No siempre fue así
César Hildebrandt
Tomado de HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 595, 15JUL22
E |
nvidio a los
muchachos que sólo conocieron esto y están convencidos de que el Perú fue
siempre este antrito, este estofado de picaros.
Y no es verdad.
El Perú no fue siempre esta depravación.
Yo me recuerdo
ingresando a buses Mercedes en los que cobradores de uniforme impecable hacían
lo suyo con caras dignas y sencilleras de cuero sujetas a la cintura. Me
recuerdo camino a La Punta en un tranvía eléctrico que atravesaba zonas
despobladas y se mecía con la suavidad calculada de una matrona. Ese trayecto
olía a hierba luisa, a villa amable y a chancaca.
Amauta |
No era la más
bella Lima, pero tampoco era lo que es hoy: un desvarío del infierno. Y el Perú
era injusto y desigual, pero nadie dudaba de que podía ser viable y que para
eso bastaba que los políticos se pusieran de acuerdo en un puñado de
cuestiones. No se discutía, como ahora, sobre la posibilidad de que el país
llegara a ser un estado fallido, un archipiélago de tribus airadas.
Y eso es lo que,
si fuéramos serios, deberíamos estar discutiendo hoy. Eso es lo que, a
nuestras espaldas, debaten algunos centros académicos del exterior.
No era
infrecuente que los libros nos atrajeran desde niños y que se crearan
comunidades de avezados precoces -como este modesto columnista- que se habían
lanzado sobre alguna biblioteca familiar para atragantarse, a hurtadillas, con
“Buenos días, tristeza”, de la Sagan, o “El retrato de Dorian Gray”, del
siempre indexado Wilde. Esa ambición dictada por la testosterona alcanzó su
clímax cuando nos abalanzamos sobre “Lolita”, de Nabokov, un libro
formidablemente escrito que la imbecilidad marca Disney de estos días ha puesto
en la lista negra.
Lo que quiero
decir es que nos emporcábamos con librazos que nos engordaban las sinapsis,
películas sin efectos especiales que conservaban el lenguaje y músicas que no
habrían hecho bailar a los australopitecos.
Cuando empecé a
ejercer este oficio de observador malquerido y preguntón cargado de archivos
llenos de pasado y mala leche, el elenco social y político para una entrevista
abundaba en opciones.
En el centro, la
izquierda o la derecha, el Perú era un país de representantes aguerridos.
Estaba Pedro Beltrán Espantoso, que era nuestro ciudadano Kane con dejo de
Cañete y Club Nacional, pero también, a su lado, alzaba su dedito de garfio don
Luis Miró Quesada de la Guerra, el que decía en privado que Haya era un
maricón, el que había librado una guerra a muerte contra la International
Petroleum Company de los Rockefeller, chúpate esa.
Y si querías
pasarte al centro allí estaban Héctor Cornejo Chávez, que hablaba arequipeño y
exhalaba la rabia de los ninguneados, y su Judas cercano, o sea Luis Bedoya
Reyes, que fumaba marlboros mientras te hipnotizaba con sus cantares de gesta
privatista. Y si el seso te picaba por meterte con la izquierda allí estaban
Jorge del Prado, que parecía esconder un teléfono rojo conectado al Kremlin y
hablaba con la calma de un interrogador de Kámenev, o Julio Cotler, el
académico que convocaba un diluvio universal de justicia vengadora. Con esos
personajes y otros se pudo hacer, a la larga, “Cambio de palabras”, aquel libro
de entrevistas. Si hoy quisiera repetir el plato, ¿a quiénes acudiría, qué me
saldría de ese intento?
El Perú de hoy es un país donde el debate político se formula en tuits, el ingenio es muchas veces un meme insultante, el Congreso trafica intereses particulares, la prensa se peleó con la cultura, la televisión es basura a la vena y la presidencia de la república es la antesala de la cárcel. Y los chicos y las chicas, qué desgracia, creen que siempre fue así, que todo deberá seguir siendo así, que no hay remedio. Se han resignado a los 20 años y esa es la derrota más penosa que alguien pueda imaginar. Y los que no aceptan esta catástrofe, se van, huyen con vocación de no retorno. El Perú empieza a parecerse a la Venezuela que nos aterrorizaba y a la Cuba que nos da lástima. La diferencia es que Washington nos ama como si fuéramos mascota y que aquí el atenuante del bloqueo o la hostilidad no funcionan. Esta apoplejía nacional es obra nuestra, pura y duramente nuestra.
Lo repito: no
siempre fue así. Alguna vez, hace muchos años, parecíamos estar en camino a
opciones emparentadas con la civilización occidental. Por eso digo: Los viejos
de hoy no nos vamos a morir de vejez sino de nostalgia. ▒▒
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