Christian Reynoso
| LOS ANDES 10 jul
2016
Pensemos
en la siguiente idea: Tal vez sea posible rastrear en el sonido del sicuri del
barrio Mañazo el primer atisbo de la identidad puneña. La primera señal de una
raíz identitaria que va más allá del hecho de haber nacido en aquella ciudad
del altiplano peruano, a más de 3,800 metros sobre el nivel del mar: Puno.
Berger
y Luckmann definen que «la identidad es un fenómeno que surge de la dialéctica
entre el individuo y la sociedad» (2003: 215). Pues bien, podemos ensayar la
idea de que aquella dialéctica se produce, en este caso, a través de la música;
del sonido; del sicuri; en otras palabras, a través de esa música altiplánica
antigua que emerge de lo profundo de los pulmones a través de un sicu o zampoña
y puebla la vida, el ambiente, la sociedad, con su armonía y deja honda huella
y placer en el ejecutante y en el escucha. De esta manera el hombre, por
ejemplo, el tocador como el oidor de sicuri, se relacionan con la sociedad, con
sus costumbres y sus creencias. Es la música la que les permite hablar y donde
encuentran el espacio para expresar la esencia de la identidad que los define.
Las
artes en tanto proceso creativo, individual como colectivo, nos permiten
construir y comunicar discursos, realidades y símbolos a partir de
sensibilidades y pulsaciones que provienen de la experiencia del hombre en lo
cultural, lo social, lo religioso, lo político y lo estrictamente estético. En
esa perspectiva, también podemos pensar en el arte como una forma de expresión
de la identidad. Por tanto, si la música es arte, el sicuri es arte; como tal,
es la proyección de un lenguaje sonoro que nos muestra una forma de
pensamiento, comunicación e identidad que brota de quien lo ejecuta, lo escucha
y lo baila.
De
esta forma es que, en el sicuri que se ejecuta en el barrio Mañazo, en el
sonido que regala el ejecutante mañaceno, podemos escuchar y rastrear los
primeros ecos de la identidad puneña. Esta dupla sicuri-identidad se forja con
elementos de la historia, dado que Mañazo y su música existen antes de que
exista Puno como tal, y con aquellos otros que se han configurado a través de
los siglos y que hoy se viven en tiempo real, como por ejemplo la Fiesta de la
Candelaria que se celebra en Puno cada febrero.
Esto
es posible, creemos, gracias a las particularidades que tiene el sicuri de
Mañazo. Antes de salir a la vida pasa por un par de filtros: primero, la
travesía ineludible alrededor del corazón directamente después de los pulmones;
y segundo, el ronquido que se logra con una secreta disposición de los dientes
y la lengua. Acceder a la plasmación de esos secretos lleva su tiempo, quizá
algunos años. Hay que tener un corazón grande e hipersensitivo, una garganta
musical y un poco más de fuerza de voluntad que cualquier otro, para alcanzar
el estatus musical necesario que a uno le permita ser parte de la tropa y
vestir el traje de gala o el poncho de lana, y tocar. Este proceso de
aprendizaje en el arte del sicuri marca al tocador para toda la vida y
trasciende del ensayo diario y el buen oído a una entrega absoluta que le
permite tejer musicalidades que salen de lo más puro, acaso profano, de su yo
poético.
Además,
el músico del sicuri del barrio Mañazo bebe la sangre caliente del toro, apenas
degollado, en una noche ritual en la Fiesta de la Candelaria. La asimilación de
la sangre animal en el organismo humano, en comunión con la música del sicuri,
produce una descarga en el espíritu que hace saltar por unos segundos a quien
ha bebido el líquido, para dotarlo luego de una fuerza especial propia de un
superhombre, no en el sentido nietzscheano, tampoco en el ficcional de los
superhéroes de Marvel, sino en el sentido de progenie y raza del que habla el
poeta Dante Nava.
