más protuberantes, más espectaculares de cuantas brotaron por aquellos años de
desamparo, previos a la aparición de las vacunas, las sulfas, y demás novedosos
antibióticos.
Pero lo que esta vez me postró en cama por casi dos
semanas, fue apenas una gripe común y silvestre, pero igual me dejó todo
pálido, flacucho y ojeroso.
Al volver a la escuela aquel lunes, mis
compañeritos me recibieron con su acostumbrada cordialidad.
-¡Ya te borraron de la lista! – anunció con sonrisa
maligna el Amaru Herrera.
-¡Ya te quitaron tu asiento! -añadió venenoso, el Waldo
Herrada.
-¡No les hagas caso a esos malagüeras! -terció el
Glicerio Carrasco, con un abrazo de invariable amigo.
Cuando desfilábamos rumbo a los salones de clases,
luego de la formación de entrada, me enteré de la última novedad. El bueno de
don Julito Cabrera, nuestro maestro del tercer año, repentinamente se había
puesto muy mal, muy delicado de salud.
Ni la precaria ciencia de don Humberto Bustíos, el
médico a palos del pueblo, ni las cataplasmas, sinapismos o tizanas de la
farmacopea casera, lograron hacer nada por librarlo de empeorar, por lo que no
quedó otro recurso que enviarlo a Puno en pos de curación.
Entregados a nuestro libre albedrío, empezamos los
chicos a formar entusiastas grupitos en el aula, unos para jugar a los ñocos,
al piojito o a tres en raya; otros para hacerle ruedo al Davico Onofre y oírle
relatar historias espeluznantes sobre el Condenado, el Auca-ccallo o el
Anchancho. Por nuestro lado el Glicerio, el flaco Hernán, el Serafín, el Jaime
y yo, nos entreteníamos leyendo en las revistas “El Peneca” y “Zig-Zag”, las
historietas de “Benitín y Eneas”, “Timbi y Rimba” y "Papá Rucha y su hijo
Mote ”.
Cómo estaríamos de distraídos que nadie se percató
de la presencia del Director, escoltando a un ser divino. Aquella aparición a
partir de ese instante, trastornaría, ¡y de qué modo! nuestra apacible
existencia.
Escoltada por don Daniel Espezúa, vimos aparecer un
Angel ¡bueno! le faltaban las alas y la aureola, pero la linda señorita que
veíamos al frente nos dejó patidifusos a toditos los chicos con su belleza, su
embrujo, su encanto...
Apenas si logramos recuperamos de la impresión.
Corrimos a nuestras carpetas tratando de recoger disimuladamente con el pie,
las basurillas del suelo, aparentando que todo estaba limpio y en orden.
Don Daniel, el querido Director del bigotillo
siempre bien recortado, hizo entonces las presentaciones de rigor:
-Asiento niños. Tengo el placer de presentarles a
la señorita Susy Landaeta, joven egresada de la Escuela Normal de Puno, ella
reemplazará al maestro Cabrera, que como sabrán, se encuentra muy enfermo y con
licencia. Bien, ¡recibámosla con un cariñoso aplauso!.
Luego de la presentación, los aplausos de
bienvenida y las recomendaciones, don Daniel salió del aula. La dulce señorita
de blondos cabellos, rostro angelical y todo lo demás armoniosamente dispuesto
en su exacto lugar, se paseó lentamente por la sala y al fin se detuvo frente a
nosotros. Abrió los labios y ¡oh maravilla! la música celestial de su voz se
oyó suavemente por todo el ámbito del salón. Cómo andaría de abstraído yo, con
el deleite de tan dulce melodía que demoré un largo instante en traducir el
mensaje que contenía:
-El maestro Cabrera está muy orgulloso de ustedes,
niños. Me ha dicho que son todos muy estudiosos, disciplinados y muy buenos chicos.
Vamos a comprobarlo. Nadie levante la mano, haré una pregunta, luego señalaré
al que deberá responder, ¿entendido?
-Bien.
