OTROS TIEMPOS
César
Hildebrandt
Tomado
de HILDEBRANDT EN SUS TRECE Nº 633 28ABR23
U |
no abría los periódicos y podía leer a Sebastián Salazar Bondy, a José Miguel Oviedo, a Arturo Corcuera.
Uno se sentaba a leer, por ejemplo, las crónicas de viaje de Manuel Jesús
Orbegoso y volaba con ese corresponsal acezante que llegó a entrevistar a Pol
Pot. Los directores se llamaban Mario Castro Arenas, tan brillante como leído,
o Guillermo Cortez Núñez, aristócrata de la prensa masiva. Y si te ponías
callejero y cunda, entonces allí estaban las fabricaciones de Raúl Villarán,
como aquel “Ojo” en papel verde y textos del tamaño de Monterroso.
No importaba lo que dijeran los papeles o cuánto
sesgaran las noticias: era una prensa poblada de firmas y reputaciones, eran
periódicos que aspiraban a medirse con los mejores de la región, eran primos de
la cultura y muchas veces amigotes de confianza de la buena prosa.
Jamás olvidaré la impresión que me causó un texto magistral
de José Miguel Oviedo sobre su experiencia con el ayahuasca. Apareció en la
mejor época del semanario dominical de “El Comercio” y era el cuaderno de
bitácora de una excursión por el infierno, un diario que recontaba las imágenes
devoradoras de aquel mal sueño. Ese escrito sólo podía darse en una prensa que
alguna relación tuviera con la sensibilidad literaria y la belleza. Es que el
periodismo era una de las bellas artes y contaba historias que eran ciertas y
ejercía el oficio de la inteligencia para separar pajas de trigos.
Fui jefe involuntario en “Caretas’ cuando Blanca
Varela, náda menos, dirigía el suplemento cultural y César Lévano, el hombre
que se hizo de la nada y aprendió todo lo que debía saberse, estaba en la
dirección de informaciones. Augusto Elmore, el poeta, hacía lo suyo, que era
mucho, y Manuel D’Ornellas, muchos años antes de contraer fujimorismo vesical,
llegaba a la sesión de ideas cargado de propuestas y pies de página. Zileri,
tenor de sus propias iras, golpeaba el atril con una batuta sarmentosa hasta
que encontraba el tono que quería.
Si querías curiosear por los barrios de la derecha,
podías encontrar un artículo importado con la firma de Raymond Aron -fíjense
qué juntas tenían los conservadores nativos- o despacharte un puntazo de vista
de Enrique Chirinos Soto, muchos años antes de que Fujimori lo convirtiera en
amasijo de yerros retorcidos. Enrique se sabía la historia del Perú de cabo a
rabo y era el Castelar del derechismo parlamentario. ¿Cómo terminó en manos de
una mafia? Pregúntenle a Montesinos, el Fouché de las pacotillas y las grandes
cuentas suizas.
La izquierda de las furias tenía sus panfletos, sus boletines y sus prédicas. Era su infantería la que escribía porque los generales -Juan Gonzalo Rose, Alejandro Romualdo, Manuel Scorza, para citar tres ejemplos- estaban dedicados a lo suyo. De modo que no había mucha estética en esa prosa incendiaria, pero lo que sí puedo jurar es que esa izquierda, dedicada a la guerra tribal, no habría permitido el ingreso de gente como Vladimir Cerrón o Pedro Castillo. Ni para comprar café hubiesen servido. Ni para claque.
Uno accedía a esos mimeógrafos para saber qué
diablos pensaban los chinos de los moscos y qué insultos proferían los
trotskistas respecto de ambas supuestas traiciones. El edificio levantado por
José Carlos Mariátegui se había convertido en un solar polvoriento donde el
vecindario se expresaba a gritos y peleaba por el uso del caño. Pero no era una
izquierda tarada, ávida de adendas y orgullosamente analfabeta. Querían cambiar
el mundo, no birlarse la caja chica de algún gobierno regional.
Era otro el país, es cierto. Luis Bedoya Reyes
todavía se jactaba de haber estudiado en el Guadalupe y la educación pública
conservaba aspiraciones. La gran derrota en esta batalla decisiva nos la infligió
el fujimorismo. Fue la enésima venganza de un hombre que había conservado en la
memoria el recuerdo de las humillaciones a las que habían sido sometidos sus
padres, súbditos japoneses, por parte del primer gobierno de Manuel Prado.
¿Qué pasó con ese país problemático y esperanzado, disfuncional,
pero articulado, injustísimo pero enamorado de la cultura?
La respuesta es sencilla: ese país murió.
No apareció en los obituarios de “El Comercio”, pero
la defunción del Perú-promesa ocurrió. Se dio como fracaso social, económico, político,
institucional y moral. Ahora los ganapanes dicen que nos ha ido bien. Lo que no
dicen es que dependemos del precio del cobre, que tenemos 75% de economía
informal y que hay un 37% de población hundida en la pobreza.
Y los periódicos son estas resignaciones, estos
homenajes a la indigencia intelectual, estas letras muertas, estos pasquines de
las fiscalías y las comisarías. Las ideas se proscribieron, el debate cayó en
algún callejón. Un país sin planes necesita una prensa sin mañana. Esa es la idea.
No es nostalgia lo que siento. Es cólera. Cólera
inútil. Inútil como cualquier lágrima. Siento que soy Pedro Páramo y que no
puedo salir de Comala. ░░
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