Se presentó el libro “EL
URO DE LA BAHIA DE PUNO” cuyo autor es el conocido lingüista Cerrón Palomino. El acto cultural tuvo
lugar en la Sala Clorinda Matto de Turner de la Feria del Libro en actual
desarrollo.
Tanto el autor como los
comentaristas (entre los que se encontraba Nicanor Domínguez, historiador que
ha publicado muchos trabajos sobre los antecedentes de la puneñidad) expresaron
algunas ideas novedosas y algunas otras de evidente polemicidad sobre las lenguas
originarias que estuvieron vigentes en diversas etapas de la historia del
altiplano hoy peruano-boliviano, a la luz de las fuentes documentales dejadas
por los llamados “cronistas de la historia”.
Cerron Palomino, principal
factótum teórico del trivocalismo quechua y aimara, informó que se halla
ejecutado el trabajo de investigación sobre la lengua Puquina. Los interesados
en esta temática empiezan a esperar con notable expectativa lo que el autor
publique sobre el asunto. Se espera, desde ya, que se esclarezca ciertos mitos,
especialmente sobre la supuesta denominación puquina del Lago Titicaca, asi
como sobre la denominación de Carabaya y otros tópicos relacionados. (GVC)
EL URO
DE LA BAHÍA DE PUNO*
Revista Edu. PUCP 27 de junio del 2017
El
texto de Rodolfo Cerrón Palomino, lingüista y docente del Departamento de
Humanidades de la PUCP, recopila toda la investigación hecha por él y su
experiencia relacionada con esta lengua extinta en nuestro territorio.
Si bien el uro ha existido desde hace
cientos de años y tuvo una amplia distribución en el altiplano andino, con
el correr del tiempo y la influencia de otras lenguas más dominantes, este
prácticamente desapareció. Durante casi una década, Rodolfo Cerrón
Palomino, lingüista y docente del Departamento de Humanidades de la
PUCP, ha recopilado información sobre el uro y cómo se extinguió en
nuestro territorio. Toda esta investigación ha sido volcada en el
libro El uro de la bahía de Puno.
Desde Azángaro, en Puno, hasta Oruro, en Bolivia,
los pobladores que hablaban esta lengua vivían en el eje acuático del Lago
Titicaca y eran personas que tenían un desarrollo cultural incipiente, explica
Cerrón Palomino, basándose en datos etnohistóricos. El lingüista señala que
existían poblaciones cercanas a esta zona que hablaban una lengua distinta al
uro: el puquina, la cual gozaba de mayor prestigio social y cultural, y que fue
asimilada por los uros, así como las prácticas culturales vinculadas a esta.
Más tarde, los aymaras del centro del Perú llegaron
a la zona, y dominaron a los puquinas y a los uros, lo que les obligó a
cambiar de lengua. Mucho después, con la llegada de los incas, esta
población asimilaría el quechua. “A lo largo de la historia, este pueblo pasó
por distintas lenguas y fue cediendo la suya a los grupos de poder que los
dominó”, indica el docente PUCP.
Finalmente, pese a la gran presencia de pobladores
uros que encontraron a su paso, cuando los españoles llegaron al altiplano no
consideraron necesario evangelizarlos en su idioma original, pues estos hablaban
aymara o quechua. Por este motivo, no se ha encontrado gramática
uro con un vocabulario propio, a pesar de ser una lengua demográficamente
importante.
De lo que sí hay literatura española es de los
adjetivos en contra del pueblo uro, a quienes consideraban como “bárbaros,
salvajes, indómitos” debido a que vivían en el lago Titicaca, “vistiéndose de
totoras y comiendo carne cruda”. Cerrón Palomino comenta que todo esto “contribuyó
a que la lengua vaya perdiéndose y que su identidad se ponga en tela
de juicio”.
Los
últimos uros
Antes de que la lengua se extinga por completo del
lado peruano, en 1929, el investigador alemán Walter Lehmann logró
recoger material léxico de los últimos usuarios del uro y lo describió
de manera muy esquemática. Gracias a ello sabemos que la lengua uro tiene un
consonantismo complejo y que contaba con 10 vocales (frente al castellano que
tiene 5 y el quechua, con 3). Cerrón precisa que el trabajo que realizó el
europeo fue legado al Instituto Iberoamericano de Berlín, lugar al que el
lingüista acudió para consultar el material inédito que luego le sirvió para la
realización de El uro de la bahía de Puno.
