MAESTROS QUE DEJARON
HUELLAS
Por: José Carlos Apaza Alemán
Con motivo de celebrar los 50 años de la
reapertura de San Carlos, un carolino me preguntó: ¿Quién fue el mejor profesor
o profesora que tuviste?. A partir de ese momento pasaron muchos nombres y
rostros por mi mente, fue humanamente difícil elegir a uno, le tuve que
responder que "cada quien me dejó tantas enseñanzas y cada uno, a su
estilo, que no podría elegir al mejor, todos fueron para mi sencillamente
buenos y casi perfectos".
El mejor profesor de mi vida me enseñó que hay
pocas cosas comparables a ver cómo aprende un alumno. Vivir el momento en que
tu mente se enriquece gracias a él, es indescriptible. Y qué decir del momento
en que, después de salir del colegio conversamos con él de igual a igual. No
hay nada comparable que volver a ver de tiempo a tu profesor y que te diga:
"te felicito, eres mi orgullo, saber de tus éxitos justifica muchos años
de mis esfuerzos y sinsabores que pasé".
Por desgracia, no me he vuelto a encontrar con
muchos de ellos, la vida diaria no está demasiado poblada de este tipo de
sensaciones. En este día del MAESTRO, voy a intentar recordar a algunos de mis
docentes y con esos recuerdos alegrar y alentar a los que están abatidos por la
desilusión, el hastío, la carencia de recursos, la indiferencia y falta de
reconocimiento social..
Uno puede olvidar a su primer amor, a un amigo
íntimo de infancia o al maloso que te hacía la vida imposible en el recreo.
Pero los grandes profesores dejan una huella que permanece hasta el final de
los días. El paso del tiempo, que tantas cosas se lleva por delante, lejos de
enturbiarla, solo consigue purificarla, embellecerla y mitificarla.
Mis profesoras de primaria fueron, además de
sabias, tiernas y a la vez duras de engañar. Una especie que, desgraciadamente,
ya no abunda, pero me niego a aceptar que se haya extinguido. Tuve la fortuna
de ser alumno de la maestra Nelly Cazorla de Rosas y Bety Ramirez de Kuong.
Cada vez que llegaba el DÍA DE LA MADRE, yo me
ponía una flor blanca en el pecho porque mi padre me hizo creer que mi madre
había muerto, la profesora Nelly me consolaba entre lágrimas luego que yo
recitaba poemas tristes; así como me hacía sentir bien, ella también me hizo
llorar, pero hoy se lo agradezco, pues fueron lecciones que marcaron mi niñez.
Sucede que yo tenía un compañero Serapio Quispe que provenía de Putina, un
flaco con cara larga, el pelo desordenado que no sabía peinarse, pero que en la
clase de matemáticas siempre trataba de ganarme en la resolución de problemas,
lo propio hacía en algún otro curso más que no recuerdo bien, pero lo que nunca
olvidaré es que una vez nos trompeamos en plena clase y la profesora Nelly nos
sorprendió, y nos quitó las correas y les hizo un nudo y con las dos nos ató, y
así, cara a cara, pegados, soportando nuestra ira - y los sudores propios de
niños juguetones- nos tuvo durante dos horas como castigo. Al final nos hizo
prometer que seríamos amigos y que en lugar de mirarnos mal, nos ayudaríamos
uno al otro.
La segunda lección imborrable de mi Maestra
Nelly ocurrió cuando otro de mis compañeros, de esos que no faltan, chacoteros
y jodidos, me insultó por no hacerle copiar la tarea y yo le respondí con una
lisura, una palabrota que escuchó mi profesora, por lo que no pude escapar de vergüenza.
El castigo fue irrepetible -porque nunca más volví a hablar una lisura, en su
delante, después tuve mucho cuidado- agarró un rocoto que tenía en su casillero
y me dijo: !Abra la boca!, yo quise llorar, pero me aguanté como los machos,
pero me volví rojo y de todos los colores con el rocoto dentro de la boca, por
cinco minutos. Santo castigo.
El profe Ernesto Tito fue mi profesor de
Matemáticas en la secundaria. Recuerdo su primera clase como si el tiempo se
estuviera rebobinando cada día. Se acercó a la puerta absolutamente extraviado:
no tenía ni la menor idea de dónde le tocaba. Se detuvo un momento, preguntó al
que estaba más cerca y, una vez confirmada el aula, entró sonriendo de forma
desmedida. Uno de sus encantos era su expresividad desmedida, pese a su tamaño,
tenía una sonrisa gigante que ocultaba su timidez.
