SAGASATI MIENTE
César
Hildebrandt
Tomado
de HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 529
F |
rancisco Sagasti representa a la nación. No lo dudo.
Y no sólo desde el punto de vista constitucional.
Sagasti es el Perú. Encarna perfectamente esa
debilidad dulzona, esa grisura apalabrada, ese talento para urdir un optimismo
que se basa en la imaginación y la voluntad.
No ama los hechos el señor presidente. Los oculta,
los transforma, los convierte en enigma, en materia prima para un discurso
temblorosamente patriótico. ¿Tenemos vacunas? ¡Claro que tenemos!
¿Ya están comprometidas? ¡Por supuesto!
Todo es mentira. No las tenemos ni siquiera para los
miembros de mesa de las próximas elecciones.
Y el flujo de las dosis que vengan depende de los compromisos de las productoras y del cronograma de entregas que tienen con los países ricos que ya pagaron por ellas. ¿Sabemos cuándo habremos vacunado lo suficiente como para sentimos inmunizados?
No, desde luego que no.
Pero Sagasti dice que todo está en marcha, que no
hay que preocuparse, que la batalla está resuelta “no sin algunas dificultades”.
Y cuando llegan 50,000 vacunas Pfizer, la huachafería nacional se pone en marcha. Y se sigue la ruta del avión, el camino de los camiones, el tamaño del almacén. Y la televisión, más embarrada que nunca, se presta al juego.
Sagasti nos representa, tanto como lo hizo Vizcarra.
Tanto como lo hizo PPK, jefe de la tribu de los privados. Tanto como lo hizo
Málaga. Tanto como lo hacen los Fujimori. Tanto como lo hizo el vigilante de la
biblioteca Vargas Llosa, en Arequipa, que robaba libros y luego los ofrecía en
Internet.
Claro que hay peruanos que son héroes y que dan la
cara. Pero ellos no compensan la corrupción de las élites económicas, de la
política, de los supuestos liderazgos mediáticos. El gran drama peruano es que
la corrupción se da entre quienes mandan. Y no se sabe nunca qué pasará con los
ciudadanos de a pie que accedan al poder.
El Perú se pudre en la mentira, pero eso no es asunto
nuevo. Es un estilo, un modo de ser, una mirada, una visión del mundo. Somos
mentirosos ancestrales.
Y muchas veces mentimos en nombre de la grandeza.
¿No fue una grande y gloriosa mentira la que Garcilaso fabricó en su versión
idílica del imperio de los incas? Lo fue, pero nos la tragamos gustosamente
porque ese espejismo fundacional y futurista pareció definirnos.
La mitad de nuestros señoríos surgieron del robo.
Dos tercios de nuestra supuesta aristocracia debió terminar en prisión. Hasta
en las santidades hemos echado mano al contrabando, ¿verdad, Sarita Colonia?
Miente Sagasti porque decir la verdad supone el
coraje de decir que nos equivocamos. Y los peruanos huimos de ese deber
doloroso. Por eso es que Fujimori insiste en decimos que el suyo fue un gran
gobierno “con algunos errores”. Por eso es que Vizcarra sigue diciendo que lo
de la vacuna fue un acto de temeridad altruista. Por eso somos como somos.
Jorge Basadre habló de “los podridos”, esos que hacen
todo lo posible para que el Perú “sea una charca”. Pero aun mi admirado historiador,
el hombre que me obligó a quemar las pestañas de mi adolescencia leyendo sus
nueve tomos de historia republicana, fue tocado por la debilidad peruana. Jamás
debió aceptar este hombre ilustre ser director de la Biblioteca Nacional y
ministro de Educación nombrado por Manuel Prado, el hijo del presidente
fugitivo. Su opinión sobre aquel traidor, severa mas no tanto, ¿habría sido
mucho más enérgica sin esos nombramientos? Es algo que quedará en el misterio.
En Lima garúa, pero lo que llueve es la mentira.
Escuchar a los tristes candidatos del próximo abril es oír una sinfonía de
frases huecas, promesas de discurso, lugares comunes sacados de las
encuestadoras que nutren a los jefes de campaña. ¿Esto es lo que necesitan oír
en tal sitio? Pues esto es lo que tienes que decir allí. Y allá será otra cosa,
y más allá la misma tinta.
¿Y qué querían? Sin partidos políticos, después del
club de la construcción, perseguidos por el herpes del fujimorismo,
¿aspirábamos a tener a alguien como Bustamante y Rivero? Tenemos lo que hemos
sembrado. Tenemos lo que merecemos.
Sagasti miente, coquetísimo, en televisión. Miente
como el dueño de una franquicia gastronómica donde se ha hallado, junto al
homo, un nido de cucarachas. Miente con el hedonismo del que sabe que miente y
que no será refutado porque quien pregunta es parte de la trama: pertenece a la
organización mediática que perpetúa la impostura.
Cuando cayó el enorme Miguel Grau en la torre de mando
del “Huáscar”, la prensa peruana sostuvo, masivamente, que habíamos ganado.
Mariano Ignacio Prado, el presidente que huiría dos meses después, dijo: “La
victoria en realidad es nuestra. Nosotros hemos ganado el honor y la gloria.
Nuestros enemigos han ganado un casco destruido”.
El 15 de diciembre de 1879, dos días antes de la
fuga de Prado, su ministro de relaciones exteriores, Alejandro Quiroga, había
dirigido una circular a la diplomacia internacional diciendo que la victoria
de Tarapacá cambiaría el curso de la guerra y que los chilenos serían
prontamente expulsados del territorio que profanaban.
Mejor hubiese sido decir la verdad, saberla,
enfrentarla, enfurecerse: Piérola, que había reemplazado a Prado, apostaba por
el fracaso del ejército del sur porque no toleraba el triunfo militar y
político del contralmirante Lizardo Montero, su enemigo. Tarapacá no pudo
retenerse porque el ejército carecía de logística y municiones, Y a Arica, a
pesar de las súplicas de Bolognesi, no acudieron las tropas del coronel Segundo
Leiva, ese enésimo cobarde.
Eso fuimos. Eso, al parecer, queremos seguir siendo. ▒▒
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