LECTURAS INTERESANTES Nº 926
LIMA PERU
25 OCTUBRE 2019
LAS LECCIONES DEL SUR
César Hildebrandt
Tomado de
HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 465, 25OCT19
A
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la derecha le encantó el 5 de febrero de 1975, cuando los
descontentos, con los apristas a la cabeza, quemaron el diario “Correo”,
saquearon tiendas y se expusieron a las balas salvajes de la policía.
-El pueblo está
harto, carajo -gritaban en los cafés.
Gobernaba
Velasco y había que decirle vela verde al régimen que había acholado al Perú.
A la derecha le
fascina el pueblo que sale a las calles y derriba gobiernos, siempre y cuando
eso pase en Túnez o en Libia o en Egipto.
-La gente ha
demostrado su poder -dicen entonces.
La derecha se
excita casi sexualmente cuando un Congreso de comadrejas conservadoras y
mañosas se tumba, con un banal pretexto estadístico, a Dilma Rousseff y
encumbra a un sinvergüenza como Michel Temer.
-Bien sacada
estaba la Rousseff, que era la mandada de Lula -comentaban sus escribas.
-La democracia
ha vuelto a Brasil -reflexionaban.
La derecha ama
al pueblo que dio vivas a Manuel Prado, que reconoció el orden sanguinario
impuesto por Odría y que, antes, guardó silencio por la caída de Billinghurst y
fue comparsa de Benavides y Sánchez Cerro y nuevamente Benavides. Eso sí que
era pueblo: los Olaechea de todas las generaciones sabían domarlo. Y cuando
había indomables, allí estaban los jueces, los catastros, los otrosíes, las
minúsculas para hacer su trabajo. Y si los indomables insistían, los muy
estúpidos, pues allí estaba la muerte con cara de capitán y las balas con cara
de cabo y el entierro clandestino con cara de soldado raso. Era un mundo feliz.
Cuando Chile
intentó dejar de ser el país secuestrado por la vieja oligarquía heredera de
los pelucones -el proyecto ancestral de Diego Portales-, un día llegó el
ejército que se había meado entre los escombros humeantes de Chorrillos y
empezó a matar gente como si fueran los cholos de San Juan, los cholos de
Miraflores, los cholos de Huamachuco y hasta los cholos burlados de aquella
Arica jamás devuelta.
Fueron años de
caravanas de la muerte, de picana en los huevos, de palos en la vagina, de
interrogadores que no querían respuestas sino agonías, de chacales que el mismo
chacal habría rechazado (Neruda dixit). Miles de muertos, miles de
desaparecidos, miles de exiliados: una generación sumergida en sangre.
-Qué macho
Pinochet, carajo -decían en Lima en los clubes donde las cholas seguían
prohibidas de bañarse en la playa.
-Cómo no
tenemos uno así igual -suspiraban limeñamente.
-Chile siempre
nos llevará la delantera -reconocían placenteramente.
La plutocracia
chilena, la que le hizo la guerra a Balmaceda y obtuvo su suicidio en el siglo
XIX, la que le hizo la guerra a Allende y obtuvo su suicidio en el siglo XX, no
quería esta vez que se cometieran los errores del pasado. Esta vez sí que sería
para siempre. Chile sería un país
inmóvil, atado eternamente a la dictadura de
la élite. La profecía de Fukuyama se cumpliría en el Chile de Pinochet: la
historia habría terminado. Para eso estaban las Fuerzas Armadas, aquel ejército
invencible que había matado civiles tomados como “prisioneros de guerra” tras
el golpe, aquella Fuerza Aérea que había misileado La Moneda, aquella Armada
que había prestado algunos de sus buques gloriosos como centros de reclusión y
de tortura. La vieja oligarquía chilena creyó mineralizar el país con la
Constitución pinochetista, el ancla que dejaría al país en el único
embarcadero de la felicidad: el liberalismo impuesto por las bayonetas.
Piñera y su guerra |
De modo que los
ricos, que habían olido el peligro de las chusmas de Allende, financiaron el
paisaje que pintó Milton Friedman, que bendijo el puerco de Escrivá de Balaguer
y que suscribió, penosamente, Jorge Luis Borges.