La
poca literatura disponible sobre el pueblo uro, y especialmente de su lengua,
fue procesada por Cerrón Palomino, quien ya poseía
conocimientos sobre la única variedad del uro que subsiste del lado boliviano:
el chipaya. El docente ha investigado dicha variable por ocho años, durante los
cuales ha pasado por largos periodos en el altiplano, enseñando e investigando.
“Yo conocía bastante bien la lengua, porque durante el trabajo de campo conocí
y aprendí sus estructuras básicas. Mi ambición era editar el texto de Lehmann”
precisa el docente de nuestra Universidad.
Toda esta información recolectada le permitió
procesar el texto dejado por el investigador alemán y desarrollar el contexto
uro del lado peruano, así como conocer la realidad de los descendientes de los
pobladores. “Quería presentar este material dentro del contexto social
histórico-cultural de todo el pueblo uro, así como la distribución espacial de
ese grupo y la historia de sus plantaciones idiomáticas”, detalla el
especialista.
Hoy, los chipayas de Oruro son los únicos
que aún hablan esta lengua, y quienes han hecho esfuerzos por reunirse
y hablar de la extinta “Nación Uro”. Sin embargo, se trata de un grupo
minoritario que conserva poco de la historia de un pueblo que se resistía
reiteradamente a la dominación cultural. Con tan solo dos mil hablantes, esta
lengua aún se transmite de padres a hijos. Cerrón Palomino cree que su libro ha
llenado, de alguna manera, la historia cultural de esta antigua nación que,
afirma, “ahora sabe de dónde viene, quiénes son sus hermanos, hasta cuándo se habló
su lengua y cuál era la distribución de esta”.
_______________
* La publicación fue presentada en la Feria del
Libro el jueves 3 de agosto
NUESTRO DIRECTOR GUILLERMO VASQUEZ CUENTAS CON EL AUTOR DEL LIBRO, RODOLFO CERRO PALOMINO, EN LA PRESENTACIÓN DE LAS INTERESANTE PUBLICACIÓN. LOS ACOMPAÑA EL EX CONGRESISTA PUNEÑO GUSTAVO FLORES FLORES |
“EL URO DE LA BAHÍA
DE PUNO”
Nicanor Domínguez Faura
Enviado por SER el 22/03/2017
En
la última semana de octubre de 1929 el investigador alemán Walter Lehmann se
detuvo en la ciudad de Puno. Venía, en buque a vapor, desde el puerto
boliviano de Guaqui. Habiendo recopilado información lingüística de los
llamados “uros” en Bolivia, buscaba hacer lo mismo en el sur peruano. Con
la ayuda como traductor del poeta juliaqueño Eustaquio Rodríguez Aweranka, se
dirigió a la aldea de pescadores de Chimu (aimara: Ch’imu, uro: Ts’imu), 8
kilómetros al sur de la ciudad, antes de Chucuito. Allí entrevistó a don
Nicolás Valcuna, alcalde vara del pueblo, y a su anciano padre, Florentino
Valcuna, quienes además de la lengua aimara todavía utilizaban algunas palabras
y frases de su ancestral lengua materna. Regresados todos a la ciudad de
Puno, la entrevista continuó hasta pasada la medianoche.
Uno de los últimos uros |
Con
los apuntes de esta febril recopilación, Lehmann continuó viaje a Arequipa y
Lima, y estuvo en Lambayeque, donde entrevistó a personas que todavía hablaban
otro idioma indígena, la lengua mochica. Lehmann regresó a Alemania en
1930, pero no llegó a procesar estos materiales lingüísticos, falleciendo en
1939. Entre 1907 y 1929 había hecho estudios sobre lenguas indígenas
americanas, especialmente en México y Guatemala (Mesoamérica). Sus
papeles se guardan en el Instituto Iberoamericano de Berlín, donde los revisó
el lingüista peruano Rodolfo Cerrón-Palomino (en 1991 y nuevamente en
2001). Además, Cerrón trabajó en la localidad boliviana de Chipaya, donde
la lengua de los “uros” sigue en pleno uso, publicando El chipaya o
la lengua de los hombres del agua (2006) y, en coautoría con el
semiólogo peruano Enrique Ballón Aguirre, Chipaya: Léxico y
etnotaxonomía (2011).