Un profesor que me llamó la atención siempre
fue don Serapio Salinas, él me enseñó Historia y Geografía, éste era un
incontinente del conocimiento. Jamás se sentaba. Dejaba su cartapacio en la
mesa y, de forma súbita, se dejaba llevar por un arrebato didáctico feroz, de
modo que, si se hubiera hundido el mundo, no nos habríamos enterado. Tenía una
capacidad extraordinaria para explicar los conceptos y, cuando alguien no los
entendía, no duplicaba la explicación, sino que le daba la vuelta con metáforas
increíbles.
Tuve la suerte de tener brillantes profesores
de Lengua y Literatura, don Víctor Alarcón Flóres y Feliciano Padilla Chalco.
Cada uno tenía su forma y su personalidad. El del querido "Cajano"
era un estilo más participativo, popular, el de "Chano" Padilla más
intelectual. Al principio incluso te abochornaba la pasión que sentías crecer
interiormente, como si te estuvieras mostrando borracho en público. Pero luego
veías que era un sentimiento compartido y se te iba el pudor. Por eso llegué a
ser infaltable declamador de las actuaciones y los recordados juegos florales.
Los cursos más "difíciles y pesados"
eran química y física. Ahí estaban José Rodrigo Serruto, un profesor que debe
tener la fórmula de la juventud porque sigue vigente y joven. Lo gracioso es
que, cuando te preguntaba, te hacía decirle cómo lo habías sabido. No solo
quería enseñarte. Quería saber cómo pensabas. Una respuesta aguda a sus
maliciosas preguntas era para él un acontecimiento. Y cuando la respuesta no
era acertada, no importaba, porque daba paso a una derivación a veces más
interesante que su propia respuesta.
Recuerdo también a un profesor de Biología que
sabía tanto de esta ciencia como de religión. No solo explicaba cómo eran las
cosas, sino también cómo no eran. Y por qué sí. Y por qué no. Le interesaba
tanto profundizar en el sí, como en el no. Siempre databa los descubrimientos.
Personalizaba los hallazgos y dejaba claro que la ciencia no había caído del
cielo, sino que había sido construida, con un esfuerzo sobrehumano muchas veces
dirigido contra los propios prejuicios del descubridor, por personas que habían
vivido aquí y allí, en tal época y tal otra, pero que al final, todo era obra
de Dios. Su nombre: José Luís Sánchez Cerdán.
Yo tuve Maestras y Maestros de polendas, me
sentía tan afortunado que no podía evitar hacer una pregunta: ¿Me merezco yo
estos maestros? Con ellos era imposible no estudiar: te habrías sentido un
miserable. Y lo habrías sido. Eran profesores con todas las virtudes que adornan
a los grandes directores de orquestas: sabían sacar lo mejor de quienes
estábamos delante y, al final, a muchos de nosotros nos daban ganas de
aplaudir.
Como dejar de mencionar a los regentes que
tuve, mejor dicho a los auxiliares. Ellos me enseñaron el mejor curso, el de la
disciplina. A don Héctor Riquelme lo recuerdo como el modelo perfecto de la
pulcritud y la seriedad, a don Faustino Quiza, como el ejemplo de la firmeza
mezclada con sencillez. En realidad, me siento su discípulo moral y, en algunos
temas, antes de decidir qué pienso yo, me gustaba imaginar qué pensarían ellos.
Hoy no voy a referirme a mis profesores
universitarios. Porque ¿cómo puede uno olvidar a la profesora que te enseñó a
leer? ¿O al profesor que te explicó el modelo atómico? ¿O aquél que te hizo
intuir la magia de los números primos? ¿O a quien te descubrió el texto, pero
también el contexto y el subtexto del Quijote?.
La pregunta es: ¿cómo olvidar a quien hizo
posible que hoy ames la lectura, tengas el veneno de la física, la pasión por
las matemáticas y hayas asumido el concepto de luchar contra la maldad y la
pobreza?
¿Cómo dejar en el olvido a aquel profesor que
te enseñó a analizar en silencio y con respeto los argumentos que contradicen
tus más firmes convicciones?
Yo no olvido a los profesores que me enseñaron
y abrieron el camino hasta más allá de sus propios límites. Porque eso es lo
que hacen los grandes profesores, los que dejaron huellas en mi y todos sus
alumnos.
!Gracias Maestros!
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