CONVERSANDO CON
SERAPIO SALINAS (*)
Escribe: Feliciano
Padilla | LOS ANDES 13JUN14
¿Cómo crees, Serapio, que hemos quedado después de tu
abrupto y fatal viaje? Tú nos dijiste que volverías pronto apenas los médicos
te dijeran qué remedios tomar para recuperarte. Y mira lo que ha pasado. No
retornaste ni has recuperado la salud.
Mira, hermano, a dónde has ido a parar; a esos
desiertos donde el fuego quema, poco a poco, toda raíz, todo vestigio y toda la
savia de la peruanidad, como solías decirme. Te has ido a vivir a esa tierra
putañera donde la vida del hombre vale menos que un comino, como un día le dijo
tu amigo Matías Rodríguez a su hermano Nazario.
¿Qué va a ser de tu corazón serrano acostumbrado a
destilar ternura sobre los hombres y sobre la propia naturaleza y, a recibir lo
mismo como mágica reciprocidad?
En Lima lo que manda es el dinero. ¿A dónde irá a
parar tu palabra encendida defendiendo el pensamiento andino en contra de
quienes creen que solo los europeos saben reflexionar sobre el hombre y su
entorno? Cómo van a quedar tus famosas polémicas con Platón y con el Cátulo. No
sé. ¡Para qué habrás dejado tantas cosas inconclusas!
¿Cómo crees, Serapio, qué hemos quedado después de tu
partida? Los amigos andan compungidos, con la cabeza gacha; hasta tus enemigos,
ahora reconocen tu valía. Y yo he quedado despedazado, sin saber qué hacer, si
gritar o llorar. Y te digo que lloré hace tres meses al saber de tu mal
irreparable y lloro, ahora, como hombre cada vez que recuerdo nuestras
andanzas.
¿Qué no hemos hecho juntos? ¿Te acuerdas de la
excursión a Santo Cristo? Fuimos a pie. Luego de subir y bajar cerros durante
todo el día, nuestros ojos, casi como por encanto, se tropezaron con una
fortaleza española casi intacta. Vi que tu rostro, generalmente triste, se
vistió con su mejor traje de fiesta. Esta ciudadela está mejor conservada que San
Luis de Alba, nos dijiste. Más tarde, al retornar, subíamos el último cerro
para alcanzar la carretera y enrumbar hacia la bahía. Tu hijo iba adelante, tú
y yo caminábamos juntos y en el mismo ritmo, y Jorge Flórez Áybar venía por
detrás junto con un perro grande y lanudo que se había unido a la expedición.
En medio de una feroz granizada, de pronto, escuchamos
la voz de Jorge que gritaba: ¡Serapio!, ya no puedo, yo me quedo aquí; me quedo
con el perro, sigan adelante. Naturalmente tú ordenaste esperarlo. ¿Cómo iba a
quedarse solo con el perro, en aquellos páramos desolados... Ni que fuera el
narrador de cuentos.
Hay tantas cosas que recordar como aquella vez que nos
volcamos en mi carro y que yo tuve que negar ante la policía de carreteras que
te conocía; decir que nunca te había visto ni en la pelea de perros; era por
cuidar tu reputación o recuerdas que estábamos retornando después de una
“celebración” Y tú, llamándome desleal, traidor, en medio de aquella desgracia.
Y al día siguiente, informando tú mismo a los colegas, que te había negado,
como Pedro negó tres veces a Jesucristo.
Cómo olvidar todas estas cosas: esas visitas al puerto
que hacíamos con el Benjacho, Platón, Jovín y el Cátulo. Tomábamos vino y al
mirar el azul del lago, un éxtasis misterioso envolvía nuestras almas y se
dijera que nuestro pensamiento viajaba a través de las olas, quizá para
encontrarse con otros pensamientos viajeros y consolarse, al final, con el
tibio jadear de su cansancio.
Cómo olvidar, hermano, esas copas de pisquemiel que
inventaste en la quinta del Gordo para encurtir nuestras tristezas. Ahora no
hay en la Facultad quién diga vamos a tomarnos un pisquemiel. Yo podría ser.
Pero, maldita sea. Se me ha elevado la presión sanguínea y ha venido a fregarme
la vida una insuficiencia renal crónica. Estoy mal ¿sabes? Quizá pronto esté a
tu lado y allí continuaremos las travesuras que nos unían como a dos
mataperros. Entre tanto recibe la promesa de que te escribiré frecuentemente y
te iré recordando las miles de cosas que hicimos en esta tierra linda que
lamenta no poseerte.
Sé que eres un ocioso para escribir. Los discursos,
poemas y relatos que produjo tu cerebro nunca los escribiste y si lo hiciste
nunca te gustó compartirlo con nadie.
Así fuiste y no vas a cambiar ahora que vives en Lima.
¡No, Serapio! Por eso, te escribiré aunque tú no me escribas ¡Ah!, recibe
saludos de todos los amigos y de las palomas, de aquellas que con la miel de
sus labios endulzaron los últimos años de tu corazón. Ellas están muy tristes y
aunque hay gavilanes que les dan vueltas y vueltas, por ahora, solo tienen
fuerzas para evocar tu imagen. El mayor de todos nosotros se ha convertido en
gavilán. Envíale mensajes aterradores cuando esté durmiendo, para que vaya a
buscar polluelas en otro corral.
Con esta me despido. Sé que mis palabras te llegarán
envueltas en alguna nube peregrina. Aunque la distancia nos separa tanto, sé
que mi voz, se trepará de alguna rama del viento para llegar hasta tus oídos.
Yo sé, hermano, que mis recuerdos estarán contigo, de algún modo, como pensamos
los andinos que deben suceder, aunque los sabios digan que pensar de ese modo
es un atraso, que está contra la modernidad. ¡Que sigan hablando así! ¿Qué
importancia tiene para nosotros? Hasta pronto.
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(*) Texto
leído al poco tiempo del fallecimiento del poeta en Lima, en una actuación
organizada en Puno por el Instituto Americano de Arte.