viernes, 8 de septiembre de 2023

OPINA HILDEBRANDT SOBRE GOLPE DE PINOCHET A ALLENDE 11SEP1973

 CHILE EN EL CORAZON

César Hildebrandt

En HILDEBRANDT EN SUS TRECE Nº 652, 8AGO23

A

 las 8 y 30 de la mañana de aquel 11 de septiembre de 1973 hablé por teléfono con el embajador chileno en Lima.

A las 10 y cuarto estaba, junto a algunos colegas, en la sede de la embajada en la avenida Javier Prado.

El embajador, un socialista moderado, me lo dijo claramente:

-Esta vez es irreversible.

Las noticias llegaban por los teletipos y daban cuenta de la demolición de la democracia chilena.

-Son fascistas de lo peor -había dicho el embajador-. Este no va a ser un golpe cualquiera.

Yo había estado en Chile en 1971. Había sido testigo de la primera derrota electoral de la Unidad Popular. Ocurrió en Valparaíso y se debió a la alianza de la Democracia Cristiana y el Partido Nacional en las elecciones complementarias para una diputación. Hernán del Canto, del partido de Allende, fue el derrotado. La derecha anunciaba lo que sería una constante: no había fronteras ideológicas cuando de derribar al régimen se trataba. La Democracia Cristiana, adversaria locuaz del extremismo conservador, no dudaba ahora en perder el pudor y sumarse al cerco de hierro que terminaría con el palacio presidencial incendiado y el presidente muerto.

En Valparaíso había conocido a Augusto Olivares, el “Perro Olivares”, asistente de prensa de Allende. Un bigote le cruzaba la cara cubrién­dole parte del labio superior y habla­ba tranquilamente. A un grupo de periodistas que habíamos cubierto aquellas elecciones nos invitó a un cabaret. Bebimos un poco y supi­mos, por su boca, que la Unidad Popular estaba resquebrajada y que realistas y maximalistas no ce­saban de pelear. La noche anterior, saliendo del hotel O’Higgins, había visto a Carlos Altamirano, secretario general del partido de Allende, con cara de muy pocos amigos. La esce­na la tengo grabada: Altamirano, el gran provocador, se golpeaba una pierna con un periódico enrollado mientras bajaba unas escaleras. Dos años y meses después, Olivares estaría muerto por propia mano en La Moneda y Altamirano se asilaría en una embajada.

Allende había luchado no sólo contra la derecha confederada y financiada por la CIA Había tenido que hacerlo contra los partidos de izquierda que lo empujaban a la confrontación y que hablaban de armar al pueblo y provocar una guerra civil. Ahora, después de tantos años, sé que Allende sabía que la suya era una misión impo­sible. Implantar el socialismo en democracia con la mitad del país en contra, el Congreso en manos de una oposición cada vez más fiera, la prensa de derechas alentada con fondos de la CIA, el gremio de camioneros comprado con plata negra, el desabastecimiento industrial programado, era una tarea que ni siquiera Allende podía acometer.

Patricia Verdugo me contó una vez algo que después reseñó en un libro: que Allende se sabía histórico, que era consciente de que su ejemplo sería recordado, que su tarea era dejar una semilla. Aquel médico llegado a la presidencia por decisión del Congreso parecía estar consciente de que el sacrificio le esperaba.

Y así fue. A la hora señalada, entre los humos del bombardeo, Allende se puso en el mentón la metralleta que le había regalado Fidel Castro y jaló el gatillo. La historia le abrió la puerta grande. La tragedia lo hizo suyo.

Ahora sabemos mucho más de lo que podía conocerse en 1973. Estamos enterados del papel que jugó Estados Unidos en el acoso al régimen que nacionalizó la explotación del cobre y expropió la ITT, de cuántas veces se reunieron Nixon y Kissinger para tramar la conspiración que debería derrocar al régimen de la izquierda chilena, de qué papel jugó la embajada estadounidense en el asesinato de René Schneider, el comandante general del Ejército, de cuánto dinero fue a parar a las arcas de León Vilarín, el jefe del gremio de camiones, y de Agustín Edwards, el dueño de “El Mercurio”.

Así como hubo una generación marcada por la guerra civil española y el triunfo del fascismo franquista, la mía fue señalada por el golpe de estado chileno de 1973. Ninguno de nosotros volvió a ser el mismo después de esa experiencia: la derecha civilizada de los buenos modales podía convertirse, de ser necesario, en la bestia de ojos viciosos que recorrió los campamentos minerales del norte chileno y fusiló, como escarmiento, a decenas de militantes de la izquierda.

Fue hace 50 años, pero aún escucho a Allende desde La Moneda sitiada. Lo oigo mandando al demonio la oferta del avión y proclamando, entre palabras subidas de tono, la irrenunciabilidad de su mandato. Creo oír, pero esto es una mentira de la memoria surgida del relato del doctor Patricio Guijón, su médico, el disparo suicida, el punto final de una gran vida.

La lección de todo esto, lo que no podemos olvidar, es que Augusto Pinochet no sólo fue un dictador sanguinario. Fue el hombre que, con la fuerza armada respaldándolo y el gran empresariado fro­tándose las manos, impuso en Chile el régimen económico que los chicos de Chicago montaron pieza a pieza y que Milton Friedman, en persona, supervisó. El neoliberalismo costó en Chile miles de cadáveres. En el Perú nos costó el fujimorismo, el golpe de estado, la constitución intocable, la corrupción generalizada y la complicidad de los militares. El neoliberalismo, como el lonche, nunca sale gratis. La alianza del modelo económico vigente y el carácter autocrático de los regímenes que lo construyeron es algo que la derecha chilena y peruana quisieran olvidar. Recordémosles todos los días el origen criminal de su creatura. <■>

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