LECTURAS INTERESANTES Nº 890
LIMA
PERU 3 MAYO
2019
LA MUERTE
NO MEJORA TANTO
César Hildebrandt
Tomado
de HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 443 3MAY19
M
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abuelo materno, Benjamín Pérez Treviño, murió cuando yo era niño y por eso no
pude frecuentarlo. Pero me habría gustado. Fundó y dirigió un diario en
Trujillo que llamó “La Razón” y que combatió el clericalismo reaccionario. Su
mujer, mi abuela, era la fotógrafa del periódico. Ambos eran librepensadores,
como se llamaba en esos tiempos a los rebeldes, y se reclamaban discípulos de
González Prada. De Benjamín hay varias menciones, todas elogiosas, en algunos
libros dedicados a la historia del periodismo peruano. Luis Alberto Sánchez
también le dedica algunas líneas en sus memorias.
De esa
alianza conyugal y profesional nacería Américo Pérez Treviño, que llegó a ser
diputado aprista en el Congreso Constituyente instalado el 8 de diciembre de
1931. Como se sabe, poco duró aquella aventura parlamentaria. El 17 de febrero
del año siguiente, el infausto 1932, los constituyentes apristas fueron
desalojados, detenidos y deportados. Mi tío Américo trabajó con Sánchez y
Seoane en la revista y editorial chilenas “Ercilla”, de las que “el Cachorro”
sería director a partir de 1937. En una carta dirigida a Haya y que figura en
la antología epistolar publicada por “Mosca Azul”, Sánchez defiende
vigorosamente a Américo de una calumnia de la que el líder aprista se hizo eco.
Sánchez escribió:
“...Informe
sobre antisureñismo de Américo es mentira vil. Califícola a sabiendas: mentira
vil. Trasmisor es individuo que nunca hizo nada aquí ni en Concepción...” Como
lo he contado alguna vez, Américo llegó a Venezuela, donde moriría todavía
joven, expatriado y sin un cobre.
MECHAIN en PERU21 de hoy |
¿Por
qué escribo sobre estas cosas? Porque en estos días he pensado recurrentemente
en el Apra, en quienes padecieron por ella y he pensado también en el
peruanísimo -y universal- culto por la muerte.
El Apra
fue padecimiento durante muchos años. Querían los apristas cambiar el país
inviable que encontraron y el Perú inviable, gamonal y cleptócrata les declaró
la guerra. Perdieron la batalla los apristas pero habrían alcanzado la gloria
si se hubiesen mantenido en sus trece. No fue lo que pasó, ya lo sabemos. Pero
los que se entregaron a la causa, el padre de Alan García entre ellos, merecen
todo mi respeto.
Recuerdo
que en un momento de la entrevista con Jorge Luis Borges me atreví a decirle
que su juicio sobre Perón era muy severo, considerando, además, que el líder
del justicialismo llevaba varios años muerto. Borges me miró con esos ojos que
no veían pero que perforaban, esos ojos azulinos, ciegos para la física pero
que parecían faros de la inteligencia, y me dijo: “¡Pero la muerte no mejora
tanto!”. Y claro que tenía razón. Y por supuesto que yo había quedado en
ridículo.
Porque,
es verdad, la muerte no opera como Midas, no obra milagros, no altera la
biografía del difunto.
Cuando
Stalin cayó fulminado por un ataque cerebral no sucedió que los campos de
concentración desaparecieron y que los muertos de los juicios de Moscú dejaron
de existir y que los asesinados por el 'hambre del colectivismo se difuminaron
en el misterio de los tiempos. No pasó nada de eso. Stalin murió como lo que
era: el hombre que le robó grandeza y humanidad al socialismo que había soñado
Marx y ya había tergiversado Lenin. Fue un asesino menos en la faz del planeta.
Cuando
Augusto Pinochet hizo menos despreciable su vida muriéndose, no es que Víctor
Jara lo perdonase ni que los fusilados de la Caravana de la Muerte se volvieran
neutras calaveras del desierto ni que los desaparecidos regresasen o que el
general Prats tocara los talones y saludase con la mano derecha a la altura de
la gorra. Nada de eso pasó. Pinochet se murió como lo que era. Un rufián de
uniforme menos en el mundo.
La
muerte, como me recordó Borges, no mejora a nadie. Una cosa es el drama
auténtico, el llanto conmovedor, los herederos lastimados, las ceremonias del
adiós, las furias y las penas, y otra es el saldo de la historia, las cuentas
del futuro. Alguien que se mata huyendo de la justicia apela al pensamiento
mágico. Cree que con ese gesto la compasión prevalecerá y que una tregua
benévola terminará en un tratado de paz con la historia. El suicida que huye de
sus felonías está convencido de que, desapareciendo, esfuma los expedientes y
se limpia al
CARLIN en la LA REPUBLICA 3MAY19 |
Así
como Albert Camus siguió siendo un hombre bueno y honorable al morir
absurdamente en un accidente de automóvil, así Hitler, al suicidarse, siguió
siendo el monstruo que construyó. Y así como Isadora Duncan siguió siendo una
gran bailarina y una mujer marcada por la frivolidad cuando fue estrangulada
por una bufanda enredada en una rueda, del mismo modo, el que robó durante
años dineros públicos y confianzas populares morirá como un ladrón. Y no habrá
cardenal que altere ese estatuto. Porque aunque los especialistas en arte
funerario adornen a los muertos, la muerte no maquilla el pasado. No hay
photoshop para lo sucedido. Porque lo sucedido es irremediable. No hay perdón
de la historia para los que hicieron una farsa de sus vidas. Y si un partido
político ata su futuro al pasado de un hombre enlodado ejercerá su derecho al
suicidio. Imitará a quien, descubierto, prefirió la muerte que la deshonra
autoinfligida. Hablaremos, entonces, de dos muertes por mano propia. ■
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