Pregunta de Aritmética: si el cubo de dos es ocho, ¿cuál es el cubo de nueve?.
Paseó
la mirada por todos los rostros, y sorpresivamente indicó con el dedo.
-A ver,
¡tú!..
¡Cristo!
¡Di un respingo de sorpresa! Me puse rígido como un tronco.
Disimuladamente,
el buenote de Serafín escribió con tiza, 729, sobre la carpeta y enseguida
borró con el codo toda evidencia.
Entonces
oí mi voz, como un eco lejano, respondiendo:
-Setecientos
veintinueve...
-¡Excelente!
¡Para muestra basta un botón! No ha mentido el señor Cabrera, i Son ustedes
unos chicos buenísimos!.
Inclinando
su cuerpo, acarició con su suave mano mi mejilla izquierda. La cascada de su cabellera
rozó mi frente, transportándome al instante, ¡Ay! ¡al sétimo cielo!.
A
través de un boyo formado en la nube sobre la que flotaba yo, alcancé a ver las
caras llenas de pica, rabia, y envidia del Remigio, el Amaru y el Ramiro, mis
vecinos de la carpeta delantera .
-¡Eso
lo sabe cualquiera, idiota! - gruñó en voz baja, el Chiti Sardón.
-Cualquiera
menos tú, ¡tarúpido!- retruqué, tocando apenitas mi mejilla, aureolada por la
caricia del ángel en traje de sastre de maestra.
¡Ay!
¡Todo cambió en mi vida, a partir de esa caricia! Todo cambió en mi menuda
existencia, hasta ese día, tranquila, despreocupada. ¡Bueno! no sólo la mía.
Los buenos chicos de don Julito, a partir de esa mañana, empezamos a sentir los
efectos de la magia, del embrujo de la señorita Susy. Se desató entre todos
nosotros un inusitado afán por hacernos merecedores del inmejorable premio:
¡Una caricia de su delicada mano! ¡Oh milagro!. De buenas a primeras cundió en
el aula una suerte de febril entusiasmo por el estudio. Y la pasión desmesurada
por el saber se acentuó, cuando la maestrita interina anunció “un regalo
especial”, como premio al más aplicado.
¡Qué
tal cambio! ¡Qué extraña metamorfosis! En casa, mi gente estaba francamente
sorprendida. Nadie acertaba a adivinar la causa del repentino viraje en mis
hábitos de estudio. Como nunca antes, mis cuadernos lucían bien forrados, con
papel de periódicos, bueno. ¡Y mostraban impecable caligrafía! !Áh! ¡Y sobre
todo, al día!, y en lo referente a higiene, mis rodillas, cuello y orejas,
antes “un poco” descuidados, ahora brillaban, mejor dicho: resplandecían de tan
limpios. Y mis calzados, antes lustrados “a la diabla”, con salivita, hoy
lucían perfectamente embetunados y brillantes, ¡Qué caray!.
¡Pucha!
¡qué tal cambio! Qué le estará pasando a este mocoso, rezongaba mi hermano José
María, tratando de desentrañar el misterio de mi radical transformación.
Y en el
aula, nuestra rutina cambió por completo. ¡Nada de perder el tiempo! ¿Hora
libre? ¡A “chancar” se dijo! A estudiar duro y parejo en espera de la anunciada
prueba de comprobación y el premio que la linda maestrita iba postergando
indefinidamente.
Habíamos
adquirido el hábito de estudiar espontáneamente y ya teníamos casi olvidado el
examen cuando, una tranquila mañana la maestra nos sorprendió con el anuncio:
-Guarden
todas sus cosas y saquen papel de oficio y lapicero. ¡Virgencita Inmaculada! Al
instante sentí una opresión en la boca del estómago. Se me aflojaron las
piernas, como cuando se avecinaba una tormenta... o un examen.
La
maestra dictó una serie de preguntas de Cálculo, Lenguaje, Vida Social y El
Niño y la Salud. Como el que más, yo me exprimía el cerebro tratando de
responder lo mejor posible.