Con
esta sólida preparación, Cerrón acaba de publicar un libro en el que evalúa el
material recopilado en 1929: “gracias al espíritu explorador de un investigador
experimentado como Lehmann, hoy podemos contar con el único material disponible
que permite que tengamos una idea, aunque fuera borrosa, de una variedad
extinguida como el uro de la Bahía de Puno. No fue difícil constatar que
la visita… a la localidad de Ch’imu se realiza en un momento en el que la
lengua nativa va cediendo irreversiblemente, en labios de sus pocos hablantes,
ante la poderosa lengua dominante de la región: el aimara. En tal situación,
fue prodigiosamente oportuna la visita fugaz que realizó Lehmann a la ciudad de
Puno para, de inmediato, trasladarse al campo en busca de la información
lingüística anhelada. No obstante el breve tiempo de que dispuso el
investigador en su diligencia, el material consignado, al margen de ciertas
omisiones, es realmente valioso e informativo. Si bien, como todos los
materiales de la época, el de nuestro viajero adolece de una serie de problemas
de registro que les resta confiabilidad, sobre todo a la luz de las exigencias
modernas, el escrutinio efectuado sobre él demuestra que, dejando de lado
ciertas sutilezas y dispensando algunas confusiones, el aporte documental de
Lehmann resulta ciertamente inapreciable” (pp. 121-122).
Es
que solo a fines del siglo XIX, y en el siglo XX, se registraron las variedades
que sobrevivían de la lengua de los llamados “uros”. A diferencia del
quechua y el aimara, que desde el siglo XVI fueron estudiadas y sistematizadas
por los evangelizadores españoles, el idioma de los “uros” carece de este tipo
de registros. Su estudio, por ello, ha sido más difícil. El libro
no solo presenta una historia del grupo (caps. II, IV.1-3), sustentada en el
magnífico estudio de Nathan Wachtel, El regreso de los antepasados (1990,
2001), sino que ofrece la historia de los estudios etnográficos y lingüísticos
sobre ellos (caps. IV.4, VI), así como el recuento crítico de las confusiones y
“mitos” que se les han abusiva y prejuiciosamente aplicado desde la época
incaica (cap. III).
De
los numerosos temas que el libro toca, centraremos este comentario, por falta
de mayor espacio, en los problemas en torno al nombre del grupo (etnónimo) y de
su idioma (glotónimo), que
escribimos entre comillas. El término “uro”
provendría de una palabra quechua que significa insecto o bicho (p. 22).
Aplicada por los Incas a un grupo de seres humanos es, sin duda, un insulto, un
término peyorativo. Por eso, tradicionalmente, la propia gente a la que
se le llama “uro” no ha aceptado el apelativo. La gente de Chipaya, en
Bolivia, se autodenomina “qhwaz zhoñi” (“hombres del agua”), y su idioma
propio, que solo se conserva allí, tampoco era llamado “uro” sino “puquina” o
“bukina” (pp. 27-30, 135). Esto ha creado, desde el siglo XVI en
adelante, la confusión con otra lengua indígena del Altiplano surandino, el
puquina, del que si existen algunos textos escritos por los evangelizadores en
la época colonial, aunque el idioma se extinguió en el siglo XIX. Cerrón
explica y aclara las confusiones en que incurrieron los estudiosos del siglo XX
con respecto a este problema: pensar que el “uro” y el puquina eran lenguas
estrechamente relacionadas, cuando el estudio lingüístico de ambas ha mostrado
sus profundas diferencias (cap. V). También menciona el intento de
distinguir la lengua con el nombre de “uruquilla”, del difunto lingüista
peruano Alfredo Torero [n.1930-m.2004]; o últimamente, la propuesta de
investigadores holandeses de usar del término “uchumataqu” para nombrar al
idioma.
Ch'imu |
Lo
más interesante es que desde las décadas de 1960-1970 en adelante, los
investigadores que han trabajado en las comunidades peruano-bolivianas
descendientes de los antiguos “uros” (que según documentación del siglo XVI
vivían principalmente como pescadores a orillas de lagos y ríos de todo el
Altiplano, pero que a inicios del siglo XX subsistían únicamente en cuatro
lugares: Chimu, en Puno, y en Bolivia Iruhito, el lago Poopó y Chipaya), han
promovido la reunión de estos diversos descendientes. Así, en 1993 los
dirigentes indígenas de las comunidades bolivianas, rechazando las
connotaciones peyorativas y apropiándose orgullosamente del término, fundaron
la Nación Originaria Uro (NOU). En el 2001 se pusieron en contacto con
los llamados “uros de las islas flotantes” de Puno (de Ccapi, llamados
“ccapillus”, y ahora emblemáticamente “ch’ullunis”, en referencia a la raíz de
la totora), para integrarlos a su organización. Cerrón reflexiona sobre
el rol de la lengua ancestral en estos esfuerzos de “recreación étnica”
(etnogénesis), pues solo los Chipayas hablan el idioma, siendo los otros
descendientes del grupo en la actualidad aimara-hablantes (cap. X).