Los ricos se
hacían cada vez más ricos. Y los pobres aguantaban mientras las clases medias
trataban de entrar al porche de la fiesta. Todo estaba bien atado en el Chile
de Pinochet y todo estuvo atadísimo cuando Pinochet mejoró el mundo con su
muerte. Franco creyó que dejaba todo bajo arreglo y se equivocó. Pinochet no
cometió ese error. Chile no sería la España anarquizada por la democracia
pueblerina que llegó después de la muerte del Caudillo.
Y así fueron
llegando los gobiernos de la Concertación y ni Lagos ni Bachelet se atrevieron
a meterse con la Constitución de Pinochet y con el orden de cosas impuesto por
la dictadura y respaldado por los uniformados. Un Baquedano espectral, tan
invisible como poderoso, lo controlaba todo.
Chile era el ejemplo
de las derechas reunidas de América Latina. Todos los Bolsonaro de este
subcontinente lo tenían como ejemplo de sensatez, orden y éxito.
La derecha
peruana adoraba a Pinochet. Le habría regalado Tacna si la hubiese pedido y si
de ella habría dependido entregarla.
-El liberalismo
ha demostrado que es el modelo insuperable -decían.
Pero algo se cocinaba en Chile. La desigualdad era de las más inicuas del mundo, la sociedad de consumo ofrecía sus manjares, sus viajes y sus máquinas en la tele pero los sueldos estaban por debajo de los sueños, la educación privada era muchas veces inaccesible y la pública fe sacaba la vuelta a la oficial gratuidad, las AFP ganaban como nunca y los medicamentos costaban como siempre, las pensiones eran de hambre. Y mientras los barrios altos se convertían en guetos de la abundancia y exhibición de la demasía, el rencor acumulado zumbaba como abeja por las calles comunes.
Hasta que el segundo Piñera, más bruto que nunca, más oligarca y ajeno que jamás, dijo otra vez “que se jodan” y mandó subir el precio del metro de Santiago.
Abrió el corcho este hombrecito indigno, siete leguas por debajo de Jorge Alessandri, y lo que olió no fue un carmenere de la región central sino el antiguo olor de la explosión social, el mismo y arduo aroma a descontento que todos percibieron en Iquique, el año 1907, cuando el general Silva Renard masacró a 300 salitreros que protestaban por las duras condiciones de trabajo y los salarios de hambre.
A este hombre, entonces, a Piñera, ante las manifestaciones y saqueos -la violencia anecdótica y fatal que responde al despojo brutal de la esperanza-, no se le ocurrió mejor idea que volver a llamar a los generales a ver si algún Silva Renard lo sacaba del apuro.
No funcionó. Porque el miedo ha huido de Chile.
SI NO HAY SOLUCIÓN |
LA LUCHA CONTINÚA |
Rugen los
chilenos reclamando lo que les pertenece. Lo que les quitaron a la fuerza desde
1973. Lo que les siguieron quitando todos estos años.
Y a este pueblo
digno que ha despertado, la podre derechista del Perú le llama “peón del
castro-chavismo”.
Cuando Pinochet
se rodeaba de masas acarreadas en buses públicos y salía a leer lo que los
Chicago Boys le preparaban, entonces “el pueblo sabía quién era su líder”.
Ahora que Chile
ha dicho basta, entonces es que los comunistas internacionalistas deben estar
metiendo su cuchara.
En esta columna
dijimos desde hace mucho tiempo y hasta el cansancio que el modelo liberal, en
modo bestia, fue impuesto en Chile y en Perú por sendas dictaduras. El trolismo
nos respondió con sus desmanes y los comentaristas oficiales prefirieron no
tocar el tema.
Ahora sí que se abre el debate. La ira de los pueblos es la que hace
la historia. Es la ira que liberó a Norteamérica del imperio británico, la que
independizó América, la que descolonizó Asia y parte de África. La que nos
habrá de librar de la dictadura liberal que nos castiga con su monotonía y su
infalibilidad plagada de mentiras. ▒
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