Varias
horas después de salir de la escuela, continuaba yo padeciendo esa sensación de
angustia y desamparo que solían provocar en mí los benditos exámenes.
Recién
al finalizar la última hora de clases, al siguiente día, supimos los
resultados.
-Bien, chicos.
Aquí están los resultados, no ha sido fácil calificar sus pruebas, todos han
respondido muy bien y los felicito. Atención, leeré los nombres de los tres
primeros, empezando por el tercero.
No
quise oír más. Hundí la cabeza entre los brazos, tapé mis oídos para ignorar a
los dichosos ganadores, bien sabía yo que no estaría entre ellos. Empezaron por
aclamar el tercero, luego el segundo. Y cuando anunciaban finalmente al
primero, el gordo Pastor Iturry y el Serafín la emprendieron a palmadas sobre
mis espaldas. ¡Ahora tú! ¿yo? ¡Sí, hombre! ¡No puede ser! ¡Qué leche! ¡Qué tal chiripa!.
Hecho
un ovillo de nervios, tuve que pasar adelante para recibir el premio.
No
faltó una voz solapada, malévola tratando de opacar mi triunfo.
-¡Yo lo
vi copiando ayer de su cuaderno señorita!.
Pero el
Ángel Bello no hizo caso. Sacó un pequeño paquete del pupitre, lo depositó en
mis manos y ¡Ok inmensa dicha ! ¡Me dio un delicado beso en la mejilla...! ¡Ahí
se acabó mi vida!. Escuchaba los aplausos, mas todo lo veía a través de un
prisma de mágicos colores. Y como un eco lejano oí la voz de la señorita,
prometiendo nuevos estímulos para el próximo examen.
A la
salida de la escuela volé como una exhalación rumbo a casita. A grandes trancos
subí a los altos y ya en el dormitorio, abrí el paquetito, ¡Caramba! Era un frasquito
de perfume, un pequeño leoncito de cristal conteniendo una suave, delicada
colonia; creí morir de felicidad. Doña Aleja, mi viejita linda, ¡estaba la mar
de orgullosa!.
Ese
domingo, luego de un buen baño con agua tibia, jabón de Reuter y vigorosas
fricciones con un trozo de bayeta, quedé rojo como un camarón pero limpiecito.
Antes
de salir a misa, mamá puso unas gotas de colonia en mis cabellos y guardó el
frasquito en el casillero de remedios y lociones, al lado del peinador.
Y así
se fue acentuando mi admiración, luego mi adoración y finalmente mi idolatría,
por la linda maestrita interina con rostro de ángel. Fue así que mi menuda
existencia de chiquillo primarioso, de pronto se llenó de confusos sentimientos,
de... una rara, alegre y tristona inquietud en el corazón...
Redoblé
entonces mis esfuerzos por estudiar ¡duro y parejo! basta enflaquecer a ojos
vistas. Quería evitar a todo trance que otros compañeritos recibiesen el beso
que estaba destinado únicamente para mí.
Pero los muy zamarros, acicateados por el premio tan tentador, empezaron a esmerarse con su higiene, sus cuadernos y se mataban chancando a más no poder, preparándose para el siguiente examen.
Toditas
las tardes, al volver de la escuela, buscaba mi leoncito de cristal, mágico
objeto que tocaron las etéreas manos de la señorita Susy. ¡Oh, felicidad!
besaba entonces el límpido cristal y creía estar besando la dulce faz sonrosada
de la linda maestrita.
De
pronto una mañana descubrí horrorizado, una profanación: ¡Alguien hahía
utilizado groseramente la mitad de su precioso contenido! ¿Quién podría ser?
¡Quien otro, sino el abusador de mi hermano José María!. El muy gandul se había
rociado la mitad del frasquito y se bahía largado muy orondo a verse con su
novia, la Lily Sardón.
¡Lloré a mares, de rabia! Mamita me consoló prometiéndome propinar una reverenda cuera al zanguango. Luego puso a buen recaudo mi leoncito, en el fondo de su enorme baúl pintado de azul.
