LIMA - PUNO, PERÚ
14 AGOSTO 2020
RESISTIR
César Hildebrandt
Tomado de HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°
502, 14AGO20
S
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e llama
Óscar y será el último perro de mi vida. Sé que será el último.
En
estos tiempos de muerte y temor, de tensión acumulada y proximidades
peligrosas, Oscar es la plenitud desinformada, la vida sin hipocondrías.
Óscar
ignora que yo no quise que viniera. No sabe que me tuvieron que convencer para
que lo aceptara. Y desconoce lo peor: que juré que lo toleraría pero que no lo
amaría porque ya estaba harto de los duelos y las lágrimas y porque en el
camino de la vida había perdido a Moro, el perro andaluz de mis querencias; a
Molly Bloom, la irlandesa compacta que monologaba reniegos del mismo modo que
su tocaya joyceana pensaba en ricuras y obscenidades; a Platón, conde de
vieja casa y ciudadano del mundo.
Para no
hablar de Augusto, el gato que exigía jamón inglés como merienda y que murió
antes de cumplir un año por un coronavirus que derivó en peritonitis
infecciosa.
De modo
que Óscar no sabe que fui el canalla que lo condenó al desamor, aunque estoy
seguro de que, si lo supiera, me perdonaría.
Y lo
cierto es que mi juramento de distanciamiento emocional respecto a Óscar fue
una mentira. Felizmente, soy agnóstico y será por eso que los juramentos no
tienen para mí la solemnidad de la cosa juzgada. No me crean cuando juro:
créanme cuando prometo.
En
cualquier caso, Óscar está aquí, con sus pelos revueltos y su mirada de sagaz
seguidor de la inocencia, para recordarme que estos malos y malditos tiempos
tendrán que pasar.
Leo las
noticias y la muerte está en ellas. Enciendo la televisión internacional y la muerte
lanza sus cuentas. Prendo la radio y la muerte me habla con voz neutra y
apetito que no aprendió a saciarse.
Estoy
harto. Yo mismo he dedicado mi atención a los difuntos y los nuevos cementerios.
Las grandes alamedas de la muerte llenan páginas y siembran ceniza. El virus no
solo ha cambiado nuestras vidas: nos ha impuesto el chantaje de temerle a la
muerte como si esta fuera una novedad, una reciente adquisición. Es como si
acabaran de inventar a la muerte, como si algún abogado del demonio hubiera
puesto letra chiquita en una adenda de nuestro contrato con la eternidad. Nos
sentimos traicionados porque somos carne de funeral.
L
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o
cierto es que siempre lo fuimos. ¿Por qué la muerte nos parece tan inaceptable
hoy? Porque viene de los otros, del prójimo convertido en enemigo, del zombi
aquel que ayer era vecino. Siempre pensamos que la muerte debía ser el proceso
soberano de nuestros cuerpos, el galope de ese lento deterioro que buscamos con
cada exceso, la decrepitud entendida como coronación de los años. Pero de
pronto viene un virus y nos enmienda la plana diciéndonos que hay una nueva
regla y que un nuevo guionista -coquero y desalmado- decidirá quién muere y
cuándo y bajo qué penas y hasta en qué pasadizos.
Eso es
lo que no-aceptamos: que la muerte no sea nuestra, privada y propia de nuestra
decadencia. Porque lo que propone este bicho es la muerte en mancha, la
desaparición en el tumulto. Si nos agarra -pensamos-, no iremos a una tumba
sino a una columna de la estadística, a la fosa común de los recuentos (falsos)
del Ministerio de Salud.
Pienso
en todas esas cosas durante estos días aciagos. Y pienso en los libros que me
quedan por leer, las columnas que deberé hacer, las esperanzas que empujaré,
los bribones que descubriremos, las pendencias que habremos de ilustrar. He
decidido que la depresión, esa puta, no volverá a contar con mis favores.
Pienso en mis hijos, en mis dos nietas, en Rebeca y en las personas que amo, y
me digo: ahora más que nunca hay que ganarle la batalla a la tristeza.
Y
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cuando estos tiempos horribles afilan sus
cuchillos y me retan y parecen estar a punto de vencerme, entonces acudo a
Óscar, que me hace fiestas con los ojos y contonea el cuerpo como si estuviera
dispuesto a desarmarse. Óscar es el antivirus, el sistema inmunológico hecho
pelambre, el himno incondicional a la resistencia, la Marsellesa -porque es
caniche- de la divina inconsciencia. Viéndolo, es imposible no admitir que la
vida es un milagro tan arbitrario como espléndido.
El
ahora tan citado Manuel González Prada, odiador de la tauromaquia como todo
hombre de bien, escribió en 1906 estas palabras:
“En una
sociedad inhumana y egoísta, nunca se repetirá demasiado que los animales son
nuestros conciudadanos en la gran república de la Naturaleza, nuestros compañeros
en el viaje de la vida, nuestros iguales en el dolor y en la muerte... Huyamos
de las casas donde no hay bocas inútiles, quiere decir, donde no trina un
pájaro, no salta un gozque ni se despereza un gato...” (“Horas de lucha”,
edición original de 1908, página 252, artículo “Nuestros aficionados”).
González
Prada, fiero tribuno, se permitía estas ternuras. He recordado esas palabras en
estos días en los que el miedo pretende colonizarnos. No lo permitamos.
Agarrémonos a trompadas con los heraldos negros.▒▒
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