LECTURAS
INTERESANTES Nº 782
LIMA PERU
29 SEPTIEMBRE 2017
HUACHAFERÍA
César Hildebrandt
Tomado de “HILDEBRANDT EN SUS TRECE” N° 336, 29SEP17
p. 12
El peruano Jorge
Miota fue quien, según diversos testimonios, acuñó y difundió la palabra
“huachafo” como sinónimo aproximado de cursi o de mal gusto.
Hace
mucho tiempo, en busca de un libro perdido, encontré aquel que escribió Willy
Pinto Gamboa, colaborador cercano de Luis Alberto Sánchez, sobre Miota y la
huachafería.
Pinto
lo tituló “Lo huachafo: trama y perfil” y añadió este paréntesis: “(Jorge
Miota: vida y obra)”.
El
ejemplar que encontré me está dedicado y sólo mi distraída ingratitud pudo
ponerlo en el estante del tercer piso, donde están los libros aparentemente
menos necesarios.
Willy
Pinto Gamboa fue una de las mejores personas con las que me he tropezado.
Era
bastante mayor que este cronista, había estudiado en España, amaba la poesía de
Pedro Salinas, era catedrático universitario y se había casado con una hermosa
española que adoraba.
Pinto
me visitaba en “Caretas” cada semana y charlábamos de aquello que hoy escasea
tanto: lecturas, autores, fobias y filias literarias. Era ameno, divertido y
muchas veces certero y coincidíamos en nuestra adicción por el siglo de oro
español.
Hace
algunos años -lo supe estando lejos, como casi siempre: lejos- a este escritor,
crítico e investigador se le murió la mujer, que sufría de un mal crónico del
corazón.
Me
contaron que, poco tiempo después, a Pinto lo mató una tristeza disfrazada de
algún tipo de cáncer. Porque, como ustedes saben, el cáncer es muchas veces un
seudónimo de la depresión.
Recordando
a este hombre ejemplar que pasaba por mi oficina para hablar de literatura, he
releído, de cabo a rabo, este libro sobre Miota publicado en 1981 (uno de los
mejores trabajos de Pinto, a pesar de los innumerables descuidos del
corrector).
Miota
es uno de esos personajes que a Pinto le encantaba resucitar. Porque Pinto
escarbaba en el olvido y de allí sacaba a los marginados, los preteridos, los
pequeños malditos que a nadie entusiasmaban.
Miota
fue el primero en usar la palabra “huachafo” y eso sucedió alrededor de 1908 en
la revista “Actualidades”.
Todo
indica que se trata de un préstamo creativo tomado del colombianismo
“guachafa”, que describe el bullicio, la bronca y el desorden y que, en algún
momento no demasiado precisable, significó también algo así como fiesta
ruidosa.
Y
el origen de todo esto, según lo que le contó Estuardo Núñez a Martha Hildebrandt,
tiene barrio y sede limeños.
Sucede
que a comienzos de 1890 se afincó en Lima, cerca del cuartel Santa Catalina,
una familia colombiana de clase media más o menos arruinada.
Sucedió
también que las muchachas casaderas de esa familia numerosa organizaban
fiestas, entre estruendosas y desmedidas, que llamaban “guachafas”. Mucho más
temprano que tarde “guachafas” ya no eran las veladas sino quienes las
planeaban.
De
modo que los solteros próximos al solar eran asiduos de estas “guachafas”
deseosas de prosperar o establecerse por su cuenta.
De
cualquier modo, pocos son los que le niegan a Miota el mérito de suavizar el
diptongo original con una “h” y de oficializar el término “huachafo” para
describir, fundamentalmente, aquello que imita sin éxito, que exhibe sin rubor,
que pretende ser lo que no es (ni puede ser: de allí el carácter violento y
condenatorio del término).
Jamás
pensó Miota que la palabra adquiriría tal autoridad e involucraría a universos
tan amplios y diversos.
Porque,
como alguna vez reconoció el mismísimo Mario Vargas Llosa en un magistral
artículo, es imposible, para cualquier peruano, librarse por completo de la
huachafería, entendida como ese modo histriónico de aparentar.
Cuando
Vargas Llosa escribió ese artículo -agosto de 1983-, Lima no tenía a “Eisha”
como “capital del verano” -qué frase más huachafa-, ni a Peluchín como estrella
indiscutible de las alcantarillas televisivas.
