EL
PAÍS
QUE
HEMOS LLEGADO A SER
César Hildebrandt
Tomado de HILDEBRANDT EN SUS TRECE Nº 586
13MAY22
Un
asaltante de restaurantes, un pillo manifiesto, dice que la elección que volvió
a perder Keiko Fujimori “fue un fraude”. Añade que él supo cómo, desde un
departamento de Surco, se coordinaba la operación. Este ladrón convicto añade
que teme por su vida y que quiere ser colaborador eficaz.
El
fujimorismo en banda, siempre en banda, festeja. "Ya lo decíamos”, corean.
Están acostumbrados a citar a delincuentes.
Los
congresistas que están gastando millones de soles a ver si descubren lo que no
existe aparecen en la tele dando lecciones de profetas confirmados.
La
prensa que extraña a Montesinos, que suspira por los colina, que volvería a
querer a Joy Way y su marcha de tractores chirriantes se suma a la fiesta.
La
política peruana de los últimos tiempos es todo un homenaje al crimen. Lo
sabíamos desde que Fujimori convirtió en institución el saqueo de los fondos
públicos. Pero hay que reconocer que Pedro Castillo Terrones le ha dado nuevos
bríos y un carácter más callejero a la trama. Fujimori robaba con solemnidad y
sus secuaces no admitían pequeñeces (allí están las cuentas y los patrimonios
inmobiliarios de Montesinos, Hermoza Ríos, Villanueva, Bello). El entorno
sombrío de Castillo tiene un elenco menos grandioso: Villaverde, López,
Pacheco, los sobrinos escaperos. Los ladrones de cuello y corbata dieron paso a
los cogoteros de Caquetá.
Pero el
resultado es el mismo: la degradación del Perú, el exilio de toda ética del
escenario político, el Estado informal, el país imposible.
Y el problema no es sólo la pudrición de la institución presidencial. El Congreso es, cada día más, un concierto de intereses empresariales disfrazado de legislatura. Y hablamos de intereses mugrientos: los piratas del transporte, las universidades que insultan el saber, los oligopolios y monopolios que son el bajo continuo de la melopea neoliberal.
Los
peruanos tienen hoy condición de rehenes. El presidente de la república no
renuncia mostrando el contrato que lo asegura en Palacio por los próximos cinco
años. El Congreso no quiere irse porque aspira a completar su agenda
cancerígena: desmontar las reformas que aún están en pie y reponer el país, de
facto, en la ruta que la derecha empresarial ha trazado.
La
izquierda ha tenido el infortunio de que Pedro Castillo y Vladimir Cerrón
aparezcan como sus representantes. Este par de picaros no pueden ser los
herederos de Mariátegui.
La
derecha padece la maldición de que el fujimorismo siga siendo su franquicia
favorita. Y encima de esa torta vieja, un chancho balbucea paporretas de cura.
Ni la señora ni el mortificado tienen algo que ver con Bartolomé Herrera.
Estamos
jodidos. Zavalita es chancay de a 20 ante lo que nos pasa.
Es como
si Mario Poggi estuviera escribiendo el guion de nuestras vidas. Como si Luis Pardo
dirigiese el Ministerio del Interior. Como si algún Quispe Palomino estuviese a
la cabeza de las decisiones. Como si el cabrón de Echenique hubiese vuelto
ofreciendo su firma para consagrar nuevas consolidaciones. Como si el lunarejo
Zevallos dirigiese la DIRANDRO. Como si Santiago Martín Rivas hubiese sido
nombrado en la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos. Como si Dios, en
suma, fuera pariente de Patricio Lynch.
No
somos el Perú. Somos la versión inmensa de “Al fondo hay sitio”. Nos están
grabando.
¿Qué
hicimos con el país para llegar a esto?
Lo
despreciamos. Arriba y abajo, cundió el desdén. La palabra patria se hizo mala
y en eso la derecha imbécil tuvo la mayor responsabilidad. La derecha no podía
pronunciar “patria” sino cuando los apristas o los rojos amenazaban el statu
quo. En ese momento la repetían en “El Comercio” y sus otrosíes. Pero no creían
en ella. Jamás creyeron en ella. La usaron, la vendieron, la ocuparon y la
vejaron, pero jamás la amaron.
Y la
izquierda llegó a odiarla de tal modo que cuando Sendero Luminoso decretó que
la sangre dictara el rumbo, el comunismo institucional, el que sabía quién era
Gramsci y cómo es que no había que repetir las monstruosidades de Stalin, se
quedó casi callado. Se sentía culpable de estar en el Congreso y en sus
sindicatos. Se sentía culpable de estar vivo. Pronto, con el fujimorismo a la
cabeza de un golpe de Estado neoliberal, ni siquiera eso sentiría.
En el
medio pudo estar la social democracia, pero llegó Alan García con sus alforjas insaciables
y una mano -la izquierda- quebrada por el uso. ¿Y el socialcristianismo? Es que
arribaron los bancos, las cementeras, los pesqueros y Cristo fue arrojado del
templo.
Hoy no
queda nada de lo que, a pesar de todo, fue el prestigio de la política. Una
cosa es ser un Alayza Grundy y otra es ser Pepe Luna. Una cosa es ser Mario
Polar y otra, muy otra, es ser un chancho al ajo.
Hoy
somos un protectorado de la calamidad. Somos, antes que nada, un país de
informales, de evasores, de criollazos jaraneros. Arriba y abajo es lo mismo:
el asunto9 es saber quién estafa a quién, quién se aprovecha del otro, quién cobra
y cómo se paga. Nos fascina vivir en este campamento de caravanas gitanas donde
siempre es posible pegar un tiro y salir impune. Lo vuelvo a decir: No
necesitamos a un presidente sino a un sheriff. El problema es que ni
Wyatt Earp aceptaría el encargo. <<>>
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