Mañazo
es también el barrio más antiguo de Puno. El lugar donde se asentaron los
carniceros y matarifes venidos del antiguo pueblo de Mañazo, al noroeste de lo
que hoy es Puno, en el siglo XVII. El barrio se ubica en las alturas de la
ciudad, sobre la avenida Circunvalación, detrás del cerrito Huajsapata,
distante a pocas cuadras de la plaza de Armas. Desde Mañazo se puede ver la
ciudad: una panorámica que, a modo de tarjeta postal, encuadra en su imagen un
cielo azulino con algunas nubes de algodón y el lago Titicaca en la profundidad
del paisaje; esto, si es de día y no hay lluvia. Si es una noche limpia: luces
de neón que titilan, laberintos de estrellas y el rumor de los vientos
haciéndole el amor a la luna, sobre un sendero plateado que se proyecta en las
aguas del lago.
En
Mañazo uno se hace parte de la noche puneña para poder volar por el cielo del
universo, mientras las vibraciones del sicu ingresan al cuerpo, al sistema
nervioso y producen palpitaciones. El estado de ánimo invariablemente puede
cambiar de la alegría a la tristeza, o del querer al desdén; se activan deseos,
recuerdos y sueños para el porvenir que marcan una ruta a seguir. Una ruta que
integra las imágenes de la vida y de la muerte. Por eso sería difícil imaginar
la integridad del mundo sin música, aquella que nace de los ritmos primitivos
como de los pentagramas, y de la eufonía del silencio natural; por eso sería
difícil imaginar a Puno sin Mañazo; y a Mañazo sin sicuri. Se trata, en todo
caso, de una cadena que involucra una resistencia cultural y protege la raíz de
la identidad que se ha mantenido sobre los siglos.
¿Por
qué suele ser común que quien observa al sicuri del barrio Mañazo en seguida se
contagia de la música y desea bailar; y si no, aprender el arte del soplido del
sicu y convertirse en un tocador? ¿De dónde provienen esos deseos? ¿Por qué se
suscitan esas pulsaciones? Una respuesta a esta causalidad es que estamos
frente a un proceso de trasmisión de identidad, música y movimiento. Aquel
feeling esencial, aquel sentimiento profundo que incita a bailar, a partir de
una comunión con la música y las pulsiones que se desencadenan en el cuerpo. Es
decir, el individuo recibe una sobrecarga de efectos que lo conminan a la
exploración de su yo interior y psicológico, que puede durar lo que dura la
música o permanecer por tiempo indefinido, hasta la muerte.
Para
concluir estas ideas, Berger y Luckmann también proponen que la teoría
psicológica y los elementos de la realidad subjetiva producen una nueva
dialéctica entre identidad y sociedad. Así, por ejemplo, «el campesino haitiano
que internaliza la psicología vudú se convertirá en poseído tan pronto como
descubra ciertas señales bien definidas. Similarmente, el intelectual
neoyorquino que internaliza la psicología freudiana se volverá neurótico tan
pronto diagnostique ciertos síntomas bien conocidos» (2003: 220). Es posible,
entonces, hacer un ejercicio análogo y decir que el músico puneño que
internaliza la psicología del sicuri de Mañazo se convierte pronto en un
superhombre que encarna la raíz e identidad del altiplano peruano.
Esto,
desde luego, puede leerse como una multiplicación de sentidos a partir de un
aprendizaje cultural, ya que si no se es músico, se será escucha, danzarín,
espectador, individuo, sujeto, hombre al fin, que busca saber quién es y qué
personifica dentro de la sociedad en que vive. Quizá como lo que Jaime Saenz
sugiere en su novela Felipe Delgado en torno a la chola boliviana: que ella es
la personificación de la tierra, el ángel guardián de la tradición y quien ha
hundido sus raíces en el espíritu nacional de dicho país (2007: 121).
_________
REFERENCIAS: BERGER, Peter L. & LUCKMANN, Thomas 2003
La construcción social de la realidad. Buenos Aires: Amorrortu editores. /
NAVA, Nina 1990 Antología. Dante Nava, poeta del lago. Editorial Industria
Gráfica Regentus. / SAENZ, Jaime 2007 Felipe Delgado. 2da. edición. Bolivia:
Plural ediciones.
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