Así
vivía yo, quemándome las pestañas, estudiando como un jesuita, perdidamente
enamorado de la dulce joven que vino a reemplazar al maestro Cabrera. ¡Y aunque
sea terrible confesarlo, ¡ah mísero de mí!, rogaba a los mil santos para que el
profe demorase todo el tiempo del mundo en restablecerse.
Los
días pasaron... y las semanas.
Otros
chicos obtuvieron sendos premios,...y sendos besos ! ¡Pero a mí no me importaba!
¡Yo tenía mi Leoncito de Cristal, que era casi como tenerla a ella en persona,
y eso me hacía inmensamente feliz!.
¡Pero!
¡Ay!, ¡Bien dicen que no existe dicha duradera en este perro mundo! Yo que
andaba hilvanando sueños, tejiendo amores, ilusiones, yo que tenía puesta a mi
diosa, a mi ídolo, en un altar de flores y luces de color ¡Bueno!, sucedió que una noche en que mamita
me mandó a comprar media libra de manteca a la tienda de Villamar, ¡Diablos!,
oí clarito una voz conocida en medio de la oscuridad, ¿Qué?, No, ¡No puede
ser!, me dije tratando de contener mi ansiedad. Por las dudas empecé a caminar
detrás de la pareja que se internaba por la bajada de la calle de San Juan.
El
corazón me latía a tambor batiente y las sienes me oprimían, mas me dije para tranquilizarme:
No, no puede ser ella. El objeto de mi culto, de mi adoración no puede estar
andando tomada de la mano de aquel hombrón, ¡Pero voy a comprobarlo!
“¡Ay
mísero de mí, ay infelice!” al pasar fugazmente de la oscuridad a la luz, la
dichosa pareja frente a la puerta de la peluquería Gonzáles, el blanco chorro
de una petromax me reveló la terrible verdad. Sí, era ella, la mismísima señorita
Susy la que iba muy acaramelada, tomada de la mano de don Arturo, el odioso
maestro del sexto año de primaria, ¡Nada menos!.
Conteniendo
a duras penas las lágrimas que pugnaban por brotar corrí a cumplir el mandado a
las volandas y hasta olvidé recoger el vuelto ¡Ay! ¡Qué triste me sentía!. De
vuelta a casa subí de dos trancos a los altos a entregar el encargo y luego fui
al dormitorio, hurgué en el enorme baúl de mamá y cogiendo el frasquito de
perfume salí otra vez sigilosamente. Cuando llegué a la plaza corrí de nuevo a
la calle de San Juan. Pronto di alcance a la pareja. Allá iban muy arrobados.
¡El seductor y la traidora!. Sentí el ardiente aguijón del despecho y amparado
en las sombras, cegado por los celos, blandí con brazo firme, como un fiero
guerrero indio, el leoncito de cristal, convertido en contundente proyectil.
Agucé
la mirada, iban muy juntitos, y lancé el vitreo felino con tal rabia, con tan
certera puntería, que en el acto se oyó un ¡ayy! de dolor, seguido de una
airada y gruesa interjección.
Al
siguiente día, a la hora de la formación de entrada, el maestro Arturo lucía un
coqueto moño blanco de gasa en plena corona, tenía el rostro visiblemente
pálido y despedía aún, ¡ejem! un discreto olor a perfume.
Ojalá
el Buen Dios se haya apiadado de mí y con su infinita bondad me haya perdonado,
¡Pues sólo él sabía cómo tenía yo, aquella noche, de destrocado el corazón!.
Con los
años, la vida; con el tiempo y el correr de las aguas, ese sufrido músculo
estriado que llamamos corazón, va cubriéndose irremediablemente de cicatrices
por causa de uno y otro desengaño. Pero la herida que nos deja esa ilusión
primera, aquel primer sueño de amor infantil o adolescente, ¡Ay! suele siempre
sangrar un poquito de cuando en cuando... ▒▒
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