LECTURAS
INTERESANTES Nº 946
LIMA PERU
21 FEBRERO 2020
ANTAURO Y EL PAREDON
César Hildebrandt
Tomado de HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 480
A
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ntauro Humala ama la muerte. La muerte de otros,
claro.
Dice que sueña con ver a su hermano Ollanta ante un
paredón, con los ojos vendados, musitando un perdón inútil, con las piernas
tembleques y el pulso a mil por hora.
Le excita a Antauro la idea de un magno tribunal
popular en el que un Robespierre con poncho y chullo decida, sumariamente,
quiénes sobreviven al juicio de la historia y quiénes deben ser pasados por las
armas.
¿Cuáles serían los criterios de esa criba?
Todos los que tengan que ver con lo que, vagamente,
Antauro califica como “traición a la patria”.
La patria, para el antaurismo, es una señora santa,
una estampita, una mater admirabilis. Ese mito antihistórico merece, por
supuesto, el flagelo de la muerte si alguien osa ensuciarlo.
Esto quiere decir que Antauro Humala está
completamente loco. Como todos sabemos, la patria en la que amanecemos cada
día es tan pura como un pantano, tan santa como una copetinera de Tijuana y tan
admirable como un zorrino haciendo uso de su retrotalento. La historia de esta
querida patria que nos tocó en suerte podría haber sido una novela de Mario
Puzo, un cuento de Poe, un capítulo de Vázquez Montalbán relatándonos alguna
aventura de Pepe Carvalho. Si Jorge Basadre hubiese sido totalmente sincero,
habría escrito su Historia de la República con la nariz tapada y un bacín al
costado.
Aquí, en esta patria nuestra, la traición es
intrínseca y los traidores siempre fueron perdonados. Desde el primer Riva
Agüero hasta el penúltimo Iglesias, pasando por el Prado ancestral. No sólo
perdonados: reivindicados, ensalzados, premiados por nuestra vocación por la
amnesia.
¿De qué patria habla entonces Antauro Humala? De la
que su delirio ha construido: una patria basada en la visión angélica de Andrés
Avelino Cáceres y la utopía deleznable del Tahuantinsuyo. Cáceres, en efecto,
fue el héroe de la resistencia ante la ocupación del invasor chileno pero, cuando
ascendió al gobierno, se alió con la clase dominante y pasó a la historia como
un autócrata que quiso perpetuarse a través de un testaferro.
Y el racismo inverso de las razas cobrizas no
merece, a estas alturas del siglo XXI, mayor discusión. Lo macizo es que la
teocracia inca, con sus muchos méritos al lado de las masacres perpetradas y
los sacrificios humanos, no puede ser invocada como modelo a seguir. Excepto
que uno se crea reencarnación de Pachacútec y ya sabemos que esa delusión narcisista
puede terminar pasando por la caja de Odebrecht.
Antauro Humala imagina un gobierno del terror con
él haciendo de emperador mongol. Y cree que esa promesa sanguinaria es un gesto
viril, un anuncio de refundación, una epifanía coral de justicia. Machazo se
siente Antauro anunciando la muerte. Como si la muerte fuese novedad en este
país de revoluciones militares que desangraron los primeros 50 años de la
república. Como si la muerte fuese primicia en este país de dictaduras violentas.
Como si la muerte no nos fuera carnalmente familiar después de 1932, Odría, Sendero,
el MRTA y la reacción fascista de nuestros militares.
A ver: que el antaurismo se presente en Huamanga y
proponga un gobierno de paredones y juicios sumarios. Lloverán piedras sobre
esos emisarios. Y hasta podrían caer uchurajayes. La pobreza rural fue la que
más pagó, en sangre y patrimonio, la tesis khmer rouge de alias Presidente
Gonzalo.
El verbalismo armagedónico de Antauro Humala es eso:
el discurso de un demagogo que apuesta al crimen como un atajo de cómic hacia
Palacio de Gobierno. Don Antauro cree que el miedo lo convertirá en Pancho
Villa. Pero para aspirar a ser Pancho Villa tendría que haber convertido su vulgar
y mortal asalto andahuailino en el comienzo de una revolución agrarista. Y para
eso tendría que haber servido a un jefe como Francisco Madero y no a un
churrupaco de espíritu como su hermanito. Qué familia. <>
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