Como
se aprecia de estos abigarrados comentarios, el libro más reciente del
prolífico e incansable investigador Rodolfo Cerrón-Palomino es mucho más que un
estudio especializado en lingüística andina, pues sintetiza la información
histórica y etnográfica de este grupo humano del Altiplano peruano-boliviano y
dilucida muchas de las especificidades locales de sus descendientes en Puno.
Lectura obligada, pues, para puneños y puneñistas.
________________
Rodolfo
Cerrón-Palomino, El Uro de la Bahía de Puno, con la asistencia de
Jaime Barrientos Quispe y la colaboración de Sergio Cangahuala Castro (Lima:
Instituto Riva-Agüero, Pontificia Universidad Católica del Perú, 2016). 238
páginas.
* * *
EL “MITO
ETNOGRÁFICO” SOBRE LOS UROS
Nicanor Dominguez Faura
Enviado por SER el 02/08/2017
Los
llamados “uros” del Altiplano Surandino (región que hoy comparten el Perú y
Bolivia), constituyen un grupo minoritario indígena muy singular. 500
años atrás formaban una importante minoría poblacional en esa parte de los
Andes. Vivían a orillas tanto del lago Titicaca como de los ríos y
lagunas altiplánicos, siendo alrededor del 30 por ciento de la población indígena
de la época. Su forma de vida en el siglo XVI, vinculada a los recursos
animales y vegetales del medio acuático, les resultaba sumamente extraña tanto
a los conquistadores Incas como luego a los invasores españoles. Antes de
la llegada de los Incas cuzqueños al Altiplano (aproximadamente en el año
1450), los “uros” ya eran una población sometida a la mayoría aimara de la
región.
El
nombre “uro” es un término peyorativo, pues provendría de una palabra que en
quechua y en aimara significa araña, gusano; es decir, un insecto o
bicho. Aplicada por los Incas a un grupo de seres humanos es, sin duda
alguna, un insulto. Por eso, tradicionalmente, la propia gente a la que
se le llama “uro” no ha aceptado el apelativo. Hoy en día, el único lugar
donde subsiste una comunidad descendiente de este grupo indígena que aun habla
su lengua ancestral es en Chipaya (departamento de Oruro, en Bolivia).
Según los estudios del lingüista peruano Rodolfo Cerrón-Palomino, la gente de
Chipaya se autodenomina “qhwaz zhoñi”, que significa “hombres del agua”.
Las
descripciones escritas sobre este pueblo indígena minoritario de las que
disponemos para los siglos XVI y XVII expresan frecuentemente ideas negativas
sobre los “uros”, originadas en la dominación incaica (entre 1450-1532) y
aimara (antes de 1450), que los españoles aceptaron y reprodujeron (a partir de
1532 en adelante). Estas ideas negativas son la expresión del “mito
etnográfico” que los estudios del etnohistoriador francés Nathan Wachtel han
invalidado categóricamente, desde sus primeras publicaciones sobre los “uros”
en 1978, hasta su magnífico libro de 1990, traducido al castellano en el 2001
con el título de: ‘El regreso de los antepasados: Los indios uros de
Bolivia, del siglo XX al XVI. Ensayo de historia regresiva’.
La
mayoría de los testimonios registrados por los españoles del siglo XVI son
bastante negativos respecto de los “uros” y su modo de vida. Una
descripción de 1586, escrita por el corregidor (gobernador local) de una
provincia altiplánica, señalaba: “cuando los ingas vinieron conquistando esta
provincia de los Pacaxes, hicieron salir a estos indios Uros de junto al agua y
les hicieron vivir con los Aymaraes y les enseñaron a arar y cultivar la
tierra, y les mandaron que pagasen de tributo pescado y hiciesen petacas [=
canastas] de paja […], y al presente tienen pulicia [= orden], y viven en
casas, y habitan en pueblos, y tienen sus caciques y principales, y pagan tasa
[= tributos], y sirven como los demás indios Aymaraes” (Pedro Mercado de Peñalosa,
“Relación de la provincia de Pacajes”, en Jiménez de la Espada, ed., ‘Relaciones
Geográficas de Indias’, 1965, t. I, p. 336).