Hoy
Vargas Llosa tendría que reeditar y ampliar su Atlas de la huachafería. Hoy el
Perú es tan huachafo, tan repulsivamente huachafo a veces, que el buen gusto
parece una melancolía.
En
1983 hasta la pretensión de no ser huachafo pasaba por huachafería. Hoy los
huachafos han salido del armario y han tomado el poder. Nadie huye hoy de la
huachafería. Al contrario: se la ha adoptado porque se ha impuesto y porque es
rentable. La prensa “no huachafa”, por ejemplo, parece condenada a la miseria.
La TV “no huachafa” ha dejado, sencillamente, de existir. ¿Qué no es huachafo
en el Perú? Nada. Hasta Dios es huachafo en el Perú del siglo XXI. Y basta con
encender uno de esos programas religiosos perpetrados por sectas cristianas
para entender que el cielo también ha sido tomado por asalto.
Pero
volviendo a Miota, ese desconocido, habría que decir algunas cosas.
Miota
González nació en Apurímac en 1870. Su padre fue militar y murió, con el grado
de teniente coronel, en la heroica resistencia de San Juan y Miraflores de
enero de 1881.
Miota,
de ascendentes vascos, escribió numerosos artículos de tono modernista en
“Actualidades”, “El Comercio”, “Prisma” y “Monos y monadas”.
Fue
coetáneo y amigo de los hermanos García Calderón, de Enrique Carrillo
(“Cabotín”), de José de la Riva Agüero, de Leónidas Yerovi y, entre otros, de
Clemente Palma.
Fue
Palma, precisamente, quien en 1913 escribió un artículo titulado “El caso del
escritor señor Miota”.
La
solemnidad del título tenía más de compasión que de avaricia. Porque se trataba
de ventilar, por primera vez en público, la locura irremediable que había
terminado por minar a Miota.
Dos
años antes, en 1911, Miota se había presentado ante la embajada peruana en
París y le había pedido a su amigo Francisco García Calderón, segundo
secretario, una carta de recomendación para Rubén Darío. García Calderón,
benévolo y distante, le dio gusto.
En
su mensaje, Miota le pedía a Darío el pago de una mensualidad inverosímilmente
“prometida” por el nicaragüense.
En
enero de 1913, en Lima, Miota tocó la puerta de la legación diplomática de
Francia y solicitó la nacionalidad francesa.
Cuando
el representante del gobierno francés le preguntó en qué basaba su solicitud,
Miota le contó que “en París, tiempo atrás, había sido víctima de un
encantamiento” y que, por lo tanto, “merecía alguna compensación”.
Cuando
Clemente Palma trató el tema ya Miota había estado internado en un manicomio y
su caso había derivado al terreno judicial porque el escritor había acusado a
su madre y a un par de doctores “de secuestro”.
Nadie
sabe cómo hizo Miota para convencer a su doliente madre de que debían viajar a
Buenos Aires. Eso fue en 1916 y a partir de allí su rastro se pierde por
completo.
Hasta
la fecha de su muerte resulta incierta -unos la sitúan en 1925 y otros al año
siguiente-, aunque no parece haber duda de que jamás se recuperó y que debió
pasar muchas penurias. Tantas, en todo caso, como las que le amargaron la
infancia a raíz de la muerte de su padre.
En
el libro de Pinto hay una especie de homenaje final, entre irónico y sombrío,
al acuñador del concepto “huachafo”.
Como
no se sabe si Miota murió en un hospital general o en una casa de salud mental
de Buenos Aires, Pinto plantea la duda citando palabras sacadas del propio
paciente: “...aunque es muy posible -escribe Pinto- que su vida se haya
extinguido entre negras rejas, delante de las cuales Hipócrates y Galeno
marmorizados hacen su perpetua guardia,... o ‘entre las paredes de una casa de
insania, que regula a extraños autómatas’...” Frases tan decoradas y
chirriantes pertenecen a un artículo de Miota escrito para “El Comercio” 25
años antes de su muerte. El tema central de ese artículo era el manicomio
estatal de Lima.
Profecía
huachafa y trágica a la vez. ░
OTORONGO:
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