DARIO PARIENTE GUZMAN
Omar Aramayo
Ha muerto Darío Pariente Guzmán. Y como suele suceder en
estos casos, no lo puedo creer. Darío es uno de los culpables para haberme
considerado yo mismo, cuando tenía no más de 16, un personaje muy importante,
imprescindible para la marcha de la ciudad. Aparte de Darío y yo, ahora creo
que nadie más lo habría considerado. Darío celebraba mis ocurrencias y dentro
de ellas, un poema dedicado a la mosca, sí, a ese díptero impertinente que a
uno le busca las orejas o se posa sobre el alimento, al borde del vaso, y
vuelve una y otra vez. En aquel entonces la poesía era cosa muy seria, solemne,
política, comprometida; por ejemplo, medio mundo creía que iba a ser la
protagonista de la revolución. Pero yo andaba con mis cosas, siempre a
contrapelo, buscándole tres pies al gato.
Ingresaba a las oficinas de la universidad y tomaba
cualquier máquina de escribir, sin nadie que se le opusiera. Lo querían y él se
dejaba querer. A sus espaldas lo llamaban el Chato Pariente, era gordito,
chaparro, moreno, de grandes pestañas y ojos negros inmensos. Darío ocupaba las
páginas centrales de El Correo, con llamada en la primera página. Todos querían
hablar con él, de cualquier cosa, y él era muy atento.
Tenía unos siete u ocho años más que yo, edad suficiente
para hacer la diferencia. Los grandes encuentros se realizaban en las
picanterías, lugares bucólicos, mágicos, y hasta culturosos, no los monstruos
comerciales fermentados, influidos por la doctrina crematística de Gastón
Acurio. Las picanteras lo recibían con júbilo, le hacían fiesta, le hacían
quecos, las había entrevistado casi a todas, las trataba de su nombre de pila.
Las tardes se coronaban de cervezas y de jora, a la luz de los volcanes violeta
en la tarde infinita. Escucho el trinar de los cubiertos y la rosa crocante de
los cuyes entre los dientes. Yo había ganado los dos premios de los juegos
florales universitarios, motivo para ser celebrados, prolongadamente. Darío
Pariente era una enamorado del amor, de las muchas bonitas, pero sobre todo de
la poesía, le interesaba saber cómo piensan o sueñan los poetas, era su enigma
y su asombro.
Había nacido en el istmo de Yunguyo, era un genuino tauri
qhopa, sus padres eran amigos de los míos, pero luego habían emigrado. El día
que me permití interrumpir su tránsito, en Arequipa, lo hice con la seguridad
que fuese a enviarme a la Luna, sin pasaje de retorno, pero fue gentil, y se
convirtió en mi mejor amigo. Me dicen que ha muerto y es como el final de un
poema, de un largo y doloroso poema hecho de mil primaveras, poema escrito con
las aguas del río Chili, el agua de los glaciares, y la sombra de sus sauces,
que la corriente arrastra incesante, cambia de imágenes como un cine antiguo.
Dudo que los jóvenes periodistas de Arequipa lo conozcan, no importa, dentro de
unos años tampoco nadie de acordará de ellos, así es el periodismo, como los
ladrillos que construyen una pared infinita, se habla de los que están en plena
construcción, sin pensar que antes de ellos hay otros que están más abajo y que
permiten la construcción.
Qu tu vuelo sea leve, Darío.
Un gran amigo Darío descansa en Paz.
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