Otra
descripción de 1588, escrita por un sacerdote que evangelizó a los indios en la
zona del lago Poopó, afirmaba sobre los “uros”: “Es gente más rustica y
grosera, más baja y torpe y sin policía [= organización] que los Aimaraes: son
tan torpes que con dificultad saben hacer una cuenta. Son más sucios,
peor vestidos, más pobres que los Aimaraes; más perezosos, menos comunicables,
más huidores, menos trabajadores, grandes haraganes; más duros, menos sujetos,
peores en las cosas de cristiandad, menos disciplinables” (Bartolomé
Álvarez, ‘De las costumbres y conversión de los indios’, 1998, p.
390).
Finalmente,
pueden citarse los comentarios del famoso jesuita José de Acosta, quien estuvo
en los Andes en las décadas de 1570 y 1580, y publicó un libro importantísimo
en 1590, titulado la ‘Historia Natural y Moral de las Indias’.
Allí afirmaba rotundamente: “Son estos uros tan brutales que ellos mismos no se
tienen por hombres. Cuéntase de llos que, preguntados qué gente eran,
respondieron que ellos no eran hombres sino uros; como si fuera otro género de
animales” (1590, Lib. 2do., Cap. 6, pp. 95-96; ed. 2008, p. 49).
Sin
embargo más allá de este aparente consenso negativo, hay que saber leer los
testimonios históricos. Los documentos no nos “hablan” directamente, pues
hay que analizarlos en su contexto: quién dice qué, cómo y por qué
motivos. Así, veamos cómo analiza la afirmación del jesuita Acosta el ya
citado lingüista Rodolfo Cerrón: “la supuesta inhumanidad de los uros, aparte
del profundo prejuicio que la subyace, era, en el mejor de los casos, producto
de un desencuentro lingüístico y socio-cultural, desde el momento en que con
dicha respuesta, en el sentido de que “no eran hombres sino uros”, lo único que
hacían era afirmar su identidad, negando ser quechuas (‘runa’) o aimaras
(‘haqui’), es decir grupos sometidos a la dominación colonial, condición
necesaria para ser considerados como “gente de razón” y de “policía”, según la
concepción de humanidad domesticada manejada por los grupos de poder” (‘El
Uro de la Bahía de Puno’, 2017, p. 46). En otras palabras, los
“prejuicios culturales” del jesuita Acosta afectan significativamente su
descripción de las realidades andinas de las que fue testigo presencial.
Hoy, aimaras toman su lugar |
Otros
testimonios del siglo XVI, fruto de una experiencia más prolongada y directa en
relación a la población andina, nos muestran que el “mito etnográfico” en
perjuicio de los “uros” no fue aceptado unánimemente por todos los españoles de
la época. En 1567 el visitador (inspector) Garci Diez de San Miguel
entrevistó a Melchior de Alarcón, un “español entre indios” (como dijera en
1974 el historiador norteamericano James Lockhart). Este experimentado
colonizador dijo de los “uros” que: “son gente no de menos entendimiento y
capacidad que los demás aymaraes”. Para él, la razón del “abatimiento”
que podían mostrar los “uros” era la opresión que los aimaras ejercían sobre
ellos: “el tenerlos los caciques en tanta subjeción y tener tanto señorío sobre
ellos y el no querer sea gente más noble y de más posibilidad los abate en gran
manera”.
Además,
su modo de vida lacustre seguía otros ritmos laborales distintos a los que
imponía la agricultura: “no están hechos al trabajo [y] son holgazanes de su
condición”. Sin embargo, si se los trataba siguiendo las normas andinas
de la reciprocidad y redistribución de bienes por trabajo, eran buenos
trabajadores: “porque los ha visto ponerse muy bien al trabajo y que ningunas
sementeras [= cultivos] se hacen en la provincia que no sean los primeros a
trabajar o en la de los caciques y en éstas siempre o en las de otros indios
que les dan coca y de beber u otro género de paga”.
Que
su forma de vida tradicional como pescadores los tuviera acostumbrados a un
ritmo laboral propio, diferente de aquel de los agricultores aimaras, no les
impedía, si eran bien tratados, destacar en el trabajo que era considerado “más
normal” en la época. Por eso, Melchior de Alarcón afirmaba
categóricamente que: “sabe y ha visito por vista de ojos que en la chácara que
trabajan harán mucho más que los aymaraes pues en otras cosas de trabajo como
es en ir a cargar carneros [= llamas] y en hacer paredes y en tejer e hilar lo
hacen tan bien como los demás” (‘Visita hecha a la provincia de Chucuito’,
1964, p. 140).
En
pocas palabras, tan seres humanos como los aimaras y los propios españoles del
siglo XVI. Y como nosotros mismos, estimadas lectoras y lectores, en el
siglo XXI.
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