TESTIGO DE MIS AMORES
Omar Aramayo
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e niño vivía absolutamente sugestionado con la leyenda del
Cerrito de Huajzapata. Creía, que un monstruo inmenso se había desprendido de
la cordillera para venir a beberse el agua del Titicaca, y que Wirakhocha,
consternado, había arrojado desde el cielo un rayo para decapitarlo y luego
petrificarlo. No lo había pulverizado para que otros vieran lo que les pasa a
los osados. Podía verlo en sueños, temeroso que despertara y al fin diera
rienda suelta a su sed atroz, beberse el Titicaca. Muchas veces fui a
contemplar su cabeza decapitada, allí arrojada como un dado borracho.
Cuando lo recuerdo sonrío de mi inocencia y de mi feraz
imaginación, pero así son los niños. Claro que ahora, no hay modo de contar esa
leyenda a un niño, porque el cerrito, testigo de mis amores, ha sido lotizado a
gusto de los notarios y sus clientes. Casitas variopintas han invadido sus
faldas y solamente es posible contemplar la crestería superior, donde los
sicuris del barrio Mañazo y Altiplano, cada febrero en las vísperas de la
fiesta de la Virgen de la Candelaria, conciertan para dar inicio a la gran
festividad, y celebran litúrgicamente el alba.
Otra leyenda que me tenía en vilo, era la de las chinkanas
que parten de las bases del cerrito, de su pared lateral, al norte. Yo la
repetía como un docto, la había escuchado de los labios de mis tíos, le ponía
puntos suspensivo cuando la repetía a mis compañeros con los cuales faltábamos
a clases para ascender su escarpada cima y cumplir con los ritos del vaquero.
Un grupo de estudiantes carolinos, de quinto de secundaria, un día se
convirtieron, temerarios, en espeleólogos improvisados y se hicieron al fondo
de la tierra. Realmente no se sabe cuántos fueron, tal vez diez, uno de ellos
salió por la puerta del templo de Santo Domingo en el Cusco, los otros murieron
de hambre en las profundidades. El muchacho que libró de morir, salió con un
choclo de oro en las manos, medio loco, hablaba de una ciudad encantada allá en
la honduras.
Fue entonces que un alcalde medio loco mandó a tapiar ese
ingreso a la roca, fácil solución para que ningún otro insensato de nuevo se
atreviera. Eran dos o tres ingresos, uno bastante grande; visitarlos era
obligatorio para los vaqueros, nos descolgábamos desde la cima casi hasta la
base. Ahora es imposible, esas chinkanas han sido legalizadas por los notarios
de entonces y tienen fichas registrales. Lo que pertenecía a la imaginación y
al imaginario, pasó a la caja de los notarios. A nadie, absolutamente a nadie,
se le ocurrió ni se le ocurre, aun cuando el Cerrito de Wajzapata es patrimonio
de la ciudad, patrimonio colectivo, que podría ser un gran atractivo turístico.
En otro país luciría hermoso y brillante como la estatuilla del Oscar sobre la
mesa, para ser vista por todos, porque todos tienen derecho de verla. Es una
gran Huaca . Pero, en Puno donde se suele festinar la propiedad pública con
gran facilidad, no le tienen respeto ni siquiera al lago que intentaron
lotizarlo, ni pensarlo, parece que siempre hubiese sido así, terreno de nadie,
de los vivos, de los bravos, donde cualquiera que tenga unos centavos puede
mandarse.
Hace mucho tiempo, en esa cueva se alojaba un ladrón de
arrieros, ladrón redomado, que luego de asaltar a sus víctimas repartía el
producto mal habido entre los humildes de la zona, que debieron haber sido
muchos si pensamos en la pobreza endémica de los puneños. No se sabe realmente,
si fue en el siglo 18 ó 19. Eran los tiempos de Zapata, un Robín Hood del
Altiplano, temido por los comerciantes viajeros de entonces, que un día
decidieron acabar con él. Le tendieron una celada, recibió una herida grave,
pero salvó de morir de inmediato y cabalgó hasta la cueva que lo alojaba. Los
pobres del campo se arremolinaron a verlo al saber que se desangraba, para
preguntarle qué harían luego que él se marchara. Qué pasará con nosotros, señor
Zapata. Él en su último aliento, señalando a la hermosa y profunda chinkana,
les dijo, Wajh Zapata, he ahí otro Zapata, en alusión que era aquí donde
podrían guarecerse cuando fuesen perseguidos. Es la leyenda que le da nombre al
cerrito. He ahí otro Zapata, un bandolero generoso, un protector.
El cerrito de blanquecina tez, cenicienta, que en su estructura pétrea guarda la evidencia de fauna marina menor, conchas por ejemplo, como recuerdo de otras épocas cuando estuvo sumergido bajo las aguas, cuando el Titicaca era parte del viejo y extinto lago Ballivián, el Tariptatatkhota o lago del diluvio, tanto como el Desaguadero, el Popó y el Salar de Uyuni. Es el ombligo sentimental de Puno, no solo por sus leyendas sino porque aquí se celebra parte de los carnavales puneños y otras festividades.
En este espacio, que además es un gran mirador del Lago y su
horizonte, los puneños de fino gusto han visto cuajados sus amoríos más
nostálgicos, cuando se hace la tarde. A ello, precisamente, se debe ese wayño
que por título lleva, Cerrito de Wajzapata, que para los puneños de otra época
es un himno. José Gonzáles hizo un libro que reúne y estudia las cuarenta y
cuatro estrofas de la canción. Son letras de gran belleza literaria, de las
cuales se cantan solamente dos o tres.
Hace muchos años atrás me fui detrás de las pandillas, bien
acompañado, era un febrero verde, precioso; la música como la danza y el azul
del lago tuvieron su mejor performance. Más no se podía pedir. Sin embargo,
cuando uno de los grupos bajó y se fue directo al Kuntur para rematar, yo y mi
pareja aprovechamos para replegarnos entre las sombras de la noche que llegaba
caudalosa y se abrió el roquedal cómplice, gran protector del viento.
Distendidos del fuego de la pasión, descendimos hasta llegar
a la calle, cruzar la plaza e ingresar al club Kuntur. La gran serpiente de la
danza se desenrollaba entre sedas, panas, terciopelos, astracanes, éter,
mistura y perfume; en eso nos topamos con un viejo periodista abogadil que me
atacó en primera: ¿estás enfermo? Te veo pálido, me dijo. El pobre hombre no
podía adivinar lo difícil que había sido para mí, descender del cerro y sus
encantos.
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