Jorge Frisancho NOTICIAS SER 2019-10-20
El buen recibimiento que ha tenido La revolución y la tierra, el documental sobre la reforma agraria decretada 50 años atrás por el general Juan Velasco Alvarado, dirigido por Gonzalo Benavente con guion suyo y de Grecia Barbieri, es síntoma de algo significativo. Fuera de ámbitos académicos y del recuerdo vivo de sus protagonistas, hay un enorme vacío de memoria sobre ese momento crucial de la historia peruana, especialmente en Lima y en otros contextos urbanos, y junto a él hay un considerable deseo de información, debate y discurso.
Quien haya
visto el filme lo habrá notado: a salas llenas o casi llenas, públicos
multigeneracionales observan con mucho interés las imágenes y escuchan el
relato propuesto por los cineastas, lo comentan, lo debaten incluso. En la
función que yo atendí, con mucho público joven, se escucharon varios “ala, no
sabía” y más de un “¿ves? Es como te había dicho”. La sensación general era de
descubrimiento y asombro. Es como si los muros de contención que las voces
oficiales de la vida nacional han querido erigir durante los últimos 40 años
alrededor de ese complejo proceso se estuvieran quebrando, y una nueva manera
de verlo, largamente embalsada, empezara a fluir por sus agujeros.
Haber
respondido a esa necesidad es ya un logro importante de La revolución y
la tierra, y no soy el primero en señalarlo. Ciertamente es posible hacerle
observaciones al relato general que la película ofrece tanto del Gobierno
Revolucionario de las Fuerzas Armadas como de la reforma agraria que ejecutó
(Alfredo Quintanilla, por ejemplo, ha planteado algunas aquí mismo),
pero ese no es un demérito. Al contrario: como ha escrito Carlos Monge,
esta película es una invitación al debate sobre un tema en el que campean las
rigideces maniqueas y los prejuicios simplificadores, y eso hay que saludarlo.
La intención explícita de Benavente (junto a Barbieri, que
también hizo la dirección de arte, el editor Eduardo Pinto, y el resto del
equipo) es desestabilizar los consensos hegemónicos y generar preguntas en la
audiencia; en ese camino, llega bastante lejos.
Pero me
interesa señalar, además, algo que en mi opinión es un logro formal de La
revolución y la tierra, sobre el cual no he visto mucho énfasis entre
comentaristas y críticos. Todos notan el abundante uso que esta película hace
de material fílmico de archivo y metraje de cintas peruanas clásicas, pero
tienden a verlo como un complemento, una galería de ilustraciones más o menos
ad-hoc, valiosa como ejercicio de rescate, pero secundaria al contenido
principal. Así lo entienden, por ejemplo, tanto Mónica Delgado como Sebastián
Pimentel, ambos críticos a los que siempre vale la pena escuchar.
Esta vez
discrepo, sin embargo. En mi lectura, las imágenes de archivo que puntúan La
revolución y la tierra no son solo ilustraciones de lo que dicen los
varios opinantes ni se limitan a graficar los hechos que la película narra,
sino que demarcan y determinan de manera fundamental lo que Benavente está
tratando de decirnos.
Esto es así,
por dos razones. La primera es que el vacío de memoria que aquí se intenta
llenar es específicamente un vacío de memoria visual, algo sobre lo
que la película insiste en momentos puntuales y cuya ausencia lamenta. El punto
no es únicamente hacer una narrativa contrahegemónica del velasquismo y de la
reforma agraria, sino proponer su imagen, y proponer incluso la imagen de una
historia más amplia y abarcadora, de lo que es el Perú y lo que somos los
peruanos. Una imagen de sí misma es algo de lo que nuestra sociedad carece. Que
deba hacerse con fragmentos, sobre la base de un archivo incompleto, descuidado
e inestable, lleno de ausencias y bajo permanente amenaza de desaparición, es
ya en sí mismo un señalamiento del problema.
La segunda
razón por la que me parece que el uso de estas imágenes en La
revolución y la tierra es central a su mensaje se relaciona con el
tipo de imágenes de las que estamos hablando. O mejor dicho, con la forma en
que esta película tiende a homogeneizar los distintos tipos de archivos con los
que trabaja. En La revolución y la tierra, las imágenes de ficción,
los clips documentales, los
noticieros y varios otros modos de trabajo visual
ocupan básicamente un mismo territorio y funcionan como parte de un mismo
programa comunicativo. No se hace una distinción estricta entre el registro de
hechos y la invención de imágenes, y esto no debilita la narrativa, sino que la
refuerza. Al fin y al cabo, de lo que se trata es de mostrar una historia en
construcción, a sabiendas de que toda narrativa histórica es entelequia y
artificio, y que depende, a un nivel muy básico, de un imaginario.
Más aún, mi
impresión es que La revolución y la tierra nos invita no solo
a debatir sobre Velasco, la reforma agraria y el proyecto revolucionario, sino
a construirlos. Nos llama a imaginarlos de nuevo, en función a las
necesidades y demandas de un presente que —como la película claramente sugiere
en sus planos finales— no ha terminado de aprender las lecciones de la historia
y mucho menos ha cerrado las heridas que la atraviesan.
La revolución
y la tierra sigue
en cartelera. Definitivamente, vayan a verla.
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