LA MADRE DEL OTORONGO
César
Hildebrandt
Tomado
de HILDEBRANDT EN SUS TRECE Nº 621, 3FEB23
H |
emos tenido seis presidentes en cinco años.
Primero fue Kuczynski, ciudadano estadounidense,
lobista de sí mismo, que prefirió los negocios, como había hecho siempre (desde
el día en que le mandó pagar a la IPC expropiada por los militares). Claro que
no le habría pasado lo que le pasó si Keiko Fujimori, heredera del herpes
político que el Perú padece hace más de tres décadas, no le hubiese bajado el
pulgar.
Después fue Vizcarra, que tenía aspecto de
tecnócrata regional pero que escondía las más variadas mañas subalternas.
Pobre. Se vacunó a escondidas contra el covid pero contrajo la viruela. Es un
borradito más del elenco.
Le siguió un espejismo del desierto de Sechura. Se
llamaba Merino de Lama y fingió estar en Palacio, vestido de sábana, durante
tres días. Su primer ministro fue el gato con botas (militares). Dos muertes lo
extrajeron de aquella ilusión. Alguien dijo una vez que Merino de Lama fue
nuestro Pipino el Breve. Gran error: el rey franco tuvo un reinado de 17 años y
fue el padre de Carlomagno. Merino de Lama fue el papi de ‘los niños” y su
gobierno duró lo que un documental pesado de Netflix.
Después de tan pintoresco personaje llegó Sagasti,
que se tapaba el cogote de vejete con un pañuelo y que recitó a Vallejo el día
de su investidura. No lo hizo mal, pero quiso, al final, atribuirse más méritos
de los logrados. Ahora está en un buen puesto internacional, que eso es lo
suyo.
Hasta que llegamos al 2021. La derecha se empecinó
en una nueva fragmentación y de resultas de ello volvió el fujimorismo a
ofrecer su menú de orden, progreso y cutra a la Yakuza. De eso se aprovechó un
hombre ralo que había estado cerca del toledismo, cerquísima del Conare-Movadef
y aún más cerca, sucesivamente, de Vladimir Cerrón. Como Cerrón no podía
postular a la presidencia por su condición de judiciable crónico, vio en
Castillo al testaferro perfecto. Resultó después, sin embargo, que la marioneta
rompió las cuerdas y se independizó. ¡Pinocho se fue a Sicilia-Sarratea y allí
aprendió cosas remalas! ¡Geppetto se quedó sin hijo!
Algún día vendrá la calma y alguien podrá valorar en
su cabal dimensión el hecho de que un país que se jacta de haber sido culto
haya tenido que escoger, en el año de su bicentenario, entre la hija de un
ladrón y asesino y un señor que, viniendo de la izquierda, tenía vocación por
lo ajeno y amor por las comisiones del gasto público.
La señora perdía por tercera vez, para despecho de
la derecha que la bancò, y el señor obtuvo un poder que jamás soñó tener. La
guerra se libró entre un Congreso otra vez erizado y un gobierno que aun antes
de los robos había sido declarado maldito por la gran prensa y la guardia
republicana del statu quo.
Finalmente, alucinado por alguna ayahuasca, Castillo
dio un golpe de estado macondiano mientras las mariposas amarillas inundaban
el palacio donde a Pizarro le rasgaron el gaznate. Fue dictador omnipotente por
hora y treinta minutos y terminó en una covacha policial después de que se le
impidiera asilarse en la embajada de México. Castillo empezó como un personaje
de Rulfo y terminó en los cuadernos de marcas mundiales de Ripley.
De modo que llegó al poder su segunda, la señora que
se había declarado marxista y sumisa a la idea de una revolución. Para llegar a
ser consagrada por el congreso, claro, se había deshecho de todo el equipaje
doctrinario y se había presentado con su mandil, su plumero y su cofia. ¡María
del Carmen Alva casi la contrata!
Chillico y su Otorongo |
Seis presidentes en cinco años. ¿Y los anteriores?
El presidente que mandó a redactar la Constitución
que hoy es motivo de confrontación social está condenado a 25 años de prisión.
El señor Toledo es un extraditable en regla. El señor García huyó radicalmente
para no caer preso. El señor Humala, el inolvidable Cosito, está enjuiciado por
recibir dinero sucio para dos campañas eleccionarias.
La derecha nos decía que íbamos bien, que la OCDE
nos esperaba con los brazos abiertos, que gracias al neoliberalismo la pobreza
había prometido desaparecer, con sus chancletas y sus uñas sucias, en los
próximos años.
Pero llegó la pandemia y nos calateó. Lo que éramos
era un país donde la muerte, siempre oportunista, puso su pezuña e izó bandera negra.
No teníamos hospitales, camas de urgencias, oxígeno, ambulancias. Eso éramos.
La pandemia nos puso en nuestro sitio. El viejo cuento de la derecha volvió a
caerse. Igual que la era del guano, la prosperidad del salitre, el sueño del
caucho, el paraíso del oro y el cobre. Igual que ‘la república aristocrática”,
“el siglo de Leguía”, “los diez años del milagro fujimorista”. Éramos unos
pobres diablos con un Mercedes prestado.
Tenemos un país sin congreso legítimo, sin Ejecutivo
aceptable, sin partidos políticos, sin prensa independiente, con calles
rugientes y violentos que han visto la oportunidad de cobrarse algunas de las
revanchas guardadas por treinta años. Ni fútbol tenemos por ahora.
¿No es esta una crisis sistémica? Claro que lo es. Y
en esta tormenta perfecta lo único que se les ocurre a los tories de
cartón de nuestra aldea es amenazar a quien se le ocurra cambiar la
constitución. Pero no se crea que les preocupa el marco jurídico de la
civilización occidental que pueda estar en riesgo. Lo único que los hace sudar
es el capítulo económico de aquel engendro salido de una dictadura corrompida
hasta el tuétano. Porque gracias a esas páginas sacralizadas por el vocerío
reaccionario, lo privado es divino y el Estado no existe, excepto para poner guardias
o soldados cuando la cholería se empodere. Con esas páginas ningún país
europeo podría haber soñado con construir ni siquiera un remedo del estado del
bienestar. Esa es la constitución que rigió, como salida de una zarza ardiente,
cuando vino el covid y nos devolvió la imagen de país subsahariano que nos negábamos
a ver. Esa es la madre del otorongo.
La calle ya no cree en la santidad de la contribución fujimorista. La calle cree, más bien, que esa constitución está vieja y tiene malos hábitos de vientre. ֎
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